Выбрать главу

– Estoy buscando a la duquesa de Gavini -respondió con rapidez-. Se suponía que debíamos encontramos aquí, pero llego tarde. ¿Sabes dónde podría encontrarla?

El hombre sonrió.

– No te preocupes, ella te encontrará.

– Ah. Bueno, pero…

– A tu lado hay un banco de madera. ¿Por qué no te sientas y esperas un poco?

Sara miró el banco y dijo:

– No puedo. Como te decía, ya llego tarde a la cita y…

– Siéntate.

Sara obedeció. Tal vez, por su irresistible tono de voz; o tal vez, porque estaba agotada y no tenía fuerzas para discutir. Pero se limitó a sentarse en el borde, con incomodidad.

El hombre se acercó a ella y vaciló levemente durante un segundo, como si tuviera alguna herida. Sin embargo, se mostró perfectamente seguro cuando se sentó a su lado, con los brazos cruzados.

– Y dime, ¿por qué estás buscando a la duquesa?

Sara miró la mansión, miró al desconocido, y llegó a la conclusión de que también él pertenecía a la nobleza.

– Me pidió que viniera para valorar la situación del príncipe. Por lo visto, tuvo algún tipo de accidente que le ha afectado la vista. Y ella cree que le iría bien una terapia.

– Una terapia -repitió él, con sequedad-. Hay que ver qué considerada es la duquesa.

Sara frunció el ceño y se preguntó si había hecho bien al contarle la razón de su presencia. Además, su actitud la estaba incomodando; aunque la visera de la gorra impedía que pudiera ver sus ojos, estaba segura de que le estaba mirando las piernas.

Nerviosa, se bajó un poco la falda. Sus piernas siempre le habían parecido la mejor parte de su cuerpo, pero en aquel momento no le apetecía que la devoraran con los ojos.

– Las terapias pueden ser útiles. Cuando alguien sufre un accidente de ese tipo, pueden ayudar a conseguir que la víctima se recupere y retome el control de su vida -declaró ella, a la defensiva-. Además, creo que el príncipe es muy joven.

El hombre sonrió.

– ¿Cuántos años crees que tiene?

Ella parpadeó, sorprendida.

– No lo sé. Por la forma en la que me habló la duquesa, yo- diría que tiene once o doce años.

El desconocido rió, y su reacción la molestó tanto que Sara se levantó y dijo:

– Será mejor que vaya a buscarla.

– No te molestes. Estará aquí enseguida.

Sara se volvió a sentar y decidió no insistir. Pero unos segundos más tarde, y tras un incómodo silencio, decidió entablar algo parecido a una conversación.

– Hace un día muy bonito y cálido -dijo ella.

Él asintió.

– Suele ser normal a finales del verano – comentó con ironía.

La actitud de aquel individuo comenzaba a desesperarla. No sabía quién era. No sabía si era otro visitante como ella o si se trataba de algún trabajador de la mansión, tal vez el tutor del príncipe. Pero fuera quien fuera, su forma de comportarse y su enorme atractivo se habían confabulado para robarle todo su habitual aplomo.

Intentó convencerse de que su reacción no tenía nada de particular: al fin y al cabo, hacía tiempo que no mantenía ninguna relación con un hombre. Pero un segundo después recordó el día en que el hombre del que se había creído enamorada, Ralph Joiner, desapareció de su vida y se marchó a Colorado.

En aquel momento le había parecido la mayor decepción de su existencia. Sin embargo, ahora ya ni siquiera recordaba cuánto tiempo había transcurrido desde entonces. Tal vez, dos años. Dos años y sólo le quedaba una vaga sensación de tristeza y la seguridad de que nunca encontraría a su príncipe azul; aunque era atractiva y esbelta, de ojos azules y cabello rubio y rizado, no se consideraba especialmente bella.

En ese preciso instante apareció un hombre, mayor que el desconocido, que se dirigió a ellos.

– Oh, lo siento, no pretendía interrumpiros. Será mejor que os deje a solas y no os moleste.

– Tú nunca molestas.

