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Fran estaba visiblemente sorprendido. Los que estaban lo bastante cerca como para haberla oído los observaban con curiosidad, y para ocultar su contrariedad intentó no tomárselo en serio.

—Mira, Índigo, no te culpo por tener miedo, pero...

—Sí, tengo miedo. —Le cerró el paso—. Y estoy dispuesta a admitirlo, ¡lo cual me convierte en un ser menos idiota que tú! —Y antes de que él pudiera responder, dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas de regreso a las carretas.

Fran lanzó una maldición y, decidido a no dejarle decir la última palabra, hizo intención de ir tras ella, pero se detuvo de nuevo, sintiendo que se le revolvía el estómago cuando el agudo y fantasmal gemido se elevó de nuevo en la noche. Esta vez parecía que no era una sino cincuenta las voces que gemían en desolada armonía; la gente chilló temerosa, retrocediendo lejos de la orilla, y el gemido se apagó, se desvaneció hasta quedar tan sólo una única voz torturada. Durante un instante una única nota de profunda agonía resonó desde los distantes páramos; luego, también esta nota se apagó con un estremecimiento y se desvaneció.

No muy lejos, dos hombres se apretaron uno contra el otro y agacharon las cabezas en silenciosa y ferviente plegaria. Las miradas de Fran y Constan se encontraron, pero ninguno pudo hablar. Val y Esti estaban cogidos con fuerza de la mano, mudos. Por fin, Constan rompió el silencio.

—Regresad a las carretas. —Había una tranquila autoridad en su voz que ninguno de ellos se atrevió a desafiar—. Quizá ninguno de nosotros duerma esta noche, pero cerraremos las puertas a cal y canto para mantener a la noche fuera.

Esti y Val empezaron a alejarse y Fran los habría seguido, pero Constan lo contuvo.

—Fran. —Sus ojos lo miraron con fijeza, preocupados—. No me gusta ver peleas.

Fran enrojeció, furioso.

—¡Ella ha empezado! Hablándome como si no fuera más que un pobre palurdo de fiesta de pueblo...

—Quizá se ha pasado de la raya, pero pensó que tenía un buen motivo —repuso Constan con serenidad—. Sólo intentaba hacer lo mejor; y por lo que todos nosotros sabemos, puede que tenga razón. Haz las paces con ella, Fran, y no le guardes rencor.

Fran vaciló, luego asintió de mala gana.

—Sí, papá.

—Buen chico.

Constan volvió la cabeza por encima del hombro para contemplar el río que fluía tranquilo y lento. No podía explicarlo, pero tenía la fuerte convicción de que ya no se oirían más voces fantasmales: al menos, no esta noche. Pero en cuanto a mañana...

—Esto me ha acabado de decidir del todo —dijo en voz baja.

—¿Sobre lo de abandonar Bruhome?

—Sí. Una actuación más, y nos vamos.

Se produjo un largo silencio. Luego Fran dijo:

—Me alegro, papá. Ya sé que fui el único que se opuso, pero... —También él miró el río y contuvo un escalofrío—. Entre tú y yo, me alegro.

CAPÍTULO 4

A la mañana siguiente, el ambiente en el campamento del prado estaba muy apagado. La gente se saludaba con suspicacia y parecía ansiosa por evitar mirarse directamente a los ojos; desde luego nadie deseaba siquiera mencionar los acontecimientos de la noche anterior, aunque su recuerdo flotaba sobre el campamento como el humo.

