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Pero lanzó un chillido cuando vio que Kid y Joe se estaban ahogando.

Tenía la vista clavada en la ventana, sin ver otra cosa que olas, cuando los dos hombres aparecieron ante sus ojos. Kid intentaba mantenerse a flote, pero Joe se aferraba a la espalda de su amigo, empujándole hacia abajo mientras trataba de salvarse. Era una escena horrible.

Cuando gritó, el señor Luther corrió hacia la ventana. -¡Han caído al agua! -gritó como un histérico.

– ¿Quién? -preguntó Vincini-. ¿Kid y Joe?

– Sí.

El patrón de la lancha arrojó una cuerda, pero los hombres que se ahogaban no la vieron. Joe manoteaba como un poseso, presa del pánico, sumergiendo a Kid.

– ¡Haga algo! -dijo Luther, también muy asustado.

– ¿Qué? -preguntó Vincini-. No podemos hacer nada. ¡Esos bastardos chiflados ni siquiera saben cómo salvarse!

Los dos hombres se hallaban cerca del hidroestabilizador. Si hubieran mantenido la calma, habrían trepado a él, pero ni tan siquiera lo vieron.

La cabeza de Kid se hundió y no volvió a salir.

Joe perdió contacto con Kid y tragó una bocanada de agua. Margaret oyó un chillido ronco, amortiguado por las paredes a prueba de ruidos del clipper. La cabeza de Joe se hundió, emergió y desapareció por última vez.

Margaret se estremeció. Los dos habían muerto.

– ¿Cómo ha ocurrido esto? -preguntó Luther-. ¿Cómo han caído?

– Quizá les empujaron -insinuó Vincini.

– ¿Quién?

– Quizá haya alguien más en este jodido avión. ¡Harry!, pensó Margaret.

¿Era posible? ¿Seguiría Harry a bordo? ¿Se habría escondido en algún sitio, mientras la policía le buscaba, y salido tras el amaraje de emergencia? ¿Habría empujado Harry a dos gángsteres?

Después, pensó en su hermano. Percy había desaparecido después de que la lancha amarrara junto al clipper. Margaret había imaginado que estaría en el lavabo de caballeros y habría preferido quedarse donde no le vieran. Pero no era típico de él. Siempre se metía en líos. Sabía que había descubierto una manera extraoficial de subir al puente de vuelo. ¿Qué estaría planeando?

– ¡El plan se está yendo al carajo! -exclamó Luther-. ¿Qué vamos a hacer?

– Nos iremos en la barca, tal como habíamos planeado: usted, yo, el devorador de salchichas y el dinero -contestó Vincini-. Si alguien se entromete, métale una bala en el estómago. Tranquilícese y vámonos.

Margaret tenía el funesto presentimiento de que se toparían con Percy en la escalera, y sería él quien recibiría un tiro en el estómago.

Entonces, justo cuando los tres hombres salían del comedor, oyó la voz de Percy, procedente de la parte posterior del avión.

– ¡Quietos ahí! -gritó a pleno pulmón.

Margaret, asombrada, vio que empuñaba una pistola… y apuntaba directamente a Vincini.

Era un revólver de cañón corto, y Margaret adivinó al instante que debía ser el Colt confiscado al agente del FBI. Percy lo sostenía frente a él, con el brazo recto, como si estuviera apuntando a un blanco.

Vincini se volvió poco a poco.

Margaret se sentía orgullosa de Percy, aunque al mismo tiempo temía por su vida.

El comedor se encontraba abarrotado. Detrás de Vincini, muy cerca de donde Margaret estaba sentada, Luther apoyaba su pistola en la cabeza de Hartmann. Nancy, Mervyn y Diana Lovesey, el mecánico y el capitán se hallaban de pie al otro lado del compartimento. Y la mayoría de los asientos estaban ocupados.

Vincini contempló a Percy durante un largo momento.

– Lárgate de aquí, chaval -dijo por fin.

– Tire el arma -replicó Percy, con su voz aflautada de adolescente.

Vincini reaccionó con sorprendente celeridad. Se agachó a un lado y levantó la pistola. Se produjo un disparo. La detonación ensordeció a Margaret. Oyó un chillido lejano y comprendió que se trataba de su propia voz. Ignoraba quién había disparado a quién. Percy aparentaba estar ileso. Después, Vincini se tambaleó y cayó; un chorro de sangre brotaba de su pecho. Dejó caer la maleta y ésta se abrió, esparciendo su contenido. La sangre manchó los fajos de billetes.

Percy tiró la pistola y miró, horrorizado, al hombre que había matado. Parecía al borde de las lágrimas.

Todo el mundo miró a Luther, el último de la banda, y la única persona que todavía empuñaba un arma.

Carl Hartmann se liberó de la presa de Luther con un repentino movimiento y se arrojó al suelo. La idea de que Hartmann resultara asesinado aterró a Margaret; luego pensó que Luther mataría a Percy, pero lo que en realidad ocurrió la pilló totalmente desprevenida.

Luther se apoderó de ella.

La sacó del asiento y la sostuvo frente a él, apoyando la pistola en su sien, tal como había hecho antes con Hartmann. Todo el mundo permaneció inmóvil.

Margaret estaba demasiado aterrorizada para hablar, incluso para gritar. El cañón de la pistola se hundía dolorosamente en su sien. Luther estaba temblando, tan asustado como ella.

