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Harry meneó la cabeza.

– No me parece una gran idea. Sólo conseguirás que te maten.

Cogió el revólver, lo devolvió a su sitio y cerró el cajón.

Se oyó un potente ruido. Harry y Percy miraron por la ventana y vieron que un hidroavión volaba en círculos alrededor del clipper. ¿Quién coño era? Al cabo de un momento, empezó a descender. Se posó sobre el agua, cabalgando sobre una ola, y se acercó al clipper.

– Y ahora, ¿qué? -dijo Harry. Se volvió. Percy había desaparecido. El cajón estaba abierto.

– Mierda -masculló Harry.

Atravesó la puerta de atrás. Dejó atrás las bodegas, pasó bajo la cúpula del navegante, cruzó un compartimento de techo bajo y se asomó a una segunda puerta.

Percy reptaba por un pasadizo que se hacía más bajo y angosto a medida que se aproximaba a la cola. La estructura del avión estaba al desnudo. Se veían puntales y remaches, y una serie de cables corrían por el suelo. Se trataba de un hueco superfluo situado sobre la mitad posterior de la cubierta de pasajeros. Se veía luz al final, y Percy se coló por un agujero cuadrado. Harry recordó haberse fijado en una escalerilla sujeta a la pared, junto al lavabo de señoras, con una trampilla encima.

Ya no podía detener a Percy. Era demasiado tarde.

Margaret le había dicho que todos los miembros de la familia sabían disparar, pero el chico desconocía todo acerca de los gángsteres. Si se interponía en su camino le matarían como a un perro. Harry apreciaba al muchacho, pero estaba más preocupado por Margaret. Harry no quería que presenciara la muerte de su hermano. ¿Qué mierda podía hacer?

Volvió a la cubierta de vuelo y miró por la ventana. El hidroavión estaba amarrando a la lancha. O los tripulantes del hidroavión subirían a bordo del clipper, o viceversa. En cualquier caso, alguien no tardaría en pasar por la cabina de vuelo. Harry debía desaparecer por unos momentos. Se refugió la puerta trasera, dejando un resquicio para observar qué pasaba.

Alguien subió desde la cubierta de pasajeros y se dirigió al compartimiento de proa. Pocos minutos después, dos o tres personas regresaron por el mismo camino. Harry oyó que bajaban por la escalera, y luego salió.

¿Traían ayuda, o refuerzos para los gángsteres?

Subió por la escalera. Al llegar arriba vaciló. Decidió arriesgarse y avanzar un poco más.

Llegó a la curva de la escalera, desde la que pudo ver la cocina. Estaba desierta. ¿Qué haría ahora si el marinero de la lancha decidía subir a bordo del clipper? Le oiré llegar, pensó Harry, y me deslizaré al lavabo de caballeros. Siguió bajando paso a paso, deteniéndose y escuchando en cada peldaño. Cuando llegó al último oyó una voz. Era la de Tom Luther, de acento norteamericano culto con un leve matiz europeo.

– Los dioses están de mi parte, Lovesey -estaba diciendo-. Ha llegado en un hidroavión justo cuando necesitábamos uno. Usted nos conducirá a mí, al señor Vincini y a nuestros socios por sobre el guardacostas de la Marina que el traidor Eddie Deakin llamó para que nos tendiera una trampa.

Ya tenía respuesta a la pregunta. El hidroavión permitiría que Luther se escapara con Hartmann.

Harry bajó por la escalera. La idea del pobre Hartmann en manos de los nazis era sobrecogedora, pero Harry no iba a hacer nada por impedirlo. No era un héroe. Sin embargo, el joven Percy Oxenford cometería una estupidez de un momento a otro. Harry no podía quedarse al margen y permitir que el hermano de Margaret resultara muerto. Debía anticiparse y realizar alguna maniobra de diversión y frustrar los propósitos de los gángsteres, por el bien de Margaret.

Concibió una idea al ver una cuerda atada a un puntal en el compartimento de proa.

De pronto, se le ocurrió la forma de llevar a cabo la maniobra de diversión, y tal vez desembarazarse de un gángster al mismo tiempo.

En primer lugar, debía desatar las cuerdas y dejar la lancha a la deriva.

Pasó por la escotilla y bajó por la escalera.

Su corazón latía a toda velocidad. Estaba asustado.

No pensó en lo que diría si alguien le sorprendía. Improvisaría algo, como siempre.

Cruzó el compartimento. Tal como imaginaba, la cuerda partía de la lancha.

Alcanzó el puntal, desató el nudo y dejó caer la cuerda al suelo.

Miró afuera y vio que una segunda cuerda unía la proa de la lancha con el morro del clipper. Mierda. Tendría que salir a la plataforma para llegar a ella, y eso significaba que podían verle.

Pero ya había pasado el momento de dar marcha atrás. Y debía darse prisa. Percy se iba a meter en la guarida del león, como Daniel.

Salió a la plataforma. La cuerda estaba atada a un cabrestante que sobresalía del morro del aparato. La soltó a toda prisa.

Oyó un grito procedente de la lancha.

– Oiga, ¿qué está haciendo?

No levantó la vista. Confiaba en que el tipo estuviera desarmado.

Desanudó la cuerda del cabrestante y la tiró al mar.

– ¡Oiga, usted!

Se volvió. El patrón de la lancha gritaba desde cubierta. No iba armado, gracias a Dios. El hombre asió su extremo de la cuerda y tiró. La cuerda surgió del compartimento de proa y cayó al agua.

