Gritaron como enloquecidos en aguda discordancia. Esti empezaba a comprender ahora, y su voz adoptó un tono furioso cuando la rabia empezó a reemplazar el temor.
Los aullidos intentaron aumentar en dos ocasiones, pero sus gritos los derrotaron; de repente una tercera voz se unió a ellas, al darse cuenta Fran, con cierto retraso, de lo que sucedía, y añadir sus gritos para darles más fuerza. Y por fin llegó un momento en el que Índigo se dio cuenta de que el sonido había cesado.
Levantó las manos y cuando sus gritos se desvanecieron cayó sobre ellos un completo silencio. Duró sólo un momento, antes de que Esti cayera víctima de un ataque de tos y se apartara a un lado, golpeándose el pecho con el puño y lanzando maldiciones entre ataque y ataque de tos.
Índigo se balanceó hacia atrás en sus talones, subiendo y bajando los hombros mientras recobraba el aliento. Cuando se hubo recuperado lo suficiente para hablar, levantó los ojos y dijo con voz débil pero llena de sentimiento:
—¡Gracias!
Esti lanzó una última y convulsiva expectoración, luego se secó la boca y levantó la cabeza para encontrarse con los ojos de Índigo.
—¡Madre Todopoderosa! —exclamó con voz ronca—. ¡Prometo que jamás volveré a quejarme por tener que cantar durante demasiado tiempo!
Aquella chispa de humor resultaba grotesca en estas circunstancias, pero a pesar de ello Índigo percibió una ligera disminución de la tensión.
—Hemos tenido suerte de poder descubrir a tiempo cómo detenerlo.
—Querrás decir que hemos tenido suerte de que tú supieras qué hacer. —Esti se frotó la dolorida garganta, luego dejó caer la mano a un lado del cuerpo—. ¿Cómo lo has sabido?
Índigo se encogió de hombros y miró a su alrededor. Aunque la oscuridad era intensa, le pareció que podía vislumbrar débiles diferencias en los tonos de negro, trazas de elevados árboles que se apiñaban a su alrededor. Bajo sus pies había hierba, extrañamente seca pero hierba de todas formas. Eso, al menos, era físicamente real y estable. Y por fortuna parecía que habían ido a parar lejos de las espinas.
—No lo sabía —admitió—. Fue simplemente una intuición. Pero —se estremeció—, ya he visto antes algo parecido a este bosque. No tenía el mismo aspecto pero sí producía la misma sensación, tenía la misma atmósfera. Era un mundo de ilusiones; y allí descubrí lo peligrosas que pueden llegar a ser las ilusiones. Entonces, cuando el ruido nos atacó, pensé, incluso aunque no sea real, podría volvernos locos o peor, y me sentí demasiado atemorizada para hacer otra cosa que gritar.
—Y cuando gritaste, empezó a apagarse —dijo Fran, pensativo.
—Sí. Eso es lo que me dio la idea, la esperanza. Intenté volver los gritos contra sí mismos: responder a ellos, pero era comparar ilusión con realidad. —Sus ojos se endurecieron—. Yo era real, eso no lo era. Eso fue lo que me dije, que yo era. real.
—Y funcionó. —Fran dejó escapar un suave y siseante suspiro.
—Sí. Esta vez, funcionó. —Un nuevo escalofrío la convulsionó, pero tenía que decir lo que pensaba—. La próxima vez, no obstante, puede que no tengamos tanta suerte.
Durante quizá treinta segundos nadie dijo nada más. Luego, sin advertencia previa de modo que Esti dio un brinco como un animal nervioso, Fran se puso en pie.
—Bien —dijo, y su voz sonó extrañamente remota en la amortiguadora oscuridad—. Una cosa sí es segura: hemos penetrado en el bosque, pero no vamos a conseguir nada quedándonos donde estamos. —Bajó los ojos hacia Índigo y a pesar de sus esfuerzos por parecer el jefe la muchacha percibió su indecisión y el temor que seguía acechando en su interior—. ¿Tienes alguna idea de en qué dirección debemos ir?