– Hartmann, vaya hacia la puerta de proa. Suba a la lancha. Haga lo que le digo o mataré a la chica.

De pronto, Margaret notó que una terrorífica calma descendía sobre ella. Comprendió, con espantosa claridad, la astucia de Luther. Si se hubiera limitado a apuntar a Hartmann, éste habría dicho: «Máteme. Prefiero morir que regresar a Alemania». Pero ahora, su vida estaba en juego. Hartmann podía estar dispuesto a sacrificar su vida, pero no la de una joven.

Hartmann se levantó lentamente.

Todo dependía de ella, comprendió Margaret con lógica fría e implacable. Podía salvar a Hartmann sacrificando su vida. No es justo, pensó, no esperaba esto, no estoy preparada, no puedo hacerlo.

Miró a su padre. Parecía horrorizado.

En aquel horrible momento recordó cómo se había burlado de ella, diciendo que era demasiado blanda para combatir, que no duraría ni un día en el STA.

¿Tenía razón?

Lo único que debía hacer era moverse. Tal vez Luther la matara, pero los demás hombres saltarían sobre él al instante, y Hartmann conseguiría salvarse.

El tiempo transcurría con tanta lentitud como en una pesadilla.

Puedo hacerlo, penso con absoluta frialdad.

Respiró hondo y pensó: «Adiós a todos».

De pronto, oyó la voz de Harry detrás de ella.

– Señor Luther, creo que su submarino acaba de llegar. Todo el mundo miró por las ventanas.

Margaret notó que la presión del cañón sobre su sien cedía una fracción de milímetro, y reparó en que Luther se distraía un momento.

Agachó la cabeza y se liberó de su presa.

Oyó un disparo, pero no sintió nada.

Todo el mundo se movió al mismo tiempo.

Eddie, el mecánico, pasó junto a ella y cayó como un árbol sobre Luther.

Margaret vio que Harry le arrebataba la pistola a Luther.

Luther se derrumbó sobre el suelo, bajo el peso de Eddie y Harry.

Margaret comprendió que aún vivía.

De repente, se sintió débil como un bebé, y se desplomó en el asiento.

Percy se lanzó hacia ella. Se abrazaron. El tiempo se había detenido.

– ¿Estás bien? -se oyó preguntar.

– Creo que sí -contestó Percy, tembloroso.

– ¡Eres muy valiente!

– ¡Y tú también!

Sí, lo he sido, pensó. He sido valiente.

Todos los pasajeros se pusieron a gritar a la vez, hasta que el capitán Baker intervino.

– ¡Cállense todos, por favor!

Margaret miró a su alrededor.

Luther seguía caído en el suelo, sujeto por Eddie y Harry. El peligro procedente del interior del aparato ya no existía. Miró afuera. El submarino flotaba en el agua como un gran tiburón gris, y sus mojados flancos de acero centelleaban a la luz del sol.

– Hay un guardacostas de la Marina en las cercanías -explicó el capitán Baker- y vamos a informarles por radio ahora mismo de la presencia del submarino. -La tripulación había entrado en el comedor desde el compartimento número 1. El capitán se dirigió al radiotelegrafista-. Ponte en contacto, Ben.

– Sí, señor, pero tenga en cuenta que el submarino puede captar nuestro mensaje y darse a la fuga.

– Tanto mejor -gruñó el capitán-. Nuestros pasajeros ya han corrido suficientes peligros.

El radiotelegrafista subió a la cubierta de vuelo.

Todo el mundo miraba al submarino, cuya escotilla seguía cerrada. Su comandante se mantenía a la espera de los acontecimientos.

– Falta un gángster por capturar -continuó Baker-, y me gustaría echarle el guante. Es el patrón de la lancha. Eddie, ve a la puerta de proa y hazle subir a bordo. Dile que Vincini le reclama.

Eddie se levantó y salió.

– Jack, coge todas estas jodidas pistolas y quítales la munición -dijo el capitán al navegante. Después, al darse cuenta de que había soltado un taco, se disculpó-. Señoras, les ruego que perdonen mi lenguaje.

Habían oído tantas palabrotas en boca de los gángsters que Margaret no pudo por menos que reír de su ingenuidad, y los demás pasajeros la secundaron. El capitán manifestó estupor al principio, pero luego comprendió el motivo de sus carcajadas y sonrió.

Las risas hicieron comprender a todos que el peligro había pasado, y algunos pasajeros empezaron a tranquilizarse. Margaret aún se sentía rara, y temblaba como si la temperatura fuera extremadamente fría.

El capitán empujó a Luther con la punta del zapato y habló a otro tripulante.

– Johnny, encierra a este tipo en el compartimento número uno y no le pierdas de vista.

Harry soltó a Luther y el tripulante se lo llevó. Harry y Margaret se miraron.

Ella había imaginado que Harry la había abandonado. Había pensado que nunca volvería a verle. Había abrigado la certidumbre de que iba a morir. De repente, se le antojaba insoportablemente maravilloso que ambos estuvieran vivos y juntos. Harry se sentó a su lado y ella le echó los brazos al cuello. Se unieron en un estrecho abrazo.

– Mira afuera -murmuró Harry en su oído al cabo de un rato.