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Se paró en la siguiente esquina y esperó a que otro coche iluminara el camino. Después, se internó en Mayfair.

Pocos minutos más tarde se detuvo frente al hotel Claridge. El edificio estaba a oscuras, por supuesto, pero pudo localizar la puerta, preguntándose si debía entrar.

No creía tener bastante dinero para pagar la habitación, pero recordó que la gente no abonaba la cuenta hasta abandonar el hotel. Podía tomar una habitación por dos noches, salir por la mañana como si fuera a regresar más tarde, alistarse en el STA y llamar después al hotel para dar instrucciones de que enviaran la cuenta al abogado de su padre.

Contuvo el aliento y abrió la puerta.

Como la mayoría de los edificios públicos que permanecían abiertos por la noche, el hotel había dispuesto una doble puerta, como una esclusa de aire, para que los huéspedes entraran y salieran sin que las luces del interior se vieran desde fuera. Margaret cerró la puerta exterior a su espalda, atravesó la segunda y accedió a la luz reconfortante del vestíbulo. La invadió una tremenda oleada de alivio. Había regresado a la normalidad: la pesadilla quedaba atrás.

Un joven portero de noche dormitaba ante el mostrador. Margaret carraspeó, y el muchacho se despertó, sorprendido y confuso.

– Necesito una habitación -dijo Margaret.

– ¿A estas horas de la noche? -preguntó el joven con poca delicadeza.

– El apagón me sorprendió -explicó Margaret-. No puedo volver a casa.

El portero empezó a despejarse. -¿No lleva equipaje?

– No -respondió Margaret, con aire de culpabilidad, pero se apresuró a añadir-: Claro que no. No me he quedado tirada en la calle a propósito.

El portero la miró de una forma extraña. Margaret pensó que no podía negarle lo que pedía. El joven tragó saliva, se frotó la cara y fingió consultar un libro. ¿Qué le pasaba a aquel hombre? El empleado tomó una decisión y cerró el libro.

– El hotel está completo.

– Oh, vamos, han de tener algo…

– Se ha peleado con su viejo, ¿verdad? -preguntó el portero, guiñándole un ojo.

Margaret apenas podía creer lo que estaba ocurriendo.

– No puedo volver a casa -repitió, como si el hombre no la hubiera entendido la primera vez.

– Yo no puedo solucionarlo -replicó él-. La culpa es de Hitler -añadió, en una repentina demostración de ingenio. Era bastante joven.

– ¿Dónde está su superior? -preguntó Margaret. El empleado pareció ofenderse.

– Yo soy el responsable hasta las seis.

Margaret paseó la vista a su alrededor.

– Tendré que sentarme en el salón hasta las seis.

– !No puede hacer eso! -exclamó el portero, como atemorizado-. ¿Una joven sola, sin equipaje, pasando la noche en el salón? Mi empleo peligrará.

– No soy una joven -dijo Margaret, irritada-. Soy lady Margaret Oxenford.

Detestaba utilizar su título, pero se trataba de una situación desesperada.

Sin embargo, no sirvió de nada. El portero le dirigió una mirada severa e insolente.

– ¿De veras? -preguntó.

Margaret estaba a punto de cubrirle de improperios cuando vio su reflejo en el cristal de la puerta, dándose cuenta de que tenía un ojo morado. De propina, tenía las manos sucias y el vestido roto. Recordó que se había golpeado con el buzón y sentado en el suelo del tren. No era de extrañar que el portero le negara la habitación. Desesperada, protestó:

– ¡No puede echarme a la calle en medio del apagón!

– No puedo hacer otra cosa -respondió el portero.

Margaret se preguntó cuál sería la reacción del hombre si se sentaba sin acceder a moverse. De hecho, es lo que tenía ganas de hacer: le dolían todos los huesos y estaba extenuada. Sin embargo, había pasado tantas vicisitudes que no le quedaban fuerzas para un enfrentamiento. Además, era tarde y estaban solos. Era imposible saber qué haría el hombre si le daba una excusa para ponerle las manos encima.

Dio media vuelta con cansados movimientos y salió a la noche, desalentada y amargada.

Apenas se había alejado unos pasos del hotel cuando deseó haber ofrecido mayor resistencia. ¿Por qué sus intenciones siempre eran más firmes que sus acciones? Ahora que se había rendido, se sentía lo bastante airada como para desafiar al portero. Estuvo a punto de regresar sobre sus pasos, pero continuó andando: le pareció lo más sencillo.

No tenía a dónde ir. No sería capaz de encontrar el edificio de Catherine; no había logrado localizar la casa de tía Martha; no podía confiar en los demás parientes e iba demasiado sucia para conseguir una habitación de hotel.

Tendría que vagar hasta que se hiciera de día. Hacía buen tiempo; no llovía y el aire de la noche era apenas un poco fresco. Si continuaba moviéndose ni siquiera sentiría frío. Veía bien por donde iba. Había muchos semáforos en el West End, y pasaba un coche cada uno o dos minutos. Oía música procedente de los clubs nocturnos y de vez en cuando veía a gente de su clase que llegaba a casa tras una fiesta nocturna en sus coches conducidos por chóferes, las mujeres ataviadas con espléndidos vestidos y los hombres con frac. Observó con curiosidad en otra calle a tres mujeres solitarias, una de pie ante una puerta, otra apoyada en una farola y otra sentada sobre un coche. Todas fumaban y, en apariencia, esperaban a alguien. Se preguntó si serían lo que mamá llamaba Mujeres Perdidas.

