Durante un poco más —pudieron ser minutos o segundos; la negrura y su propio nerviosismo distorsionaban cualquier juicio normal— los tres siguieron adelante a trompicones. Entonces, de repente, un sonido que helaba la sangre resonó a lo lejos, en la oscuridad: el potente y ululante aullido de un lobo.
—¡Que la Madre nos proteja! —exclamó Fran con furia.
—¡Es Grimya! —Índigo lo sujetó por el brazo para evitar que cayera cuando pareció que iba a perder el equilibrio en la desigual superficie de la carretera—. ¡La ha encontrado!
Unos segundos más tarde Grimya surgió corriendo de la penumbra.
«¡Indigo! ¡He encontrado a Cari, pero está en peligro! ¡El bosque negro atraviesa la carretera más adelante, y ella se dirige directo hacia él!
—¿El bosque? ¡Oh, no!
Horrorizada, Índigo habló en voz alta antes de poder contener su lengua. Constan la miró, lanzó un inarticulado grito y echó a correr, sin preocuparle el mal estado del sendero.
—¡Constan! —gritó Índigo—. ¡Ten cuidado! —No le hizo caso y la muchacha lanzó una imprecación—. ¡Deprisa, Fran! ¡Grimya dice que tenemos el bosque justo enfrente: si Constan choca contra esas espinas, lo atravesarán!
Fran abrió los ojos de par en par.
—Grimya dice...
—¡No puedo explicarlo; no hay tiempo! ¡Vamos!
Corrieron tras Constan, que ya les llevaba cierta delantera. Grimya lo alcanzó, y empezó a saltar sobre él para intentar desviarlo, pero la ignoró y siguió adelante, tambaleándose como un borracho enloquecido. Y entonces Índigo vio una negrura más intensa que se alzaba en la anormal oscuridad; una masa enorme e informe que bloqueaba la carretera. Oyó el malévolo crujir de las hojas, el suave frotar de una rama contra otra, el débil y siniestro entrechocar de las espinas, y gritó con toda la fuerza de sus pulmones.
—¡Constan! ¡Constan, detente! ¡Si valoras tu vida, detente!
Constan estaba a menos de diez metros de los mortíferos árboles. Y delante de él otra cosa se movía en la penumbra; una delgada figura, pálida, fantasmal, que avanzaba como si estuviera en trance.
—¡Constan!
Índigo obligó a sus piernas a correr más deprisa, sin embargo sabía que no tenía la menor esperanza de poder alcanzar a Constan antes de que llegara a las espinas. Y, ahora sólo a dos pasos por delante de su padre, Cari se acercaba al linde del monstruoso bosque.
Las espinas se separaron. Su entrechocar se convirtió en un repentino frenesí, y las deformes ramas se apartaron para formar un negro túnel, como unas voraces fauces abiertas, que conducían a las impenetrables profundidades del bosque. Cari no titubeó y penetró sin pensárselo en las oscuras fauces. Y Constan, aullando su nombre, se abalanzó ciegamente hacia adelante para intentar alcanzarla y saciarla de allí.
—¡No! —gritó Índigo, desesperada—. ¡Constan, regresa! ¡Grimya! ¡Grimya, detenlo!
Grimya se lanzó hacia adelante. Sus dientes se cerraron sobre la manga de Constan; éste sacudió el brazo para quitársela de encima; entonces, de repente, pareció perder el equilibrio, cayendo hacia adelante. Su mano se agarró a un mechón de cabellos de Cari; Grimya saltó de nuevo e intentó sujetarlo otra vez...
El bosque se cerró a sus espaldas, encerrándolos a los tres tras una sólida pared de espino.
Índigo chilló:
«¡Grimya!», y se arrojó contra la negra barrera, golpeando y pisoteando las ramas, las hojas, las espinas, luchando por abrirse paso.
