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Ken Follet

Noche Sobre Las Aguas

PRIMERA PARTE. INGLATERRA

1

Era el avión más romántico jamás construido.

De pie en el muelle de Southampton, a las doce y media del día en que se declaró la guerra, Tom Luther escudriñaba el cielo, esperando el avión con el corazón sobrecogido de ansiedad y temor. Canturreaba por lo bajo unos compases de Beethoven sin cesar: el primer movimiento del Concierto Emperador, una melodía emocionante, apropiadamente bélica.

A su alrededor se había congregado una multitud de espectadores: entusiastas de los aviones provistos de prismáticos, niños y curiosos. Luther calculó que ésta debía ser la novena vez que el clipper de la Pan American aterrizaba en aguas de Southampton, pero continuaba siendo una novedad. El avión era tan fascinante, tan encantador, que la gente corría a verlo incluso el día en que su país entraba en guerra. Al lado del mismo muelle había dos magníficos transatlánticos, que se alzaban sobre las cabezas de los allí reunidos, pero los hoteles flotantes habían perdido su magia; todo el mundo vigilaba el cielo.

Sin embargo, mientras aguardaba, la gente hablaba de la guerra, con su acento inglés. La perspectiva excitaba a los niños; los hombres hablaban en voz baja de tanques y artillería, como expertos en la materia; la expresión de las mujeres era sombría. Luther era norteamericano, y confiaba en que su país se mantendría al margen de la guerra: no era su problema. Además, si alguna cosa tenían los nazis a su favor era que detestaban el comunismo.

Luther era un hombre de negocios, fabricante de prendas de lana, y en cierta ocasión había tenido muchos quebraderos de cabeza en sus fábricas por culpa de los rojos. Había estado a su merced; casi le habían arruinado. El recuerdo todavía le amargaba. Los competidores judíos habían acabado con la tienda de ropa masculina de su padre, y después, Luther Woolens había recibido amenazas de los comunistas, ¡casi todos judíos! Más adelante, Luther había conocido a Ray Patriarca, y su vida había cambiado. La gente de Patriarca sabía cómo tratar a los comunistas. Se produjeron algunos accidentes. A un revoltoso se le quedó la mano enganchada en un telar. Un sindicalista murió atropellado por un conductor que se dio a la fuga. Dos hombres que se quejaban de infracciones en las normas de seguridad se enzarzaron en una pelea en un bar y terminaron en el hospital. Una mujer quisquillosa retiró un pleito contra la empresa después de que su casa ardiera. Bastaron unas pocas semanas; la calma reinó a partir de aquel momento. Patriarca sabía lo que Hitler sabía: la única forma de tratar con los comunistas era aplastarles como cucarachas. Luther dio una patada en el suelo, sin dejar de tararear a Beethoven.

Una lancha se hizo a la mar desde el muelle de hidroaviones de la Imperial Airways, situado en Hyte, al otro lado del estuario, y realizó varias pasadas por la zona del amaraje, buscando escombros flotantes. Un murmullo de impaciencia se elevó de la multitud: el avión se estaría acercando.

El primero en divisarlo fue un niño que llevaba unas botas nuevas grandes. No tenía prismáticos, pero su vista de once años era mejor que las lentes.

– ¡Ya viene! -chilló-. ¡Ya viene el clipper!

Señaló al suroeste. Todo el mundo le imitó. Al principio, Luther sólo vio una forma vaga que podría haber pertenecido a un pájaro, pero su silueta no tardó en definirse, y un rumor de excitación se propagó entre la muchedumbre, a medida que la gente se comunicaba que el niño tenía razón.

Todo el mundo lo llamaba el clipper, pero técnicamente era un Boeing B313. Pan American había encargado a la Boeing que construyera un avión capaz de transportar pasajeros de una a otra orilla del Atlántico con todo lujo, y éste era el resultado: un palacio aéreo enorme, majestuoso, increíblemente potente. La compañía aérea había recibido seis y ordenado otros seis. Eran iguales en comodidad y elegancia a los fabulosos transatlánticos atracados en Southampton, pero los barcos tardaban cuatro o cinco días en atravesar el Atlántico, mientras el clipper podía realizar el viaje en un plazo de veinticinco a treinta horas.

Parece una ballena con alas, pensó Luther mientras el avión se aproximaba. Tenía un gran morro romo, como el de una ballena, un armazón inmenso y una parte posterior terminada en punta que culminaba en altas aletas de cola gemelas. Debajo de las alas había un par de plataformas, llamadas hidroestabilizadores, que servían para estabilizar el avión cuando se posaba en el agua. El borde de la quilla era afiladísimo, como el casco de una lancha rápida.

Luther no tardó en distinguir las grandes ventanillas rectangulares, alineadas en dos filas irregulares, que señalaban las cubiertas superior e inferior. Había llegado a Inglaterra en el clipper justo una semana antes, de modo que ya conocía su distribución. La cubierta superior albergaba la cabina de vuelo y el depósito de equipajes; la inferior era la cubierta de pasajeros. En lugar de hileras de asientos, la cubierta de pasajeros contaba con una serie de salones provistos de sofáscama. El salón principal se transformaba en comedor cuando llegaba el momento, y los sofás se convertían en camas por las noches.

