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Deseó que Grimya estuviera aquí. Necesitaba el apoyo de la loba, su consejo y su prosaica sensatez para que la ayudara a decidir qué era lo mejor que podía hacen Pero Grimya estaba en el campamento, había preferido jugar con las pequeñas en lugar de deambular por el mercado atestado; y además, Índigo no necesitaba preguntarle para saber lo que le diría. Grimya le diría lo que ya sabía: que debía despedirse de los Brabazon ahora, y asegurarse de que estaban a salvo y lejos de Bruhome antes de que ocurriera nada peor. Por muy dolorosa que resultara la despedida para las dos partes, debía hacerse. No había lugar para más excusas.

La bolsa volcada de Cari había quedado olvidada en la confesión, y seguía allí junto al banco, ahora vacío, Índigo se agachó para recoger lo que había caído y colocarlo de nuevo en su interior, luego se incorporó y miró a través del gentío en la dirección que Constan y los otros habían tomado. Una fría y siniestra premonición se agitó en su interior, como el despertar de algo inmundo. Luego levantó la bolsa, se pasó la correa por el hombro, y atravesó la plaza.

Durante todo el camino de regreso al prado, Índigo ensayó en silencio lo que diría a los Brabazon, cómo les comunicaría que no iba a irse con ellos cuando abandonaran Bruhome. Las palabras resultaban inadecuadas y estaban muy lejos de la auténtica verdad, pero eran las mejores que encontró y, fuera lo que fuese lo que ellos pensaran, tendrían que bastar.

Pero cuando avistó el campamento, se dio cuenta de inmediato de que alguna otra cosa no iba bien. Había esperado encontrarse con una gran actividad, carretas que se cargaban, los bueyes enjaezados, los ponis sujetos en hileras detrás del último carromato. En lugar de ello, vio a la familia —a aquellos miembros que no estaban en la carreta de las muchachas cuidando de Cari— reunida alrededor de la carreta principal. Se oían fuertes voces que discutían, y de repente Grimya se destacó del grupo. Había percibido la llegada de Índigo, y fue deprisa a su encuentro.

«¿Grimya?» Índigo se dirigió a la loba con su mente. «¿Qué sucede?»

«No estoy segura», respondió Grimya. «Algo le pasa a Cari, y se habló de abandonar la ciudad. No he comprendido todo lo que dijeron. Pero ahora parece que una de las carretas no puede moverse. Constan dice que el eje está roto. »

La siniestra premonición de Índigo se tornó de repente en algo mucho peor. Aceleró el paso en dirección a las carretas, y Grimya, al trote a su lado dijo:

«Indigo, ¿qué le ha sucedido a Cari? Pensaba que estabas con ella en el mercado, pero cuando no has regresado con los otros... »

«Sí estaba con ellos. Cari... ¿sabes Grimya?, tiene la enfermedad. La enfermedad del sueño que azota la ciudad. »

Su información transmitió mucho más que palabras, y Grimya percibió de inmediato la dolorosa autorrecriminación presente en el mensaje. Llena de lealtad, empezó a protestar, a replicar que Índigo no podía haber previsto aquel giro en los acontecimientos, pero antes de que pudiera transmitir más que algunas enérgicas palabras, Fran levantó la cabeza, las vio, y se acercó enseguida. Su rostro estaba descompuesto.

—La mala suerte nos acompaña, Índigo —le dijo sucintamente.

—¿Qué ha sucedido?

—El travesaño del eje se ha partido. Sólo la Madre sabe cómo ha podido suceder, pero no podemos movernos hasta que esté arreglado.

—¿Cuánto tiempo tardará?

—Es difícil de decir. Por suerte, hay un magnífico carretero en la ciudad. Siempre y cuando no haya caído enfermo o desaparecido podría...

—¡Fran!

Fran se interrumpió al llamarlo su padre desde el lugar donde estaba, agachado junto a la averiada carreta. Constan se puso en pie y se les acercó; sudaba, pero su rostro, bajo el bronceado, estaba pálido.

Saludó a Índigo con un rápido y seco gesto de cabeza y dijo:

—Se necesitará medio día de trabajo para arreglarlo. No pienso esperar tanto tiempo; no mientras mi Cari está ahí tendida como si estuviera muerta. —Se secó la frente con manos mugrientas; el día era caluroso y amenazaba con volverse opresivo—. Escucha, muchacho: quiero que cojas el mejor poni, y te adelantes a caballo. Hay una ciudad a unos cincuenta kilómetros al norte que es lo bastante grande como para tener su propio médico; ve en su busca y regresa aquí con él. Nos encontraremos por el camino.

—Muy bien, papá. —Fran parecía aliviado, agradecido por tener algo práctico y positivo que hacer—. Cogeré el semental; es obstinado pero es veloz y tiene aguante.

Hizo intención de dirigirse a toda prisa hacia la hilera de ponis, y de pronto Índigo dijo:

—Fran..., iré contigo.

La miró. Por un instante la muchacha vio brillar un destello de rencor, como si, recordando su enfrentamiento de la noche anterior, Fran pensara que ella quería dar a entender que el muchacho necesitaba protección, y rápidamente añadió:

—No hay nada que pueda hacer aquí, y quiero ayudar a Cari.

Constan replicó:

—Gracias, muchacha. ¡Gracias!

Y Fran cedió.

—De acuerdo. Vamos; no hay tiempo que perder.

Mientras corrían hacia los ponis, Índigo se preguntó si había tomado una decisión acertada. Había sido puro impulso, alimentado por un sentimiento intuitivo de que, ya que los Brabazon se veían obligados a permanecer en Bruhome, podrían estar más seguros si ella no estaba entre ellos. Era una convicción sin lógica, pero había aprendido por dura experiencia que a menudo el instinto era un guía más certero que la lógica; y además, cualquier ayuda que pudiera proporcionar ahora podría ser una pequeña recompensa por los problemas que había traído a aquella familia. Al diablo la piedra-imán y sus instrucciones,

pensó; el asunto que tenía que resolver en Bruhome podía esperar un poco.

Fran ensilló dos ponis mientras Índigo llenaba odres de agua y preparaba un pequeño paquete de raciones básicas. También dedicó un momento a recoger la potente ballesta de cortas saetas que había adquirido hacía varios años en Davakos, después de navegar en El Orgullo de Simhara desde Khimiz al continente occidental. Había aprendido a utilizar un arco a una temprana edad y era una tiradora excelente; su puntería junto con la pericia de Fran en la lucha con cuchillo y la presencia de Grimya les darían toda la protección que necesitasen durante el viaje.

Grimya aceptó su decisión de acompañar a Fran sin hacer preguntas ni comentarios. La loba se limitó a decir que prefería la actividad a la espera, e Índigo tuvo la sospecha de que, también ella, se sentiría mejor lejos de la caravana. También estuvo de acuerdo con la segunda intención de Índigo, que era hablar con Fran durante la marcha y explicarle de la mejor forma posible por qué regresaría a Bruhome en lugar de continuar con las carretas. Resultaría más fácil, pensaba ella, decir lo que tenía que decir a una persona sola primero en lugar de enfrentarse a las protestas e intentos de persuasión de toda la familia Brabazon. Fran, quizá más que ninguno de los otros, al menos podría intentar comprender sus razones y ayudarla a enfrentarse a los otros cuando llegara el momento.