—Buena gente del lugar, se os saluda —exclamó con voz aguda, con la seguridad de una actriz consumada—, y se os da la bienvenida a esta reunión nocturna. ¡Acercaos, dejad a un lado las penas... y unios a nuestra fiesta!
Las otras tres niñas mayores se tomaron de las manos, y las cuatro entonaron a coro:
¡Sabemos bailar y sabemos cantar, y estos dones os traemos, con música y alegría, bromas y juegos, para desearos felicidad y este día festejar!
Fran, Cari y Lanz atacaron de nuevo la melodía, esta vez en forma de alegre y vibrante tonada. Sobre el escenario, las niñas empezaron a bailar. Las tablas resonaban y crujían de forma alarmante, pero nadie parecía advertirlo; detrás del tabique Constan tomó su violín y Val su organillo mientras los demás ocupaban sus puestos empujándose unos a otros, Índigo cogió su arpa —ya no tendría ocasión de terminar de afinarla ahora, pero no importaba; cualquier nota discordante quedaría ahogada en la alegre algarabía sonora general— y de repente la música de las flautas se vio incrementada, convirtiéndose en un torrente al tiempo que Constan conducía al resto de sus actores al escenario.
Esti, Honi y Armonía se unieron de inmediato a la danza, agitando las panderetas al tiempo que giraban y hacían revolotear sus faldas de vivos colores. Dos de sus hermanos se unieron también al baile, mientras que los músicos se alineaban detrás de los revoloteantes danzarines. Una exclamación surgió de entre la muchedumbre entonces, cuando Grimya, en el momento exacto, describió un amplio círculo alrededor del escenario y fue a detenerse ante Piedad; en ese momento la exclamación se trocó en aplauso al ver cómo la loba realizaba una muy buena imitación de una reverencia ante la niña y ambas empezaban a dar vueltas, como si bailaran juntas.
Desde el fondo del escenario, Índigo sonrió ante las cabriolas de su amiga y la reacción del público. La energía de la música y la excitación de estar de nuevo sobre las tablas estaban disipando los tristes pensamientos de la noche anterior, y a pesar de los problemas que afectaban Bruhome, el público parecía bien dispuesto a dejar de lado sus problemas y disfrutar del espectáculo.
La danza terminó bajo unos aplausos entusiastas, y mientras las más pequeñas marchaban corriendo, con Piedad saludando con la mano y lanzando desvergonzados besos, los mayores corrieron a disponer la escena para la representación de un solo acto que seguía a continuación. Constan, muy prudente, se había decidido por «La Dama y su Indiscreción», un melodrama cómico que permitía la sobreactuación y gran abundancia de insinuaciones y chistes salaces, Índigo no tenía ningún papel en la obra, y por lo tanto se retiró detrás de las bambalinas para controlar a las pequeñas y escuchar la marcha de la representación, que era coreada por grandes carcajadas por parte de los espectadores. Esti, que poseía un gran talento cómico natural, resultaba perfecta como la Dama del título, mientras que Constan como su cornudo esposo y Val y Lanz en los papeles de sus dos candidatos a pretendientes en constante disputa la acompañaban con entusiasmo. Se escucharon vítores y aplausos cuando hicieron su última reverencia; señal inequívoca de que el talento de la compañía de cómicos, junto con el vino y la cerveza que ahora circulaba ya libremente por la plaza, estaban obrando su propio y particular efecto sobre la gente.
Tras la obra vino un popurrí de canciones, seguido por la Danza del Boyero, y por último por más canciones, esta vez melodías populares que se animó a la concurrencia a corear, antes de un descanso de media hora para que los actores se recuperaran. Durante esta pausa, Índigo —fortalecida por un pastel cosechero bien picante y una jarra de cerveza— se unió a Esti y a Val para pasear por la atestada plaza y contemplar los adornos florales, líos aromas de la comida y la bebida se mezclaban con los olores más básicos de la naturaleza humana y el hedor de la brea de las llameantes antorchas; mientras estudiaba rostros y captaba fragmentos de conversaciones, Índigo detectó muy pocas señales de las preocupaciones que acosaban Bruhome. La gente charlaba sobre cuestiones mundanas: el clima, el último escándalo doméstico, los defectos de este nuevo aprendiz o del dueño de la taberna. Sólo en una o dos ocasiones se interpuso una nota amarga: las palabras «bosque siniestro» cuando una voz se destacó por un instante por encima del barullo general; otra voz, trastornada, diciendo: «tres más se han visto afectados desde esta mañana, según he oído»; una conversación susurrada, inaudible pero claramente apremiante entre dos mujeres cuyos rostros estaban crispados por el dolor, Índigo no sabía si sus compañeros eran conscientes del tenue hilo de inquietud que se iba extendiendo por la atmósfera, y se guardó muy bien de llamarles la atención sobre ello. Constan, con su conocimiento más profundo de la ciudad y de sus principales ciudadanos, averiguaría qué más había que saber cuando llegara el momento. Hasta entonces, pensó, lo mejor era olvidar aquella corriente oculta y concentrarse en los aspectos más alegres de la noche.
Terminado el descanso, empezó lo que Val denominó con gran pesar el auténtico trabajo duro de la noche. La segunda parte del espectáculo de la Compañía Cómica Brabazon consistía casi por completo en música y danza: llegado este momento, se suponía, el público estaría demasiado excitado, o demasiado bebido (o ambas cosas) para querer que se pusieran a prueba sus poderes de concentración en obras de teatro y poesías. Todo lo que deseaban era corear a grandes gritos las sencillas y viejas canciones que todo el mundo conocía, y —con un poco de estímulo por parte de los Brabazon— tomar parte en los números de danza finales.
Las manos de Índigo estaban doloridas de tanto pulsar las cuerdas del arpa; junto a ella Val se encorvaba sobre su organillo, los dedos se movían a toda velocidad mientras giraba la rueda de madera, mientras que el violín de Constan y el caramillo de Fran desarrollaban una rápida y compleja melodía por entre el retumbante fragor de fondo. Las muchachas habían saltado de la plataforma e invitaban a los hombres del público a formar pareja con ellas; los muchachos, imitándolas, se acercaron a un grupo de mujeres que reían entre ellas y les dedicaron sendas reverencias, extendiendo las manos. Cuando la desconfianza y la timidez se disiparon, y más y más personas empezaron a unirse al baile, Índigo dirigió una rápida mirada de soslayo en dirección a Constan y vio cómo la rápida y crispada mueca de preocupación del día anterior aparecía otra vez en su rostro. No estuvo allí mucho tiempo — estaba demasiado concentrado en su interpretación como para distraerse durante más de un breve instante— pero a la muchacha le resultó fácil adivinar su causa.
Por fin el último número tocó a su fin. Los Brabazon que bailaban dejaron a sus parejas con besos y despreocupadas promesas que no se mantendrían, y dieron una última vuelta al escenario, saludando al público. Los músicos, por su parte, dieron un paso al frente y flexionaron subrepticiamente sus cansados dedos al tiempo que sonreían y hacían reverencias. Mareada por la excitación, alegre y triste a la vez porque los festejos y la fiesta hubieran terminado por aquel día, Índigo siguió a los demás de regreso detrás de los bastidores; pero cuando sus ojos se posaron de nuevo en Constan observó que la inquietud regresaba a su rostro.
—¡Mi cuerpo y mi alma por una jarra de cerveza! —suplicó Val, y apenas dejó caer su organillo en el suelo agitó las manos para mitigar la tensión.