Выбрать главу

Índigo se sentó en el lecho con un movimiento brusco. Durante unas milésimas de segundo su cerebro intentó decirle que todo aquello era un error, que también ella había sucumbido al agotamiento y aún no había amanecido. Pero sabía la verdad. Por el mismo instinto, menos agudo que la conciencia animal de Grimya pero que se negaba a ser refutado, supo que había dormido durante muchas horas, y que la noche debiera haber terminado ya.

Sintió cómo el miedo, sin forma pero terriblemente real, se arrastraba por su cuerpo como un tropel de heladas arañas, y proyectó una llamada vacilante.

«¿Grimya?»

Se produjo un movimiento en la oscuridad; y la loba surgió de entre las sombras más profundas para acercarse a ella.

«¡Indigo! ¡Por fin!»

«¿Cuánto tiempo he dormido?»

«No lo sé. También yo he dormido, y no puedo decir cuántas horas han pasado. Pero deben de haber sido muchas. »

«Y todavía es de noche... »

«Sí, he intentado decírtelo antes, pero... »

«Lo siento. Debería haber confiado en tu instinto. » Después de todo el tiempo transcurrido, pensó Índigo, debería haber aprendido al menos esa lección. «Grimya, ¿qué hora del día te dice tu instinto que debe ser ya?» «Media mañana», respondió la loba.

Media mañana. En Bruhome el mercado debería de estar en pleno apogeo; en el prado los acampados viajeros deberían estar empezando a encender las fogatas para cocinar la comida del mediodía, Índigo se puso en pie y se dirigió tambaleante a la puerta de la carreta, para mirar al exterior. Algunos de los acampados se movían por el exterior, y se escuchaba el débil murmullo de voces; pero no había nada de la agitada actividad diurna.

«Algunos de los otros están despiertos», le dijo Grimya. «Pero están aturdidos; aún no saben lo que ha sucedido. » Miró a su amiga, muy excitada. «Cuando se den cuenta de la verdad, les sobrevendrá el pánico. »

En algún lugar junto al río un caballo lanzó un agudo relincho, y ese sonido sacó a Índigo de su parálisis. Lanzó una rápida mirada por encima del hombro a las dormidas muchachas Brabazon, y abrió la parte inferior de la puerta.

«Vamos», dijo. «Lo mejor será que salgamos a ver qué podemos averiguar. »

Con Grimya pegada a sus talones descendió en silencio los peldaños de la carreta. Apenas si habían empezado a andar cuando una sombra se movió en la primera carreta, entonces una voz, apenas audible, siseó el nombre de Índigo.

—Constan.

La muchacha se detuvo al ver que éste emergía de la carreta y avanzaba hacia ella.

—¿Qué hora es, muchacha?

Constan intentó dar a su pregunta una entonación despreocupada, pero su expresión, y un ligero temblor en su voz, lo delataron. De nada servía fingir, así que Índigo dijo:

—No lo sé, Constan; no con seguridad. Pero...

Constan terminó la frase por ella.

—Pero el sol ya debería de haber salido. ¿Verdad?

—Sí, eso creo.

—Por la Gran Madre, Índigo, ¿qué es lo que está sucediendo aquí? —La sujetó con fuerza por el brazo, haciéndole daño en su agitación—. ¿Qué está sucediendo?

Una nueva voz que los llamaba desde el río le evitó tener que responder. Un hombre delgado, con una mujer y dos criaturas pequeñas que lo seguían tenaces, se acercaba a toda prisa.

—¡Constancia! ¡Hay algo que no va bien, que no va nada bien!

—La luz del sol —gimió la mujer asustada, y uno de los niños empezó a imitarla entre sollozos:

—¿Dónde está la luz del sol?

Otros, alertados por las voces, empezaban a mirar al cielo, acercándose. De la carreta de los muchachos surgió un quejumbroso lamento, luego Fran apareció en el primer escalón con Lanz detrás de él.

