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La dueña del monedero lo revisó y le dijo que allí faltaba un billete de veinte dólares. Ese recuerdo acudió a la memoria de Cally en el momento de recoger el monedero.

"¿Y si pertenecía a la mujer de la gabardina rosa y ésta creía que Cally se lo había robado o que se había quedado con dinero? ¿Y si avisaba a la policía y descubrían que estaba en libertad condicional? No la creerían, como tampoco la creyeron cuando les dijo que había prestado dinero a Jimmy y le había dado las llaves del coche porque su hermano le había contado que si no salía al instante de la ciudad, uno de la pandilla de la otra calle lo mataría.

"Dios mío. ¿Por qué no he dejado el monedero donde estaba?", Pensó. Contempló la posibilidad de echarlo en el siguiente buzón que encontrara. No, no podía arriesgarse. Durante las vacaciones había demasiados policías de paisano por el centro. ¿Y si uno la veía y le preguntaba qué hacía? No, se iría a casa corriendo. Aika, que cuidaba a Gigi y a su nieto cuando cerraban la guardería, le llevaría la niña de un momento a otro. Se le estaba haciendo tarde.

Meteré el monedero en un sobre, con la dirección que encuentre dentro, y más tarde lo echaré en un buzón -decidió al fin-. Es lo único que puedo hacer.

Llegó a la estación Grand Central. Tal como se imaginaba, la encontró llena de gente que se apresuraba de un lado a otro para coger el tren o el metro y llegar pronto a casa para celebrar la Nochebuena. Se abrió paso a codazos hasta la terminal principal, y logró bajar la escalera hasta la entrada de la avenida Lexington.

Mientras metía la ficha en la ranura y se apresuraba para coger el metro hasta la calle Catorce, no advirtió al chiquillo que se colaba por debajo del molinete y le seguía los pasos.

Y los ángeles velando están… Esas palabras familiares parecían burlarse de Catherine, recordándole las fuerzas negativas que amenazaban la complaciente vida feliz que ella había supuesto que tendría siempre. Su marido estaba en el hospital con leucemia. Esa mañana le habían extirpado el bazo, inflamado, como prevención contra una rotura.

Y aunque era pronto para decirlo con certeza, parecía que se recuperaba bien. Sin embargo, Catherine no podía evitar el miedo a perderlo, y la idea de vivir sin él le resultaba casi paralizadora.

"¿Por qué no me di cuenta de que Tom estaba enfermo?", Se preguntó desesperada. Recordó que tan sólo dos semanas antes, cuando ella le pidió que sacara del coche las bolsas de la compra, Tom dudó ante la bolsa más pesada, y luego, con una mueca de dolor, la cogió. Catherine se burló de él.

"Ayer jugaste al golf y hoy te portas como un viejo. ¡Menudo atleta!"

– ¿Y Brian? -preguntó Michael después de echar el dólar en la cesta de la cantante.

Catherine, arrancada de sus pensamientos, miró hacia abajo, a su hijo.

– ¿Brian? -preguntó distraída-. Estaba aquí. -Miró a su lado y después recorrió el lugar con la mirada-. Tenía un dólar. ¿No ha ido contigo a echarlo en la cesta?

– No -dijo Michael cortante-. Quizá se lo haya guardado. Es un gilipollas.

– No hables así -lo corrigió Catherine mientras miraba a su alrededor, con súbita alarma-.

¡Brian, Brian! -llamó. El villancico había terminado y la gente se dispersaba. ¿Dónde estaba Brian? No se habría ido así, sin más.

– ¡Brian! -repitió. Aunque ya en voz bastante alta, claramente alarmada. Algunas personas se volvieron hacia ella y la miraron con curiosidad.

– Un niño pequeño -explicó asustada-. Lleva un anorak azul marino y un gorro rojo. ¿Alguien ha visto hacia dónde ha ido? -preguntó con dificultad.

– ¿No habrá ido junto al árbol? Quizá ha cruzado la calle para verlo de cerca -sugirió una mujer. -O tal vez se haya dirigido hacia la catedral -se le ocurrió a otra.

– No, no, Brian no hace esas cosas. Íbamos a visitar a su padre y estaba loco por verlo. Mientras lo explicaba, Catherine supo que algo muy grave había pasado. Sintió que las lágrimas le brotaban y rodaban por sus mejillas. Rebuscó en el bolso un pañuelo y se dio cuenta de que faltaba algo: el conocido bulto del monedero.