Todo estaba pensado para aislar a los pasajeros del mundo y del clima exterior. Había espesas alfombras, luces suaves, tejidos de terciopelo, colores sedantes y mullidos tapizados. El potente amortiguador de ruidos reducía el rugido de los motores a un zumbido lejano y tranquilizador. El capitán era autoritario y sereno al mismo tiempo, la tripulación, pulcra y elegante con sus uniformes de la Pan American, las azafatas, atentas y serviciales. Todas las necesidades estaban cubiertas; había comida y bebida constantes; todo lo solicitado aparecía como por arte de magia, justo en el momento preciso, camas provistas de cortinas a la hora de dormir, fresas en el desayuno. El mundo exterior empezaba a parecer irreal, como una película proyectada sobre las ventanillas, y el interior del avión adoptaba la apariencia de todo el universo.

Estas comodidades no resultaban baratas. El viaje de ida y vuelta costaba 675 dólares, la mitad de lo que costaba una casa pequeña. Los pasajeros eran miembros de la realeza, estrellas de cine, presidentes de grandes empresas y dirigentes de países pequeños.

Tom Luther no pertenecía a ninguna de estas categorías. Era rico, pero se lo había ganado a pulso, y no se habría permitido semejante lujo en circunstancias normales. Sin embargo, necesitaba familiarizarse con el avión. Le habían pedido que llevara a cabo un trabajo peligroso para un hombre poderoso…, muy poderoso. No le pagarían por este trabajo, pero que un hombre como aquel le pidiera un favor era mejor que el dinero.

Aún cabía la posibilidad de que se diera carpetazo al asunto. Luther aguardaba el mensaje que le daría la definitiva luz verde. La mitad del tiempo se sentía ansioso de acometer la empresa; la otra mitad, confiaba en no tener que hacerlo.

El avión descendió en ángulo, la cola más baja que el morro. Ya estaba muy cerca, y su tremendo tamaño volvió a impresionar a Luther. Sabía que medía treinta y tres metros de largo y cuarenta y seis de punta a punta de las alas, pero las medidas se reducían a simples cifras cuando se veía al maldito trasto flotar en el aire.

Por un momento dio la impresión de que, en lugar de volar, estaba cayendo, y de que se hundiría en el fondo del mar como una piedra. Después, pareció colgar en el aire, muy cerca de la superficie, como suspendido de un hilo, durante un largo momento de incertidumbre. Por fin, tocó el agua y se deslizó sobre la superficie, brincando sobre la cresta de las olas como un guijarro lanzado de canto y levantando pequeñas explosiones de espuma. De todos modos, no había mucho oleaje en el estuario protegido, y el casco se zambulló en el agua un momento después, con una explosión de espuma parecida al humo de una bomba.

Hendió la superficie, arando un surco blanco en el verde, lanzando al aire curvas gemelas de espuma, a ambos lados. Le hizo pensar a Luther en un pato real que descendiera sobre un lago con las alas desplegadas y las patas dobladas bajo el cuerpo. El casco se hundió un poco más, y las cortinas de espuma en forma de vela que se alzaban a derecha e izquierda aumentaron de tamaño; después, empezó a inclinarse hacia adelante. La espuma se acrecentó a medida que el avión se estabilizaba, sumergiendo cada vez más su vientre de ballena. El morro se hundió por fin. Su velocidad disminuyó de repente, la espuma se convirtió en una estela y el avión surcó el mar como el barco que era, con tanta calma como si jamás hubiera ascendido al cielo.

Luther se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento, y dejó escapar un largo suspiro de alivio. Empezó a canturrear de nuevo.

El avión avanzó hacia su amarradero. Luther había desembarcado tres semanas antes. El muelle era una balsa diseñada especialmente, con dos malecones gemelos. Dentro de breves minutos, se atarían cuerdas a los puntales situados delante y detrás del avión, que sería remolcado hacia su aparcamiento, entre los malecones. A continuación, los privilegiados pasajeros saldrían por la puerta a la amplia superficie de las plataformas laterales, pasarían después a la balsa y subirían por una pasarela a tierra firme.

Luther hizo ademán de marcharse, pero se detuvo con brusquedad. Detrás de él había alguien a quien no había visto antes, un hombre de estatura similar a la suya, vestido con un traje gris oscuro y sombrero hongo, como un funcionario camino de su oficina. Luther estaba a punto de pasar de largo, pero volvió a mirar. El rostro que asomaba bajo el sombrero no era el de un funcionario. El hombre tenía frente despejada, ojos muy azules, mandíbula larga y una boca fina y cruel. Era mayor que Luther, de unos cuarenta años, pero ancho de espaldas y parecía en buen estado físico. Su aspecto era apuesto y peligroso. Miró a Luther a los ojos.

Luther dejó de tararear por lo bajo.

– Soy Henry Faber -dijo el hombre.

– Tom Luther.

– Tengo un mensaje para usted.

El corazón de Luther desfalleció. Intentó ocultar su nerviosismo y habló en el mismo tono conciso del otro hombre.