A pesar del comentario, el recién llegado desapareció en el interior de la mansión. Sólo entonces, Sara preguntó:

– ¿Quién era? -El duque.

– Oh… En ese caso, tal vez sepa dónde está la duquesa.

– Créeme, no lo sabe. -Pero si es su marido…

– Nunca sabe dónde está. Ni quiere saberlo. -Comprendo -dijo ella, frunciendo el ceño.

La explicación no la había convencido en absoluto, y ya estaba dispuesta a levantarse y seguir al duque cuando apareció un tercer hombre, de poco más de treinta años, que llevaba pantalones blancos y sombrero.

– Ah, estás aquí… ¿Has visto al duque? Me prometió enseñarme un objeto etrusco que iba a recibir esta mañana.

– Acaba de entrar hace un momento -respondió, señalando hacia la puerta.

– Gracias…

El hombre del sombrero desapareció enseguida, pero no sin antes sonreír a Sara.

– ¿Y quién es él?

– El conde Boris, el hermano menor de la duquesa.

La situación comenzaba a resultarle tan absurda que Sara rió.

– ¿Qué te resulta tan divertido? -preguntó él.

– No lo sé. Supongo que todo este asunto de la nobleza. Hay algo divertido en ello.

– No me digas que eres antimonárquica…

– No, en absoluto. Respeto mucho a la familia real e incluso llegué a soñar, como todas las jovencitas, que algún día aparecería mi príncipe azul. Aunque debo añadir que ya no lo espero.

– ¿No hay ningún príncipe en tu vida? – preguntó él con suavidad.

– No, ninguno. Y supongo que no lo habrá. A fin de cuentas no soy precisamente una princesa.

La sonrisa de Sara desapareció. Comenzaba a sentirse incómoda otra vez, porque sabía que no debía mantener una conversación de ese tipo con un hombre tan atractivo.

Sin embargo, sentía curiosidad y decidió atreverse a preguntar lo que quería saber:

– ¿Tienes alguna relación con la familia real?

El hombre se echó ligeramente hacia atrás y ella se estremeció al contemplar su imponente pecho bajo el polo que llevaba.

– Sí, es una pena, pero la tengo.

– Entonces, supongo que conocerás al príncipe…

El sonrió y ella pensó que su sonrisa era maravillosa.

– Sí, lo conozco. Y yo diría que mejor que nadie -comentó, sin dejar de sonreír-. De hecho, soy yo.

Sara lo miró con incredulidad y pensó que le estaba gastando algún tipo de broma.

– ¿Cómo has dicho? ¿Qué quieres decir?

– Que yo soy el príncipe Damian. El principito que estás buscando.

– Pero no puede ser… Tú no estás ciego.

– ¿No? ¿Insinúas que me han estado mintiendo todo este tiempo? -preguntó con ironía-. Dímelo tú, ya que eres la experta.

– Oh, Dios mío…

– Sólo estaba bromeando -comentó él-. Efectivamente, no veo nada en absoluto.

Sara se ruborizó, se levantó y se volvió a sentar con innegable nerviosismo. No podía creer que, a pesar de ser una profesional en la materia, no hubiera notado que se encontraba ante un ciego. Pero acto seguido se intentó justificar: ella pensaba que el príncipe era un niño y naturalmente no lo había asociado con aquel hombre.

– Lo siento mucho, no pretendía…

– No lo sientas. Te aseguro que no me has ofendido.

– Sí, pero pensé que eras un niño, que…

– Olvídalo, tenemos cosas más importantes de las que hablar -dijo, mientras se quitaba la gorra-. En primer lugar, no necesito una terapia.

Sara no se sorprendió. Aunque la mayoría de sus pacientes reaccionaban de forma positiva, porque estaban deseando enfrentarse a su problema, algunos se resistían. Y en tales ocasiones, debía echar mano de su diplomacia y su tacto.

– Es posible que ahora estés convencido de lo que dices, pero cuando empieces con ella, descubrirás que puede ser muy útil. Además, tengo mucha experiencia con la gente con problemas de visión y…

– Llámalo ceguera, no te andes por las ramas -la interrumpió.