—Fran...
—No. —Se volvió de nuevo hacia ella—. De nada sirve seguir hablando de ello. Si has descansado, deberíamos seguir nuestro camino. —Por un instante la amargura se pintó en sus ojos—. A menos que quieras regresar y recoger tus cosas ahora, y olvidarte de Cari.
—No. —Índigo sintió cómo la vergüenza teñí¿ sus mejillas—. Iré contigo. Es decir, si me lo permites.
—Es cosa tuya —dijo Fran encogiéndose de hombros.
Y se alejó a grandes zancadas en dirección a su poni.
Se pusieron en marcha de nuevo en doloroso silencio. Grimya regresó al escuchar la llamada mental de Índigo: había tenido éxito en su cacería y se lamía aún los últimos restos de conejo de las mandíbulas, Índigo le comunicó la esencia de su conversación con Fran, y la loba contempló con tristeza la envarada figura del joven que cabalgaba algunos metros por delante de ella.
«Lamento que se haya tomado tan mal la noticia», dijo. «Pero en mi opinión has hecho lo único que podías hacer. Tenía que saberlo, y ésta era la forma más fácil. »
«Sí; pero me siento tan culpable, Grimya... Como si hubiera traicionado su confianza y su bondad. »
«No lo has hecho», replicó Grimya con energía. «No decírselo a ellos habría sido una traición aún mayor. Entonces: cuando nos encontremos de nuevo con las carretas, ¿nos despediremos y marcharemos?»
«Sí; y regresaremos a Bruhome. »
«Espero que la tormenta haya cesado para entonces», observó Grimya. «Percibo que será muy fuerte. El aire empieza a oler con fuerza a tormenta. »
Índigo miró hacia el oeste. Sobre los páramos, el cielo tenía ahora el color del bronce pulimentado, y la humedad aumentaba con el calor de tal manera que parecía como si faltara el aire. Extrañas ráfagas de brisa surgían de vez en cuando del este, para estrellarse contra el avance de los nubarrones, y calculó que no faltaban más que unas pocas horas para que descargara la tormenta.
Clavó los talones en los ijares del poni y lo guió al trote, al tiempo que llamaba a Fran. Incluso las voces adquirían un tono extraño en el anormal silencio; demasiado nítidas, demasiado resonantes. Fran volvió la cabeza y ella indicó con la mano en dirección a los nubarrones que se acercaban, y empezó a hablar. Pero Fran miraba más allá de ella, en dirección a los páramos.
—Un momento... —Alzó una mano a modo de advertencia y estiró el cuello; observó, de pronto muy tenso, y luego dijo—: ¡Mira! ¡Allí!
Un destello de algo más pálido se movía por entre la maleza a lo lejos, Índigo descolgó su ballesta con un movimiento instintivo y se llevó una mano a la espalda para tomar una saeta, pero antes de que pudiera cargar el arma, Fran lanzó una maldición entre dientes.
—¡Es otro de ellos!
—Otro...
Entonces, de repente, la muchacha comprendió a qué se refería, y se resguardó los ojos del reflejo cobrizo del cielo para ver mejor.
Una figura solitaria avanzaba penosamente en dirección a la cresta de una empinada elevación. Desde donde estaban no se podía distinguir si era hombre o mujer, joven o mayor, pero su aire de inconsciente resolución era inconfundible.
Fran y ella intercambiaron una mirada; las diferencias entre ambos estaban repentinamente olvidadas.
—Crees... —empezó a decir Índigo.
—No puede ser otra cosa, ¿no es así? Y se dirige en la misma dirección en que vamos nosotros.
Fran escudriñó la carretera que tenían delante. Quizás a unos cientos de metros más allá, el límite del páramo se proyectaba sobre una elevada escarpadura alrededor de la cual el sendero describía una curva. Lo que fuera que hubiese más allá de este punto quedaba oculto, pero estaba claro que el camino del solitario paseante debía cruzarse con el de ellos en el otro extremo de aquella misma colina.
