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—De acuerdo —Fran contempló el círculo de rostros reunidos alrededor del fuego del campamento, mientras su expresión desafiaba a cualquiera de ellos a que se atreviera a contradecirle, y finalmente sus ojos se clavaron en Índigo—. Es una buena idea y debería funcionar. Pero no vas a ir sola.

—Fran...

—He dicho no. —Fran golpeó la palma de la mano contra el suelo para dar más énfasis a sus palabras—. Mientras papá y Cari no estén yo soy el cabeza de familia, y se hace lo que yo digo. Dos de nosotros iremos contigo o no irá nadie. Y no creas que no podemos obligarte a quedarte si hemos de hacerlo.

No era cierto, pero Índigo lo dejó pasar. Fran necesitaba aquella demostración de autoridad, no tan sólo para tranquilizar a sus hermanos y hermanas sino también para tranquilizarse a sí mismo, y restablecer su autoestima. Durante el viaje de pesadilla de regreso a Bruhome la muchacha lo había oído sollozar mientras corría, y él lo sabía y se sentía avergonzado. Ella había intentado decirle que las lágrimas no significaban afeminamiento, pero él había rechazado sus palabras de consuelo muy enojado: al igual que con la discusión que habían tenido junto al río —que ahora parecía tan lejana— odiaba cualquier sospecha, por equivocada que ésta fuera, de que ella pudiera considerarlo una criatura.

La muchacha bajó los ojos.

—Muy bien.

La muchacha se dijo que el joven tenía también ese derecho: aunque ella era la única responsable de su situación, eran las vidas de su padre y su hermana las que estaban en juego, no la de ella. Y, dejando de lado la conciencia, tuvo que admitir para sí que la idea de estar acompañada ante lo que pudiera encontrar resultaba más que consoladora.

—Bien —ahora fue Esti quien tomó la palabra—, ¿quién va y quién se queda?

—Yo iré con Índigo. —Una vez más, Fran les dedicó su retadora mirada, y nadie disintió—. Y creo que debería venir otro más. Tres se las arreglarán mejor que dos si surge cualquier problema, o si Cari o papá están heridos. Hemos de decidir quién es el más adecuado.

Esti removió el puchero de la comida.

—Eso es fácil. —Levantó la mirada, y sus ojos verdes se clavaron en los de su hermano con determinación—. Yo.

—No seas estúpida. ¡Eres una chica!

—También Índigo, y eso no la va a detener. No, Fran, calla y escucha. Ninguno de nosotros sabe lo que puede suceder aquí mientras vosotros no estáis, y si hay más problemas podemos necesitar fuerza física y capacidad de lucha. Eso significa Val, Lanz y Enti. Los otros chicos son demasiado pequeños para ir. —Se produjo un pequeño conato de protesta por parte de los tres mencionados, y Esti los amenazó con el cucharón—. ¡Callaos! Esto no es un juego, es serio. Son demasiado jóvenes. Armonía y Honi son mucho mejores que yo en lo que se refiere a organizar a la gente, y sabrán ocuparse a la perfección de que el campamento funcione. Así pues, es obvio, ¿no? Soy la única persona que puede ir con vosotros.

Fran miró a Índigo, impotente. Estaba claro que no le gustaba la idea, pero Esti lo había dejado sin argumentos.

—¿Índigo? ¿Qué te parece?

Índigo contempló a Esti por unos instantes. De todas las muchachas Brabazon era la más imprevisible; no obstante había una gran fortaleza en ella. Esti era lista y sabía cómo cuidarse; y su razonamiento estaba bien fundado. Siempre y cuando pudieran mantenerse bajo control sus impulsivos excesos —y también los de Fran— eran la única elección

lógica.

—Creo que Esti tiene razón. Ella es la que debería venir con nosotros.

Piedad, que no había comprendido por completo qué era lo que se discutía pero que percibía de forma intuitiva que los problemas de la familia no habían terminado ni mucho menos, empezó a llorar; una reacción al caos en que de una forma tan desconcertante se había convertido su vida. Armonía, que empezaba ya a ponerse en el papel que antes había desempeñado Cari, fue inmediatamente a su lado para consolarla, y Fran se apartó del fuego.