Se trataba de una pregunta, pensó Índigo, que en otras circunstancias podría haberla hecho reír. La oscuridad era tal que incluso con la visión ajustada a aquella noche perpetua dudaba de que pudieran ver cualquier obstáculo que estuviera a más de un palmo de distancia. El caminante dormido en pos del cual se habían catapultado a este mundo fantasmal había desaparecido; sin siquiera percibir la espantosa cacofonía de sonido que los había atacado a ellos, o quizá dominado de alguna extraña forma por ella, se había desvanecido en las profundidades del bosque, y ya no volverían a encontrarlo. Carecían de pistas, y de rastros que seguir, no tenían más que su ingenio para guiarlos.
Se puso en pie y se sacudió las ropas.
—Primero —dijo—, creo que deberíamos comprobar nuestras pertenencias y asegurarnos de que no hemos perdido nada. El farol, por ejemplo...
Fran se golpeó la frente con la palma de la mano.
—¡Qué estúpido soy, el farol! —Se dio la vuelta, palpando en la hierba con un pie—. Debo de haberlo dejado caer cuando pasamos; lo había olvidado, ¡ah! —Algo metálico tintineó en el suelo y se agachó como un halcón cayendo sobre su presa—. ¡Aquí! —Buscó a tientas el lado en el que el cristal se corría, y palpó el interior para localizar el pedazo de vela del interior—. Todavía está entero. Debe de haberse apagado cuando se me cayó.
Índigo rebuscó en la bolsa que llevaba al cinto para sacar la yesca y el pedernal. El pedernal chirrió en la oscuridad; se encendió una pequeña llama, y la vela del farol ardió, creando un pequeño círculo de luz que hizo que sus rostros se destacaran con inusitada nitidez.
Fran se levantó, alzando el farol por encima de su cabeza, y la luz se desparramó por todo lo que los rodeaba. Tal y como Índigo había supuesto, estaban en el linde de un espeso bosque, que parecía estar compuesto de enormes árboles de tronco negro que surgían de entre una espesísima maleza. El dosel de hojas sobre sus cabezas resultaba impenetrable y anormalmente silencioso; no se veía el menor movimiento de pájaros o animales, ni se escuchaban sonidos, nada que alterara el silencio. Miró por encima del hombro, y se estremeció al ver que a menos de dos pasos de ellos había un matorral de espinas que era dos veces mayor que ellos, un bosque de siniestras lanzas que centelleaban malignas a la luz de la lámpara. El que ni uno de ellos hubiera sido atravesado por ellas durante el caótico momento que siguió a su llegada era poco menos que un milagro, e, instintivamente, retrocedió, apartándose de la barrera de espinos. Sucediera lo que sucediese ahora, no podían ir por aquella parte: lo que les dejaba tan sólo el bosque mismo.
—Me pregunto hasta dónde llega...
Lo dijo más para sí que para los otros, pero Fran la miró fijo.
—¿El bosque? No importa realmente, ¿no es así? No hay otra dirección que podamos tomar.
—No sabemos lo que puede haber ahí dentro —repuso preocupada Esti. Lo menos importante podrían ser los animales salvajes. —Jugueteó con el cuchillo que pendía de su funda en su cinturón.
—Bueno, pues no lo descubriremos a menos que vayamos.
Índigo sospechó que Fran se obligaba a sí mismo a hablar con más confianza de la que en realidad sentía.
—A lo mejor podemos encontrar un sendero o algo parecido. —Alzó el farol aún más y dio un cauteloso paso en dirección a los árboles, luego otro... y de pronto Esti agarró con fuerza el brazo de Índigo.
—¡Índigo! ¡La luz!
Cuando Fran avanzó hacia adelante, la luz del farol perdió brillo, su resplandor perdió su cálido tono amarillo para transformarse en un enfermizo destello de color indefinido. Fran se quedó totalmente inmóvil, y lo contempló horrorizado; entonces, dio un paso hacia atrás, y de inmediato el farol volvió a brillar con más fuerza.
—¡Fran, regresa! —gritó Esti.
Fran levantó la mano que tenía libre.
—No —respondió—. Aguardad.
Avanzó hacia adelante otra vez; de nuevo el farol perdió potencia. Se detuvo, atisbo al interior del bosque por un momento, luego se volvió rápidamente y les hizo señales para que se acercaran.