Fran tiró de las riendas, haciendo que el semental agitara la cabeza, expectante.
—Vamos —dijo sucintamente—. Veamos adonde va.
El semental saltó hacia adelante antes de que Índigo pudiera protestar, y ésta espoleó a su poni para que lo siguiera. Grimya echó a correr junto a ella, y al poco le transmitió impaciente:
«Indigo, soy más veloz que vuestros caballos sobre este terreno accidentado: ¡me adelantaré y averiguaré qué hay ahí detrás!»
«De acuerdo, ¡pero ten cuidado!»
«Lo tendré. »
Grimya salió disparada hacia adelante, adelantó a Fran, y desapareció en la curva de la carretera. Al cabo de un instante Índigo sintió una llamarada de silenciosa conmoción y alarma proveniente de la mente del animal; pronto la loba reapareció; corría hacia ellos con las orejas pegadas a la cabeza.
Fran, al verla, tuvo la presencia de ánimo suficiente como para detener su montura, y Grimya corrió hacia Índigo.
«¡Indigo! En el otro lado... hay... » La confusión reinaba en su mente y terminó diciendo con desesperación: «¡Debes verlo tú misma!».
—¿Qué la ha puesto tan nerviosa? —inquirió Fran, muy agitado.
—No lo sé. Lo mejor será que sigamos adelante, pero despacio; ten mucho cuidado.
Los ponis habían percibido su inquietud y resoplaron encabritados cuando Índigo y Fran les instaron a seguir adelante. Dieron la vuelta a la escarpadura y el sorprendido juramento de Fran se vio repetido en el grito de horror de Índigo cuando vieron lo que cortaba la carretera.
El bosque se alzaba del suelo frente a ellos, recortándose contra el cielo taciturno. Enormes árboles negros se habían abierto paso por entre la tierra y las rocas, sus extrañas ramas, retorcidas perversamente se enredaban unas con otras para formar una barrera impenetrable que repelía la metálica luz diurna y parecía reflejar una intensa oscuridad propia. Hojas negras, gruesas y cerosas con un lustre maléfico, crujían sin que las agitara la menor brisa, y su sonido evocaba horriblemente los susurros de voces conspiradoras. Y, a pesar de que ningún ser vivo hubiera podido conseguir atravesar aquella barrera, los árboles
parecían llamar, atraer, como si fueran a envolver y devorar cualquier cosa que se pusiera a su alcance.
Fran miró frenético a derecha e izquierda. El anormal bosque se extendía en ambas direcciones, perdiéndose en la distancia hasta quedar absorbido por la cada vez más espesa neblina. Por un instante, aquel espectáculo pareció paralizar el cerebro del joven; luego se volvió sobre la silla y miró a Índigo desconcertado.
—¡No estaba aquí antes! —Su voz era aguda, horrorizada—. Antes de llegar a esta curva del camino lo habríamos visto, ¡no nos habría pasado por alto! ¡No estaba aquí!
Índigo no le respondió. Sus ojos estaban clavados en los malévolos árboles, la mirada desorbitada, el rostro rígido. Fran dijo:
—Índigo...
Pero ella siguió mirando fijo a lo que tenía delante y ni siquiera lo oyó.
Espinas. Espinas como cuchillos, como filos de espadas: las veía claramente, viciosas y letales por entre los sinuosos movimientos de las hojas. Espinas que podían atravesar a un hombre, traspasarlo y sujetarlo y atraparlo igual que una mosca en una telaraña, para que se desangrara lentamente entre atroces dolores... El recuerdo que había atormentado sus pesadillas durante tanto tiempo, aquel que tan a duras penas había aprendido a desterrar de su mente cuando estaba despierta, regresó de forma brutal para sujetarla con su mano monstruosa. Ya había visto este lugar, estos árboles, con anterioridad. No pertenecían al mundo mortal, eran cosas de otro mundo, de un mundo de demonios.