—Bien. Si eso está ya decidido, no hay tiempo que perder. Voy a buscar lo que necesite; Índigo, Esti, lo mejor será que hagáis lo mismo. Luego quiero ver a Val, Lanz y Forti en la carreta de papá.

—Honi os traerá algo de comer —dijo Esti—. Sería tonto marchar con el estómago vacío cuando no sabemos cuánto tiempo pasará antes de poder hacer nuestra próxima comida.

La clase de atmósfera que flotaba alrededor del fuego estaba cambiando. Todavía era tensa, pero impregnada ahora de una sensación de que la situación de impotencia de las horas anteriores se había roto por fin. No obstante, Índigo era perfectamente consciente de que, en el entusiasmo del momento, podría resultar muy fácil pasar por alto una cuestión vital que hasta entonces no había tenido la oportunidad de discutir con Fran y Esti. Ninguno de ellos tenía una auténtica idea de a qué podrían enfrentarse si el plan que ella había ideado funcionaba. Las palabras llenas de valor estaban muy bien, pero la realidad resultaría diferente: incluso la estrategia para penetrar a través de la barrera de espinas podía ser su perdición si los Brabazon resultaban ser más remilgados de lo que decían; y al otro lado... ella no sabía qué había al otro lado, pero la intuición y la experiencia le decían que podía ser peor que cualquier pesadilla. No podía dejar que se metieran en todo aquello sin saber a lo que iban: en conciencia, debía decirles lo que realmente les aguardaba en su misión.

Los dos Brabazon se dirigían ya a sus respectivas carretas, y ella se incorporó y los llamó:

—¡Fran! ¡Esti! Antes de que hagáis vuestros preparativos... —Corrió hacia ellos y bajó la voz de modo que los otros no la oyeran—. Hay algo que tengo que deciros, y es vital que lo sepáis antes de que nos pongamos en marcha.

Esti suspiró impaciente, pero los ojos de Fran la miraron astutos.

—¿Algo relacionado con lo que me dijiste en la carretera?

—Sí. Y tiene que ver con nuestro viaje.

—De acuerdo. No deberíamos perder más tiempo que el imprescindible, pero... entremos en la carreta principal. Allí podemos hablar.

Y de este modo, en la intimidad de la carreta, Índigo les contó su historia; o más bien, aquella parte de su historia que consideraba que debían saber y creerían. Les habló de su misión para localizar y destruir a los siete demonios, y de cómo había descubierto que el tercero de estos demonios era la causa de todos los males que aquejaban Bruhome. Les contó también la verdad sobre Grimya. Y aunque no les dijo nada sobre su antigua y perdida identidad, ni sobre la maldición de la inmortalidad que era parte de su carga, sí les habló, vacilante y llena de dolor, sobre Fenran, cuya vida dependía de si ella triunfaba o fracasaba.

Cuando hubo terminado de hablar, se hizo el silencio en la carreta durante unos instantes. Luego, muy despacio, Esti extendió una mano y sujetó la suya.

—¡Oh, Índigo! —Los ojos de la muchacha brillaban de emoción—. No teníamos ni idea, ninguno de nosotros. —Dirigió una rápida mirada a Fran, que contemplaba a Índigo con una expresión tensa, pero sin decir nada—. Es una historia tan terrible... Tan triste. Es como... no lo sé, como las leyendas que cantamos en nuestras actuaciones, pero...

—¡No seas tan estúpida! —la interrumpió, enojado, Fran—. Eso no son más que cuentos. Esto —miró de nuevo a Índigo, con más fijeza que nunca— es real. Le ha sucedido a Índigo, y si todo lo que sabes decir es que recuerda a un tonto cuento de niños...

—¡Eso no era lo que yo quería decir! —replicó Esti—. Claro que sé que es diferente, ¿qué te crees que soy?

—Entonces sabes que Índigo quiere decir exactamente eso cuando dice que rescatar a papá y a Cari va a resultar peligroso, ¿no es así? —La furia de Fran estaba bajo control ahora, pero todavía bullía e Índigo sospechó que había algo más detrás de ella que simple indignación fuera de lugar por las palabras de su hermana—. Cuando Índigo dice que nos enfrentaremos a un demonio, quiere decir un demonio. No un ser de mentirijillas con los que sueñas despierta, sino un...