—¡Sé lo que quiere decir! —replicó Esti con violencia—. ¡Sé lo que es un demonio!
Índigo, que había escuchado la pelea con creciente inquietud, intervino ahora.
—Fran, Esti: no quiero ser grosera, pero dudo de que ninguno de los dos comprenda exactamente aún qué es aquello a lo que nos enfrentaremos —dijo con suavidad.
Ambos se volvieron para mirarla, pero ella se anticipó a sus protestas, continuando:
—La verdad es que ninguno de nosotros sabe qué se encontrará. Este poder, este demonio —se sentía reacia a utilizar esta palabra ahora, ya que había colocado demasiados prejuicios en sus mentes—, puede tomar cualquier forma, o no tener ninguna. Puede que no sepamos reconocerlo si lo encontramos...
—Cuando lo encontremos —la corrigió Esti con fiereza.
—Muy bien, cuando lo encontremos. Os he contado mi historia porque quiero que comprendáis mis motivos para realizar este intento, y porque sería una gran injusticia conduciros a este peligro sin que supierais toda la verdad. —Una débil y forzada sonrisa curvó sus labios—. Ojalá os hubiera podido contar lo del demonio sin revelaros mi propia situación, pero eso habría dejado muchas preguntas en el aire. Ahora, pues, sabéis tanto como yo. Todo lo que me queda es esperar que sea suficiente.
Esti, calmada, bajó la mirada.
—Lo siento —dijo—. No era mi intención resultar frívola, Índigo. Y Fran y yo no deberíamos habernos peleado. —Lanzó a su hermano una mirada desafiante, luego le devolvió la sonrisa a Índigo sin mucho convencimiento—. No resulta un inicio muy alentador, ¿verdad? ¡Seguramente te preguntarás si vale la pena llevarnos!
—Claro que no.
No era del todo verdad, pero Índigo sabía que ya era demasiado tarde para, reconsiderarlo. Lo que Fran había dicho antes, lo había dicho en seno: no podía evitar que fueran con ella. Incluso aunque se fuera sola, ellos la seguirían, y las consecuencias de su entrada en el mundo del demonio sin ella para ayudarlos resultaban aterradoras. Aunque resultaran una gran responsabilidad, no tenía otra elección que llevarlos con ella.
—No hablemos ya más de ello, Esti. Aún nos queda mucho que hacer antes de ponernos en marcha, y Fran tiene razón sobre lo de no perder tiempo. —Paseó la mirada del uno al otro—. ¿Hacemos las paces?
—De acuerdo —asintió Esti con vehemencia.
Fran vaciló, luego asintió también:
—De acuerdo.
El plan de Índigo para penetrar en el bosque negro era muy sencillo, aunque un poco macabro. Las cosas habían cambiado en Bruhome durante las últimas horas; por un lado para mejor, pero por el otro habían empeorado. El temido botín en la plaza del mercado había sido evitado, después de todo; por una sorprendente jugarreta del destino, la aparición de los durmientes había resultado un factor atenuante, ya que había actuado como un jarro de agua fría sobre el acaloramiento de la multitud, y había trasladado su atención de los terrores personales a algo más aterrador y apaciguador a la vez. El shock que los habitantes de la ciudad habían recibido los había dejado impotentes, incapaces de hacer otra cosa que contemplar sin comprender cómo las víctimas de la enfermedad, como polillas atraídas por una llama invisible, abandonaban sus lechos y sus hogares y se perdían en la noche.
Algunos espíritus más audaces habían intentado detener a algunos de los caminantes y no habían recibido mejor tratamiento que Honi y Gen; ante su fracaso, una especie de apatía había descendido sobre la ciudad, una aturdida aceptación de que esto, como otros muchos acontecimientos aterradores acaecidos con anterioridad, no eran más que otro eslabón en la cadena, otra manifestación del mal que tenía Bruhome en la palma de la mano. Ya no podían seguir luchando: su voluntad había desaparecido, había muerto junto con las cosechas, se había desvanecido junto con los seres queridos perdidos, estaba enjaulada de la misma forma que aquel extraño bosque enjaulaba a la ciudad. Todo lo que podían hacer era aceptar con pasividad un destino que nadie parecía capaz de alterar, y llorar su desgracia.
