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Como en respuesta a sus palabras, un débil trueno resonó a lo lejos, el primer murmullo amenazador del trueno allá a lo lejos en los páramos. Constan asintió con la cabeza. —Sí. Ponlos a todos juntos en un lugar resguardado, y asegúrate de que el semental no puede romper la cuerda con los dientes esta vez. Luego ven a la carreta principal. Es mejor que estemos todos juntos esta noche. —Elevó los hombros en actitud defensiva, como si ya sintiera la fría dentellada de la lluvia a través de su camisa, y añadió, más para sí que para Índigo y Fran—: No, no me gusta esto. No me gusta nada.

La conjetura de Fran resultó acertada y la tormenta se desencadenó casi al cabo de una hora. La luz había cambiado para pasar de un apagado tono metálico a una penumbra irreal que aumentó a medida que la amenaza del cielo se intensificaba. La atmósfera parecía vibrar con energía contenida, y en el interior débilmente iluminado de la caravana los rostros estaban tensos y nerviosos. El primer y tremendo relámpago los cogió a todos por sorpresa; al relámpago le respondió un descomunal trueno, y a los pocos segundos se escuchó un creciente siseo al empezar a llover.

El aguacero fue torrencial, y los relámpagos continuos. Entre el rugir de los truenos y el ruido de la lluvia al golpear contra el techo de la carreta, la conversación en el interior resultaba poco menos que imposible. Para distraer a los más pequeños, Esti, Lanz e Índigo inventaron un juego de mímica, pero mientras jugaban, intentando mantener un semblante alegre, los ojos de Índigo se veían atraídos con frecuencia al jergón situado en un rincón oscuro donde Cari yacía inmóvil y silenciosa cubierta con una manta de retales de colores. Los frecuentes relámpagos iluminaban por completo el rostro de la muchacha, y la sonrisa que tanto había acobardado a Constan resultaba espeluznantemente parecida a la mueca de un cadáver bajo aquellos fogonazos. En una ocasión, con gran sobresalto, Índigo tuvo la impresión de que los ojos de Cari se habían abierto y miraba enloquecida a su alrededor; pero cuando el siguiente relámpago iluminó la carreta comprendió que se había tratado tan sólo de una ilusión momentánea. No obstante, intentó no volver a mirar a Cari.

Resultó imposible calcular cuánto tiempo duró la tormenta. Pareció seguir durante horas, de modo que mentes y sentidos se volvieron insensibles a ella, esperando los relámpagos y escuchando los truenos con un cansancio que bordeaba la indiferencia. Pero por fin se dieron cuenta de que las pausas entre las explosiones de los elementos eran cada vez mayores, hasta que el tamborileo sobre el techo se transformó en un ligero repiqueteo y los relámpagos disminuyeron y el fragor del trueno empezó a apagarse a medida que la tormenta se alejaba hacia el este y dejaba atrás Bruhome.

Cuando los niños, bajo la dirección de Esti, hubieron contado hasta cien cinco veces sin que se viera ningún relámpago, Constan se puso en pie y se abrió paso hacia la puerta de la carreta. Al abrir la mitad superior de ésta, una bocanada de aire fresco penetró en el interior, y con ella un ligero olor a ozono. Un sonido que anteriormente había quedado oculto por el de la tormenta se hizo audible ahora: el febril correr del agua a no mucha distancia, y Fran se puso en pie deprisa con expresión asustada.

—Papá, el río...

—No hay problema. —Constan le hizo un gesto para que volviera a sentarse, luego sacó la cabeza a la noche—. Está crecido, pero no se ha desbordado. Las tiendas que están a su lado siguen allí; puedo distinguirlas.

—Demos gracias por estos pequeños milagros —dijo Fran, lleno de fervor.

—Desde luego; pero de todas formas lo mejor será que echemos una mirada por ahí y veamos si se ha estropeado algo. —Constan volvió la cabeza al interior del carromato—. ¿Todo el mundo está bien? Vamos, Pi; ya puedes sacar la cabeza de la falda de Honi, la tormenta ha pasado.

La tensión se relajó con charlas y risas mientras salían de la carreta y descendían por la escalera hasta el suelo empapado. Los Brabazon más jóvenes reaccionaron, con gran alivio por parte de los demás, con un torrente de enérgica excitación, y se les permitió que ayudaran a sus mayores a comprobar el estado de las carretas y los animales. Por otro pequeño milagro no parecía que el campamento de los Brabazon ni el de los otros cómicos que ahora salían de sus refugios hubieran sufrido el menor daño; un rápido recuento comprobó que los ponis y los bueyes estaban todos sanos y salvos. Y Constan anunció finalmente que ya no había nada más que hacer y que podían retirarse todos a descansar lo que quedaba de la noche.

Índigo se durmió nada más introducirse bajo la manta y apoyar la cabeza sobre la almohada que compartía con Esti. El día había sido largo y lo bastante agotador como para liberarla de pesadillas, y descansó tranquilamente hasta que una débil presencia, una molesta sensación de inquietud, empezó a introducirse en su mente dormida. Intentó ignorarla pero persistió, hasta que la muchacha se encontró despierta en la oscura carreta

con las siluetas de sus compañeras a su alrededor. Durante algunos instantes, todavía soñolienta, no supo qué era lo que la había despertado: entonces vio a la vaga silueta de Grimya recortada en la puerta semiabierta y comprendió que la loba intentaba comunicarse con ella.

«¿Grimya?»

Todo lo que deseaba era darse la vuelta y volver a dormir, y su pregunta mental estaba teñida de irritación.

«¿Qué sucede?»

«No lo sé. » Grimya volvió la cabeza; Índigo vio cómo sus tiesas orejas se movían. «Pero algo no va bien. »

Índigo suspiró, y se sentó.

«¿Qué quieres decir con ”no va bien”?»

«No lo sé», repitió Grimya con tristeza. «Pero me lo dice mi instinto... » Se interrumpió, y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. «Mi instinto me dice que es de día. »

«¡Grimya, está todavía oscuro como boca de lobo!»

«Sí. Pero siento que debería ser de día. La noche ha pasado. Lo siento. »

Índigo contuvo su enojo. También Grimya debía de estar cansada y nerviosa aún a causa de la tormenta; no era extraño que su sentido del tiempo, generalmente tan fiable, se hubiera desajustado. No podía culparla por su agitación.

«Ven aquí, cariño. » Extendió una mano, llamándola. «Ven y túmbate junto a mí. Las dos estamos muy cansadas, y lo más probable es que la mente te esté haciendo alguna mala jugada. Intenta dormir hasta que sea de día. Te sentirás mejor entonces. »

Grimya lloriqueó con suavidad, como si no estuviera muy convencida, pero fue hacia ella no obstante y se tumbó a su lado, Índigo deslizó su brazo sobre la loba y percibió el rápido latir de su corazón bajo el áspero pelaje; le acarició la cabeza en tono conciliador. «Así me gusta. » Lanzó un gran bostezo. «¿Mejor?» «Eso... creo. »

«Bien. Duérmete, cariño. » El mundo empezaba a desvanecerse ya en un oscuro y suave terciopelo. «Duérmete, cariño. »

No hubo pesadillas que la persiguieran, y cuando por fin, descansada ya, se despertó de forma natural, se volvió sobre su espalda, estiró los brazos y abrió los ojos.

Y cuando la oscuridad del sueño dio paso a la oscuridad de la realidad se dio cuenta con creciente horror de que Grimya había tenido razón.