El patrón se introdujo en la timonera y encendió el motor.

El siguiente paso era más peligroso.

Los gángsteres sólo tardarían unos segundos en observar que su lancha iba a la deriva, lo cual provocaría estupor y alarma. Uno de ellos saldría a investigar para amarrar la lancha de nuevo. Y entonces…

Harry estaba demasiado asustado para pensar en lo que haría entonces.

Subió a toda prisa por la escalerilla, atravesó la cubierta de vuelo y se ocultó en las bodegas.

Sabía que era mortalmente peligroso jugar con gángsteres de esta manera, y notó un sudor frío al pensar en lo que le harían si llegaban a cogerle.

Durante un largo minuto no ocurrió nada. Venga, pensó, daos prisa y mirad por la ventana. Vuestra lancha navega a la deriva… Tenéis que daros cuenta antes de que pierda el valor.

Por fin, volvió a oír pasos, pasos pesados, apresurados, que subían por la escalerilla y atravesaban la cabina de vuelo. Para su decepción, daba la impresión de que eran dos hombres. No había calculado que debería enfrentarse a dos.

Cuando juzgó que habían entrado en el compartimento de proa, asomó la cabeza. No se veía a nadie. Atravesó la cabina y miró por la escotilla. Dos hombres armados con pistolas miraban al exterior desde la puerta de proa. Aunque no hubieran llevado pistolas, Harry habría adivinado que eran delincuentes por sus ropas llamativas. Uno era un tipejo feo de aspecto desagradable; el otro era muy joven, de unos dieciocho años.

Quizá debería esconderme otra vez, pensó.

El patrón se hallaba maniobrando la lancha, y el hidroavión continuaba amarrado al costado. Los dos gángsters deberían amarrar de nuevo la lancha al clipper, y no podrían hacerlo empuñando sus armas. Harry esperó ese momento.

El patrón gritó algo que Harry no entendió. Pocos momentos después, los gángsters guardaron las pistolas en los bolsillos y salieron a la plataforma.

Harry, con el corazón en un puño, bajó por la escalerilla y entró en el compartimento de proa.

Los hombres intentaban atrapar una cuerda que el patrón les lanzaba, completamente distraídos, y al principio no le vieron.

Se dirigió de puntillas al otro extremo del compartimento.

Cuando se encontraba a medio camino, el joven asió la cuerda. El pequeñajo se volvió un poco… y vio a Harry. Hundió la mano en el bolsillo y sacó la pistola justo cuando Harry se precipitaba contra él.

Harry se sintió seguro de que iba a morir. Desesperado, sin pensarlo dos veces, se agachó, asió al hombre por el tobillo y lo levantó.

El hombrecillo se tambaleó, a punto de caer, soltó la pistola y se agarró a su compañero para no perder el equilibrio.

El joven trastabilló y soltó la cuerda. Los dos oscilaron por un instante. Harry aún sujetaba el tobillo de Joe, y tiró de él.

Los dos hombres cayeron de la plataforma al revuelto mar. Harry lanzó un alarido de triunfo.

Se hundieron bajo las olas, emergieron y se debatieron en el oleaje. Harry adivinó que ninguno de los dos sabía nadar.

No esperó a ver cuál era su suerte. Debía saber lo que había ocurrido en la cubierta de pasajeros. Atravesó corriendo el compartimento de proa, subió por la escalerilla, desembocó en la cabina de vuelo y se dirigió de puntillas hacia la escalera.

Se detuvo al pie para escuchar.

Margaret podía oír los latidos de su corazón.

Resonaban en sus oídos como timbales, rítmicos e insistentes, con tal potencia que le parecía imposible que los demás pasajeros no los oyeran.

Estaba más asustada que en ningún otro momento de su vida, y avergonzada de ello.

La había asustado el amaraje de emergencia, la súbita aparición de las pistolas, la desconcertante forma con que personajes como Frankie Gordino, el señor Luther y el mecánico intercambiaban sus papeles, y la brutalidad indiferente de aquellos estúpidos matones, vestidos con sus espantosos trajes, y, sobre todo, porque el silencioso señor Membury yacía muerto en el suelo.

Estaba demasiado asustada para moverse, y esto también la avergonzaba.

Había hablado durante años de que quería luchar contra el fascismo, y ahora se había presentado su oportunidad. Delante de sus propias narices, un fascista estaba secuestrando a Carl Hartmann para devolverle a Alemania. Pero no podía hacer nada porque el terror la paralizaba.

En cualquier caso, tal vez no podía hacer nada; tal vez sólo lograría que la matasen. Pero debía intentarlo, y siempre había dicho que arriesgaría su vida por la causa y por la memoria de Ian.

Comprendió que su padre no se había equivocado al mofarse de sus pretensiones de valentía. Su heroísmo sólo residía en la imaginación. Su sueño de servir como correo motorizado en el campo de batalla era pura fantasía. Al oír el primer disparo se escondería debajo de un seto. En medio de un peligro real, no servía para nada. Se quedó sentada, absolutamente inmóvil, mientras el corazón aporreaba sus oídos.

No había pronunciado una palabra desde que el clipper se había posado sobre las aguas, los pistoleros subieron a bordo, y Nancy y el señor Lovesey llegaron en el hidroavión. No dijo nada cuando el llamado Kid vio que la lancha se alejaba, y el que se llamaba Vincini envió a Kid y a Joe a recuperarla.