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Se pusieron en marcha sin largas despedidas, y mientras los ponis abandonaban el prado Índigo volvió la cabeza para echar una última mirada al campamento. Vio a Constan y a tres de sus hijos agachados junto a la carreta averiada con Estil y Honi no muy lejos; estaban absortos y apenas si se dieron cuenta de la marcha de los jinetes. Tan sólo Esti levantó los ojos por un instante y los despidió con la mano antes de volver su atención a los otros, e Índigo se sintió invadida por la tristeza.

El prado se perdió a su espalda, y Fran tomó la carretera que los llevaría lejos de la ciudad, Índigo parpadeó para quitarse la humedad que se aferraba con tenacidad a sus pestañas; luego, decidida, dio la espalda al campamento y a sus amigos, y espoleó al poni para que emprendiera un rápido trote.

Durante casi una hora Índigo y Fran cabalgaron sin hablar. Fran mantenía un ritmo rápido, ya que quería recorrer tamo terreno como fuera posible mientras los ponis estuvieran descansados, y no había demasiada ocasión para conversar; sin embargo Índigo era consciente de la existencia de una tensión residual entre ambos que le indicaba que, si bien Fran podría haberle perdonado las duras palabras de la noche anterior, no por ello las había olvidado. Y la muchacha se daba perfecta cuenta de que la muralla que se había alzado entre ellos haría que resultara mucho más difícil lo que tenía que decirle; pero por el momento había poco que pudiera hacer para franquear aquel abismo, de modo que se obligó a concentrarse en el paisaje.

La carretera que discurría al norte de Bruhome se movía por entre dos clases totalmente distintas de terreno que se mezclaban en un panorama típico de esta tierra. Al oeste se encontraba la verde curva de los páramos que se elevaban de forma gradual, interrumpida aquí y allá por el gris de un afloramiento de rocas o de una escarpadura; mientras que al este había una suave extensión de manzanos de poca altura y de campos de lúpulo que se perdían en el nebuloso horizonte. Era un día extraordinariamente caluroso a pesar incluso de lo imprevisible del otoño: no soplaba la menor brisa, y a medida que avanzaba la mañana el cielo perdía su nitidez y adoptaba un tono metálico. Las sombras de los dos jinetes ya no eran visibles sobre el camino, e Índigo supuso que no tardaría mucho en estropearse el día. Deseó que, si es que iba a producirse una tormenta, hubieran llegado ya a su destino antes de que descargara.

Poco después del mediodía llegaron a un vado poco profundo por donde uno He los numerosos riachuelos del páramo atravesaba la carretera, y se detuvieron un rato para descansar y comer, y dar de beber a los ponis. Grimya se alejó por su cuenta a explorar madrigueras de conejos en el borde del páramo, mientras Índigo cogía un poco de pan y queso de sus provisiones. Fran, de forma deliberada quizá, se sentó a tal distancia de Índigo

que hacía imposible una conversación banal, y la muchacha se dio cuenta de que si aguardaba a que la tensión entre ambos se desvaneciera por sí sola lo que tenía que decir podría no decirse nunca. No podía aplazarlo por más tiempo.

Se puso en pie y, tratando de que pareciera natural, paseó un poco junto al vado antes de darse la vuelta y acercarse a donde estaba sentado Fran. Este no la miró, por el contrario siguió con la vista fija en la carretera que tenían delante, masticando despacio un pedazo de pan.

—Fran, necesito hablar contigo —dijo la joven.

Esta vez sí que levantó la cabeza, y le dedicó un efusivo gesto.

—Claro.

Pero había un amago de cautelosa hostilidad en su voz.

—Cuando lleguemos a la ciudad; cuando hayamos encontrado un médico... —Vaciló—. Fran, yo... es decir, cuando... —Maldición, pensó, maldita sea su cobardía. Tenía que decirlo.

—Fran, escucha. —Se agachó frente a él—. Cuando hayamos encontrado un médico y lo hayamos conducido hasta el lugar donde nos encontremos con los otros en el camino, yo no seguiré el viaje con vosotros.

Por fin lo había dicho. Y Fran la miraba sin comprender.

—¿Qué?

—Intento decir que ha llegado el momento de que abandone a la Compañía Cómica Brabazon.

Se produjo un profundo silencio mientras lo que había dicho penetraba por completo en la mente de Fran. Luego, éste dijo en un tono de voz totalmente diferente al anterior:

—¿Por qué?

Todo rastro de hostilidad se había desvanecido de repente, el rencor se había transformado en desdichado desconcierto, Índigo clavó los ojos en el suelo a sus pies.

—Lo siento. No quería decirlo tan de sopetón; pero no creo que sirviera de mucho envolverlo en fiorituras. Tengo que marchar. Es...

La interrumpió antes de que pudiera terminar.

—Índigo, ¿qué hemos hecho?

—¿Hecho? —Índigo levantó los ojos hacia él, y comprendió que el muchacho había malinterpretado sus palabras—. ¡Nada! No es...

—Soy yo, ¿verdad? Anoche, cuando nosotros... ¡Índigo, te juro por la Gran Madre que no era mi intención discutir contigo! De acuerdo; entonces estaba enojado. Pensé que intentabas decirme cómo debía comportarme y no creía que tuvieras ese derecho, pero...

—Fran. —Extendió una mano y le cogió por el brazo—. No es eso. Lo de anoche no tiene nada que ver con esto.

Estaba claro que no le creía.

—Índigo, no puedes dejar que una cosa tan banal te vuelva contra nosotros... ¡No es justo! ¡Sea lo que sea lo que pienses de mí, no es justo para con los otros!

—¡Fran, por favor, escucha! No es a causa de ti. No tiene que ver con ninguno de vosotros. —Índigo sentía un nudo en la garganta, pero luchó por controlarse—. En realidad no quiero abandonaros.

—Entonces...

—Pero tengo que hacerlo. Lo he sabido desde el día en que tu padre me recogió, aunque no he tenido el valor de decíroslo antes. Créeme, ojalá pudiera ser de otra forma, pero no hay nada que pueda hacer para cambiarlo.

—¡No comprendo! Hablas como si..., no sé; como si tuvieras alguna obligación.

Índigo sacudió la cabeza con vehemencia.

—No puedo explicarlo, Fran. A lo mejor, si hubiera habido más tiempo podría haber dado con las palabras adecuadas, pero tal y como están las cosas, sólo puedo pediros que no penséis muy mal de mí.

Fran consideró todo aquello durante unos instantes. Luego, con lenta deliberación, repuso:

—Así que te vas. Y sea lo que esto sea, sea lo que sea lo que te aparta de nosotros, no nos lo puedes decir, y tampoco vas a cambiar de opinión.

—No puedo cambiar de opinión. Ojalá pudiera.

—Sí, ya veo. —La expresión de Fran se había tornado curiosamente pensativa; entonces volvió a mirarla a los ojos—. ¿Adonde irás?

La muchacha calló por un instante. En teoría no podría perjudicar a nadie el decírselo, pero la cautela, y su conocimiento de la forma de ser de Fran, le advirtieron en contra.

—No puedo decirlo.

—¿No confías en mí?

—¡Oh, Fran... ! —Estaba demasiado cerca de la verdad, pero no podía confesárselo—. No es eso.

—No. No, claro que no. Bien..., no hay nada más que yo pueda decir, ¿no es así?

Fran se balanceó hacia atrás y se puso en pie de un salto. Guiñó los ojos, mirando en dirección a los páramos que se alzaban por el oeste.

—El cielo se está encapotando. No me sorprendería que empezara a llover antes de la noche.

Índigo se levantó también.