—¿Papá? ¿Qué sucede?

Constan lo miró.

—Lo mejor será que vengas aquí fuera, muchacho. Despierta a los otros y envía a alguien a buscar a las chicas.

El rumor de voces aumentaba a medida que llegaba más gente, atraída por el instinto primitivo de congregarse en momentos de incertidumbre o de peligro. Algunos ya se habían dado cuenta de lo que sucedía pero estaban demasiado asustados para admitirlo; otros, aún más asustados, lo rechazaban y exigían una explicación más sensata. Las voces se volvían más estridentes, las discusiones más enérgicas, e Índigo comprendió que dentro de poco la razón y el control desaparecerían y darían paso, tal y como Grimya había predicho, al pánico.

De pronto una potente voz se impuso por encima del barullo. Todas las cabezas se volvieron, e Índigo vio al hombre joven que se había acercado a Constan poco antes. Su mujer estaba aferrada a él con el rostro enterrado en su pecho, mientras que los dos niños, ambos llorando ahora a todo pulmón, se agarraban a la falda de su madre.

—¡No son más que palabras! —gritó el joven, e Índigo percibió el timbre inconfundible

de una histeria creciente en su voz—. ¿De qué sirve hablar? ¡ Sólo la Madre sabe que puede estarse acercando sigilosamente a nosotros mientras nos quedamos aquí cloqueando como gallinas! ¡Hemos de salir de este lugar, marchar antes de que suceda algo peor!

Todo el mundo lo miró fijamente. El hombre paseó la mirada con desesperación de un rostro a otro.

—Hemos oído las historias de lo que ha estado sucediendo en esta ciudad —exclamó—. Enfermedades, plagas, gente que desaparece... ¡y ahora esto! ¡Os lo digo claramente, una maldición ha caído sobre Bruhome! ¡Esto no es cosa de la Madre; es brujería!. ¡Y si no escapamos, nos vamos a ver atrapados en lo que sea que suceda luego! —Bruscamente tomó las manos de sus hijos y los arrastró, a ellos y a su esposa, fuera del grupo de gente—. ¡Muy bien, muy bien, quedaos, esperad a que llegue si es que sois tan estúpidos para no huir! ¡Pero nosotros nos vamos! —Y se dio la vuelta y se alejó corriendo en dirección a su desvencijado carromato.

Se escucharon murmullos, que subieron de tono rápidamente. Otro hombre se apartó del grupo y echó a correr por el prado; luego otros dos. Una mujer que llevaba un tobillo vendado —una acróbata que había caído en el destartalado escenario de la Fiesta— avanzó cojeando desde el río, llamando a alguien de nombre Kindo para marchar, para marchar ya. La reunión empezó a caer en el caos, y a los pocos minutos el primer carromato, con el hombre delgado en el pescante, azotando al caballo con una cuerda, avanzó tambaleante hacia la entrada del prado, sin preocuparle si arrollaba a alguien a su paso. Los niños salieron corriendo entre gritos; la carreta se balanceó peligrosamente en un bache, chocó contra la puerta, astillando uno de los postes, y se alejó con gran estrépito por la carretera. A los pocos momentos una rehata de caballos esqueléticos salieron en desbandada del prado, controlados apenas por el jinete que montaba el animal que iba en cabeza lanzando toda clase de imprecaciones. Varias familias recogían sus cosas deprisa; un pequeño grupo se limitó a coger todo aquello que podía cargar y marchó a pie.

—Papá. —Fran se volvió hacia Constan; lo agarró del brazo y lo sacudió para sacarle de la parálisis que parecía haberse apoderado de él—. ¿Qué pasa con nosotros? ¿Qué vamos a hacer?

Un escalofrío recorrió a Constan y su mirada se aclaró. Miró a su alrededor, vio que todos sus hijos habían salido ya de las carretas y esperaban, con los ojos muy abiertos, su consejo.