Su voz se elevó histérica, gritando el nombre de Grimya una y otra vez, hasta que tiraron de ella hacia atrás y la arrojaron al suelo con violencia, gritando y debatiéndose todavía. Sintió que algo pesado la aplastaba, e intentó apartarlo a patadas, a mordiscos, arañando, escupiendo; luego, un fuerte dolor en la parte posterior de la cabeza se abrió paso por entre su locura, derrotándola, y de repente se dejó caer hacia atrás, agotadas todas sus fuerzas.
Estaba tumbada panza arriba sobre la carretera, con Fran sentado sobre su estómago. El muchacho tenía mechones de sus cabellos en las manos; presa de total desesperación, no sabiendo de qué otra manera dominarla, le había golpeado la cabeza —no con furia, pero lo bastante fuerte como para que le doliera— contra el suelo hasta que dejó de gritar y debatirse; y ahora, mientras el pánico se desvanecía, se miraron el uno al otro en mutuo y mudo horror.
—Grimya... —repitió Índigo con voz apenas audible—. ¡Oh, Fran... ! —Cerró los ojos y su boca se torció en una fea mueca mientras hacía un esfuerzo por no echarse a llorar.
Fran se incorporó pesadamente, se palpó el cinturón y sacó el cuchillo de su funda.
—A lo mejor puedo abrir un camino. No puede haber ido muy lejos aún.
—No. —El péndulo había regresado a su lugar; tras la histeria llegaba el frío raciocinio— No funcionará, Fran. Ningún cuchillo puede cortar esos árboles...
—¡Al menos puedo intentarlo!
Fran corrió hacia el bosque, con el cuchillo alzado, y empezó a golpear las ramas. Durante varios minutos siguió así, acuchillando la negra vegetación, mientras sus juramentos se volvían más y más sonoros y furibundos; luego, por fin se echó hacia atrás, respirando de forma entrecortada y con el sudor bañándole el rostro.
—¡No puedo! —Su voz sonaba como la de un niño desconcertado—. ¡No le hace el menor efecto! —Y se volvió de cara a los árboles de nuevo—. ¡Papá! ¡Cari! ¡Papá, respóndeme! ¡Papá!
Los anormales árboles se agitaron sigilosos, pero no se escuchó ningún grito de respuesta. Temblorosa, Índigo se levantó del suelo. Mientras se acercaba a él, Fran se volvió hacia ella sollozante, y se abrazaron con fuerza y en silencio, en un intento de aliviar su desdicha compartida.
Al poco Fran retrocedió. Temblaba, y sus mejillas estaban húmedas, pero su rostro mostraba una expresión decidida a pesar de que parecía reacio a encontrarse con los ojos de Índigo.
—Hemos de regresar —dijo—. Hemos de decírselo a los otros. —Aspiró con fuerza, rabioso—. Regresaremos con antorchas. Quizá podamos abrir un paso quemándolo.
—No lo creo —respondió Índigo con voz hueca—. Sean lo que sean esos árboles y vengan de donde vengan, no creo que el fuego les afecte más que los cuchillos.
Se revolvió contra ella.
—¡Bueno, pues hemos de hacer algo! ¿No lo comprendes? ¡Papá y Cari están ahí!
—Y Grimya.
—Sí, ¡y Grimya! ¡Y hemos de sacarlos!
«Si ya no es demasiado tarde», pensó Índigo, y al instante lo lamentó. Grimya no podía morir: eso era una parte de su propia maldición que la loba compartía. Pero podía sufrir. Y Constan y Cari eran otro asunto...
Levantó los ojos de nuevo hacia los árboles. Sus copas resultaban invisibles, mezclándose con la espesa noche. Y el susurro de sus hojas sonaba a sus inflamados sentidos como una burlona e irónica risa.
Índigo tomó la mano de Fran.
—Vamos —dijo en voz baja—. Quizá tengas razón; quizás el fuego funcionará. Al menos vale la pena probarlo. Regresemos al campamento, deprisa.
Se alejaron por la carretera, y la risa de los árboles pareció seguirlos, hasta que incluso los pequeños y malévolos ecos de las crujientes ramas y las susurrantes espinas quedaron ahogados en el amenazador silencio de la oscuridad.
CAPÍTULO 7