– ¡Dios mío! ¡No tengo el monedero! -exclamó.

– ¡Mamá! -Michael había perdido aquel aire de seguridad que se había convertido en su forma de ocultar la preocupación que sentía por su padre. De pronto era un chico de diez años asustado-. Mamá, ¿crees que lo han secuestrado?

– ¡Cómo van a secuestrarlo! Nadie ha podido llevárselo a rastras. Es imposible. -Catherine sintió que se le aflojaban las piernas-. ¡Avisen a la policía! -exclamó-. ¡Mi pequeño ha desaparecido!

La estación estaba repleta. Cientos de personas iban de un lado a otro. Había adornos navideños por todas partes, y un bullicio terrible. Ruidos de todo tipo retumbaban por el enorme vestíbulo y rebotaban contra el techo. Un hombre con un montón de paquetes dio un codazo a Brian en el oído. -Perdona, chico.

Le costaba seguir a la mujer que había cogido el monedero de su madre. La perdía constantemente de vista. Se esforzó por esquivar a una familia con niños que le bloqueaban el paso. Al fin lo consiguió, pero chocó contra una anciana que lo miró de arriba abajo.

– ¡Mira por donde andas! -exclamó ella.

– Disculpe -respondió Brian mirándola.

En aquel instante casi perdió a la mujer que seguía, pero volvió a alcanzarla mientras ella bajaba por la escalera y se apresuraba por el largo pasillo que llevaba a la estación de metro. Cuando ella pasó por el molinete, Brian se agachó, pasó por debajo y la siguió hasta el tren.

El vagón iba tan lleno que apenas logró entrar. La mujer estaba de pie, cogida a la barra que recorría el vagón en sentido transversal a los asientos. Brian se situó cerca de ella, y se agarró a una barra. Recorrieron sólo el largo trayecto hasta la siguiente estación donde ella se abrió paso hacia las puertas que se abrían. Había tanta gente que Brian casi se quedó en el tren. Después tuvo que correr para alcanzarla. La siguió mientras la mujer subía por las escaleras que enlazaban con otra línea.

El otro vagón no iba tan lleno. Brian se quedó al lado de una anciana que le recordaba a su abuela. La mujer de gabardina oscura bajó en la segunda estación y él siguió, con la vista fija en la coleta, mientras ella subía casi a la carrera por la escalera de salida a la calle. Emergieron en una esquina muy transitada. Los autobuses circulaban a toda velocidad en ambas direcciones cruzando una avenida antes de que el semáforo se pusiera rojo. Brian se volvió. Por lo que veía, solamente había edificios de apartamentos con cientos de ventanas iluminadas.

La mujer del monedero esperó que cambiara el semáforo para cruzar. Apareció la luz verde y Brian siguió a su presa. Cuando llegaron a la otra acera, ella dobló a la izquierda y caminó deprisa por la acera en pendiente. Brian, detrás de ella, echó una rápida mirada al cartel de la calle. El verano anterior, mientras visitaban a la abuela, su madre había inventado un juego para enseñarle a orientarse en Nueva York.

''La abuela vive en la calle Ochenta y siete. Estamos en la calle Cincuenta. ¿Cuántas manzanas faltan hasta su apartamento?", Le había preguntado. Brian leyó calle Catorce. Debía recordarlo, se recomendó sin perder de vista a la mujer que llevaba el monedero de su madre.

Sintió los copos de nieve sobre el rostro. Empezó a soplar un viento frío que le azotaba las mejillas. Ojalá se encontrara con un policía, para pedirle ayuda, pero ninguno apareció.

De todas formas, sabía lo que tenía que hacer: seguiría a la mujer hasta su casa. Todavía tenía el dólar que su madre le había dado para el violinista. Conseguiría cambio, llamaría a su abuela desde una cabina, y ella mandaría un policía para recuperar el monedero de su madre. "Es un buen plan", pensó. De hecho, estaba seguro de que funcionaría. Tenía que recuperar el monedero, y la medalla que había dentro. Se acordó de cómo su abuela había puesto la medalla en manos de su madre, después de que ésta le hubiera dicho que no serviría para nada.