En la ciudad de Bruhome, no obstante, la atmósfera era muy diferente. También sus habitantes habían oído los fantasmales ruidos que provenían de los páramos, pero al contrario que los forasteros no ocultaban su miedo. Cuando Índigo, Cari y Val llegaron al mercado matutino a comprar provisiones para la caravana lo encontraron atestado de gente que hablaba, hacía preguntas y especulaba. Parecía como si todos los hombres, mujeres y niños de Bruhome hubieran salido a las calles en busca de la confortación y la seguridad de la compañía de sus conciudadanos. O más bien, se corrigió pesarosa Índigo, al menos todos aquellos hombres, mujeres y niños que todavía no se habían visto afectados por la enfermedad. Se rumoreaba que otros nueve habían enfermado durante la noche; lo que había empezado como un fenómeno aislado amenazaba con convertirse en epidemia, y los acontecimientos de la noche daban una fea dimensión extra a los terrores de la población. Algunos decían —y el cuchicheo crecía, deslizándose por la ciudad— que aquel espantoso gemido eran las voces de las almas desencarnadas, que erraban perdidas por los páramos: las almas torturadas, quizá, de las desgraciadas criaturas que habían desaparecido de sus hogares desde que empezara la plaga.

Mientras escuchaba los rumores, las historias, los atemorizados cuchicheos, Índigo intentaba no pensar en el enfrentamiento que había tenido con Fran en la orilla del río. Tanto Constan como Fran —y tampoco Val ni Esti— habían vuelto a mencionar el incidente, pero su recuerdo aún despertaba cierta amargura en la mente de Índigo, y las habladurías que recorrían la ciudad no hacían nada por disminuirla. Su intención no había sido menospreciar a Fran; pero en aquel momento, con la advertencia de Grimya resonando en su cabeza y los ecos del espantoso gemido corrompiendo aún el aire, se había sentido asustada; y con buen motivo.

Algo horrible e impuro había llegado a Bruhome. Índigo creía conocer su esencia si no su forma, y estaba decidida a proteger a los Brabazon de aquello costara lo que costase. La imprudente bravata de Fran nada podía contra esta cosa, y la curiosidad era una trampa mortal. Tenían que seguir adelante. Tenían que dejarlas a ella y a Grimya allí y marchar de Bruhome antes de que se vieran envueltos en algo que no podrían comprender, y mucho menos controlar.

__—¿... crees? —La voz de Val irrumpió en su mente—. ¿Índigo?

Levantó los ojos desconcertada y comprendió que el joven le había hecho una pregunta, pero no lo había estado escuchando.

—¿Qué?

Val hizo una mueca.

—¿Dónde estabas? ¿En la luna?

—Lo siento. —Miró a su alrededor, a las ligeramente marchitas guirnaldas que adornaban paredes y toldos, y contuvo un estremecimiento—. Miraba las flores.

Val enarcó las cejas.

—Te he preguntado cuánta harina de avena crees que necesitaremos. ¿Un saco o dos? No sé cuánto tiempo se conserva.

Índigo hizo un esfuerzo por regresar a las cuestiones mundanas, pero su cerebro se negaba a responder.

—No... lo sé, Val. Lo mejor será preguntar a Cari.

El joven arrugó la frente.

—Eh, ¿qué te pasa? ¡Parece como si estuvieras en trance! —Su expresión se trocó en una

de alarma—, Índigo, ¿no estarás cogiendo la enfermedad?

—No —le aseguró—. No, Val.

Sabía de forma instintiva que la enfermedad de Bruhome no la afectaría. Hizo un nuevo esfuerzo, mayor esta vez, y su mente se aclaró y el mundo real regresó ante ella.

—Estoy bien.

—Uf, es la atmósfera de este lugar —Val indicó impotente a su alrededor—. Nos está afectando a todos, Índigo. Empiezo a pensar que papá tendría que olvidarse de la actuación de esta noche y marchar ahora. Sé que parece cruel, porque esta gente necesita que la animen; pero... Bueno, a veces uno tiene que anteponer el propio interés, ¿no crees? — Clavó la mirada en el rostro de ella, ansioso por obtener su aprobación, e Índigo asintió.

—Estoy de acuerdo contigo, Val. La verdad es que hablaría yo misma con tu padre sobre ello si pensara que serviría de algo.

—A lo mejor sí. Es más probable que papá te escuche a ti que a cualquier otro, con excepción quizá de Cari.