Pero aunque Bruhome estaba ahora tranquilo, parecía como si el mal no hubiera terminado con sus víctimas. Una hora después de que el último caminante dormido hubiera abandonado la ciudad, dos niños —gemelos— se habían desplomado ante la chimenea de su propia casa y no se los había podido despertar. Al cabo de otra hora se habían levantado del lecho con el rostro pálido y sonriente, sin prestar atención a los gritos de su madre ni a las súplicas de su embriagado padre, y habían abandonado la casa en dirección al este. Poco después, se vio a dos hombres y a una mujer que avanzaban decididos por la carretera del este. Y en otras partes de la ciudad, en los hogares, en las tabernas, e incluso en la Casa de los Cerveceros adonde muchos habían ido a compartir su congoja con sus vecinos, hacían su aparición nuevos seres que no tardaban en convertirse en caminantes dormidos. Parecía como si aquello que los llamaba, aquello que penetraba en lo más profundo de sus mentes y se los llevaba, no fuera a darse por satisfecho hasta que no quedara nadie.
La noticia traída por Val, quien se había aventurado a ir a la ciudad antes de que ella regresara, le había mostrado a Índigo cómo podría vencer la barrera de espinas. Ahora ya sabía adonde iban los durmientes y por qué tomaban direcciones tan diferentes. Se los atraía hacia el bosque, y el bosque los rodeaba por todas partes. Cada vez que uno de aquellos paseantes sonámbulos se acercaba, el bosque se abría, para admitir a una nueva víctima al interior del infernal mundo que aguardaba al otro lado. E Índigo y sus compañeros pensaban seguir al próximo caminante que se dirigiera al mismo lugar por el que Constan y Grimya habían penetrado en aquel mundo siguiendo a Cari, y penetrar ellos también a su vez.
Se reunieron junto al fuego para despedirse. Todos estaban presentes, incluso Gen, que se había recuperado y no mostraba otra señal de haber sido herida que un pequeño y ligero vendaje sujeto gallardamente alrededor de su cabeza. Esti, algo cohibida, ataviada con una camisa y unos pantalones que Índigo le había prestado —ésta había declarado que las faldas resultaban muy poco prácticas para tal empresa— abrazó a cada uno de ellos por turno, dedicándole un beso muy especial a Piedad, luego pretendió comprobar el contenido de la bolsa de provisiones que colgaba de su hombro para que nadie pudiera observar su incertidumbre. Fran se mostró falsamente alegre: instó a los más pequeños a que compusieran una canción sobre sus hazañas y desafió a Val a que aprendiese una complicada canción para flauta en su organillo durante su ausencia, Índigo se sintió incapaz de decir nada, pero cuando Val y Honi, la emoción derrotando a la timidez, corrieron hasta ella y la abrazaron, los apretó con fuerza tanto tiempo como pudo antes de retroceder. Luego, con gran precipitación, se dijeron las últimas palabras de despedida y se intercambiaron los últimos besos, y los tres abandonaron el prado y al cada vez más pequeño grupo de figuras que agitaban los brazos junto al fuego, y se volvieron en dirección a la ciudad.
No habían recorrido ni veinte metros cuando un grito los detuvo. Se dieron la vuelta, e Índigo vio a Val que hacía señales frenéticamente e indicaba a su espalda en dirección al río; Fran aspiró con fuerza, y la muchacha se dio cuenta de que otra figura venía hacia ellos.
—¡Madre Tierra! —exclamó Fran en voz baja—. Es una señaclass="underline" ¡tiene que serlo!
Los viajeros que habían intentado abandonar Bruhome después de la tormenta habían regresado todos, calmados y acobardados por lo que habían encontrado fuera de la ciudad. La mayoría habían buscado el consuelo de las tabernas locales, pero después de la frustrada reunión en la plaza algunos se habían escabullido de nuevo hasta el campamento del prado a esperar temerosos lo que pudiera acontecer. Ahora, alguien había salido de una de las tiendas situadas junto al río, y en cuanto lo vio, Índigo supo que había caído víctima de la enfermedad, y seguía ahora el mismo e inevitable impulso que se había llevado a otros antes que a él. Ella y sus compañeros se quedaron inmóviles, y el hombre llegó hasta ellos y se les adelantó y cruzó la entrada, con la mirada fija delante de él, sin darse cuenta de nada de lo que lo rodeaba.