Empezaba a sentirse cansada. Todavía llevaba los zapatos de estar por casa con los que se había marchado. Obedeciendo a un impulso, se sentó en el escalón de una puerta, se quitó los zapatos y frotó sus doloridos pies.

Levantó la vista y divisó la vaga silueta de los edificios que se alzaban en la acera opuesta. ¿Se hacía de día por fin? Quizá encontraría un café que abriera temprano. Desayunaría y esperaría a que abrieran las oficinas de reclutamiento. No había comido casi nada desde hacía dos días, y se le hizo la boca agua de pensar en tocino y huevos fritos.

De pronto, un rostro blanco osciló frente a ella. Lanzó un débil grito de miedo. El rostro se acercó y vio a un hombre joven vestido de etiqueta.

– Hola, preciosa -saludó.

Margaret se puso de pie a toda prisa. Odiaba a los borrachos; carecían de toda dignidad.

– Váyase, por favor -dijo. Intentó hablar con firmeza, pero su voz tembló.

El hombre se aproximó más con paso inseguro.

– Pues dame un beso.

– ¡Por supuesto que no! -exclamó ella, horrorizada.

Dio un paso atrás, tropezó y dejó caer sus zapatos. La pérdida de sus zapatos la hizo sentirse muy vulnerable. Se giró en redondo y se agachó para recogerlos. El hombre emitió una risita obscena y, ante el horror de la joven, deslizó su mano entre los muslos de Margaret, manoseándola con penosa torpeza. Ella se incorporó al instante, sin encontrar los zapatos, y se apartó de él.

– ¡Aléjese de mí! -chilló, mirándole a la cara.

– Estupendo, adelante -dijo el hombre, volviendo a reír-, me gusta un poco de resistencia.

El hombre la agarró por los hombros con sorprendente agilidad y la atrajo hacia él. Le arrojó a la cara su nauseabundo aliento alcohólico y la besó en la boca sin más preámbulos.

Era atrozmente desagradable, y Margaret pensó que iba a desmayarse, pero la abrazaba con tal fuerza que apenas podía respirar, ni mucho menos protestar. La joven se debatió sin el menor resultado, mientras él babeaba sobre ella. Después, quitó una mano de su hombro y le aferró un pecho. Se lo estrujó con brutalidad, hasta que Margaret jadeó de dolor. Sin embargo, gracias a que tenía un hombro libre, pudo soltarse a medias de él y empezar a chillar.

Lanzó un sonoro y prolongado chillido.

– Muy bien, muy bien, no te lo tomes así, no quería hacerte daño -le oyó vagamente decir, con voz preocupada, pero estaba demasiado asustada para atender a razones y continuó gritando. De la oscuridad surgieron rostros: un transeúnte vestido de obrero, una Mujer Perdida con cigarrillo y bolso, y una cabeza asomada a una ventana de la casa que se alzaba detrás de ellos. El borracho desapareció en la noche. Margaret dejó de gritar y se puso a llorar. Después, oyó el sonido de unas botas que corrían y distinguió el estrecho haz de una linterna camuflada y el casco de un policía.

El policía dirigió la luz hacia el rostro de Margaret.

– No es una de las nuestras, Steve -murmuró una mujer.

– ¿Cómo te llamas, muchacha? -preguntó el policía llamado Steve.

– Margaret Oxenford.

– Un pisaverde la confundió con una puta, eso es todo -dijo el hombre vestido de obrero.

Satisfecho, se marchó.

– ¿Quiere decir lady Margaret Oxenford? -preguntó el policía.

Margaret sorbió el aire y asintió con aspecto compungido.

– Ya te he dicho que no era de las nuestras -insistió la mujer. Dio una bocanada a su cigarrillo, lo tiró al suelo, lo pisó y se marchó.

– Venga conmigo, señorita, ya ha pasado todo -dijo el policía.

Margaret se secó la cara con la manga. El policía le ofreció el brazo. Ella lo cogió. El hombre iluminó el suelo con la linterna y empezaron a andar.

– Qué hombre tan horrible -dijo al cabo de un momento Margaret, estremeciéndose.

El policía no se mostró muy comprensivo.

– No se le puede culpar -dijo alegremente-. Esta es la calle de Londres que goza de peor reputación. Lo normal es creer que una chica sola a estas horas es una Dama de la Noche.

Margaret supuso que tenía razón, aunque lo consideró muy injusto.

El familiar farol azul de una comisarla de policía apareció a la luz del alba.

– Tómese una buena taza de té y se sentirá mejor -dijo el policía.

Entraron. Había un mostrador frente a ellos, con dos policías detrás. Uno era corpulento y de edad madura, mientras que el otro era joven y delgado. A cada lado del vestíbulo había un sencillo banco de madera apoyado contra la pared. Sólo había una persona en el vestíbulo, una mujer pálida, el pelo recogido con un chal y calzada con zapatillas, que estaba sentada en un banco y esperaba con resignada paciencia.

El rescatador de Margaret le indicó que tomara asiento en el banco opuesto.

– Siéntese un momento.

Margaret obedeció. El policía se acercó al mostrador y habló con el hombre de mayor edad.