—¡Índigo, Esti..., venid aprisa!
Corrieron a su lado, y él les indicó en dirección a los apretujados árboles.
—Mirad. Hay luz. ¡Es muy débil, pero estoy seguro de que no veo visiones!
Índigo entrecerró los ojos para ver mejor y comprobó que tenía razón. A lo lejos, por entre las hojas, se filtraba un resplandor grisáceo opaco y que no parecía provenir de ningún sitio.
—Da otro paso hacia adelante —dijo Fran—, y observa qué sucede.
Perpleja, Índigo le obedeció y el lejano resplandor aumentó en una ínfima parte. Fran siguió:
—Ahora observa el farol —y avanzó para colocarse junto a ella.
La muchacha lanzó una exclamación ahogada al ver que la vela se apagaba hasta convertirse en un rescoldo descolorido, y de repente comprendió.
—Estamos en una especie de zona fronteriza, ¿verdad? —La voz de Fran estaba tensa—. Medio en un mundo y medio en otro. No podemos penetrar realmente en este otro mundo hasta que no salgamos por completo del nuestro. Y cuando salgamos... bueno, es lo que tú decías sobre la realidad. Una vez hayamos dejado nuestro mundo atrás dejará de ser real.
—Y así pues, los artefactos de nuestro mundo pierden realidad y poder.
La teoría tenía sentido, e Índigo se sorprendió ante la perspicacia de Fran ya que sabía tan poco sobre las dimensiones situadas más allá del plano físico de la tierra. Pero antes de que pudiera decir nada más, Esti habló:
—Significa esto... —Había un ligero temblor en su voz; paseó la mirada nerviosa de uno a otro—. ¿Significa eso que... nosotros tampoco somos reales?
Índigo lo consideró por un momento. Recordó a los caminantes dormidos, las cosechas que se morían, la agobiante sensación de que algo se alimentaba de Bruhome, le chupaba la vida como se chupa la médula para extraerla del hueso. Incluso un demonio no podía sustentarse de la nada.
—No —dijo a Esti por fin—. Nosotros seguimos siendo reales, y también todo ser vivo que penetra en este mundo.
Pero el pensamiento que acompañaba a sus palabras era mucho menos reconfortante. Porque el demonio los encontraría con toda seguridad, de la misma forma que encontraría a los durmientes y a sus perdidos compañeros. Y si se alimentaba de vida, entonces podía ser que las vidas de tres personas que habían penetrado en su reino por propia voluntad pudieran resultar una perspectiva mucho más deseable.
CAPÍTULO 8
Penetraron en el bosque en fila de uno, avanzando despacio y con cautela, Índigo empuñaba la ballesta a la que había colocado una saeta; después del incidente del farol dudaba de que aquella arma pudiera ser de alguna utilidad, pero sentirla entre sus manos resultaba mucho más reconfortante.
El leve resplandor aumentaba a medida que avanzaban, hasta que les fue posible ver lo que los rodeaba como a través de una espesa niebla bañada por la luz de la luna. No obstante, el silencio resultaba sobrenatural; el aire no se movía y ni una sola hoja se agitaba entre las ramas. Fran insistió en ir delante; Índigo se había sentido reacia a permitírselo pero al final había cedido; no quería malgastar energías discutiendo con él y diciéndose para sí que al menos de esta forma, si iba detrás, podía vigilar a sus compañeros. Miró atrás en una ocasión y vio que el seto de espinos había desaparecido, dejando tan sólo los apiñados árboles que parecían extenderse hasta el infinito. No la sorprendía demasiado que los espinos hubieran formado parte de la confusa frontera entre su propio mundo y éste, y ahora que habían entrado en la tierra de nadie que servía de puente a las dos dimensiones, su realidad y todo lo que ésta contenía había quedado fuera de su alcance. Este pensamiento resultaba desconcertante, ya que traía a colación la pregunta de cómo encontrarían el camino de regreso, y decidió no llamar la atención de sus compañeros sobre lo que había visto, y continuar andando en silencio.
Durante algún tiempo nadie habló, hasta que Esti, que seguía saltando a cada sombra, volvió la mirada hacia Índigo con un tímido pero esperanzado atisbo de sonrisa.
—Es idiota —dijo—, pero siento ganas de cantar. Sólo por escuchar una voz. Cualquier cosa.
Fran volvió la cabeza con una expresión mordaz, pero antes de que pudiera hablar, Índigo se le adelantó.
—¿Por qué no?
Su avance por entre la maleza ya era lo bastante ruidoso como para haber alertado a cualquier cosa que pudiera acechar su presencia en la vecindad; una canción tanto daba y podría servir para levantarles el ánimo.
—Si pudiera manejar mi arpa al tiempo que la ballesta, te acompañaría.
—Fran lleva su flauta. —Esti dedicó una mirada maliciosa a su hermano—. Lo he visto cogerla.
Fran se sonrojó.
—Era por si la necesitábamos, no...
—¿Necesitar? —Esti se echó a reír con voz demasiado sonora—. ¿Qué ibas a hacer con ella, Fran? ¡Aunque, todo hay que decirlo, la forma en que tocas es suficiente para hacer huir a cualquier demonio!
Fran se detuvo y se volvió, listo para dedicarle una furibunda réplica, e Índigo saltó:
—¡Esti! ¡Fran! Por la Madre, ¿queréis dejar de discutir por algo tan insignificante? — Entonces aspiró con fuerza para contener su cólera, y siguió con más calma—. Si Esti quiere cantar, que cante, y si tú puedes tocar mientras caminas, Fran, mucho mejor.
Fran lanzó un bufido y se dio la vuelta, pero la reprimenda había dado en el blanco y no dijo nada. Esti, imperturbable, empezó a tararear una melodía que Índigo reconoció como una de las canciones que cantaban a coro los más pequeños de la familia, alegre y llena de ritmo. Al cabo de algunos compases, reuniendo valor, la muchacha empezó a cantar la letra, e Índigo se unió a ella. Sus voces sonaban extrañamente apagadas; el bosque no devolvía ningún eco y el efecto resultaba desconcertante, pero era mejor, pensó Índigo, que el opresivo silencio. Tal y como esperaba, Fran se ablandó por fin, sacó su caramillo de la bolsa y se lo llevó a los labios.
—Adelante, Fran —dijo Esti al no unirse a la canción ningún gorjeante silbido—. ¡La
conocemos desde que apenas sabíamos andar! ¡Toca el contrapunto!
Fran se detuvo y se volvió de cara a ellas.
—Estoy tocando el contrapunto —repuso débilmente—, O al menos lo intento.
Índigo lo miró fijo. Esti, sin comprender aún, masculló una imprecación sobre los juncos que se atascan, pero su hermano meneó la cabeza.
—No le pasa nada a la flauta. Nada en absoluto. —Se la tendió, y ahora el enojo ahogó la inquietud de sus ojos—. Toma. Compruébalo tú misma, si no me crees.
Esti tomó la flauta y le dio varias vueltas, con el entrecejo fruncido. Cuando se la llevó a los labios y sopló, no se escuchó más que el sonido del aire que surgía de sus pulmones. Lo intentó de nuevo, con más energía, luego miró asustada a Índigo y a Fran.
—No funciona...
—Igual que el farol.
La voz de Fran era sombría y levantó la lámpara para subrayar sus palabras. La vela se había convertido ya en un débil y azulado punto de luz, no más brillante que una luciérnaga.
—¿Y tu ballesta, Índigo? ¿Qué crees que sucedería si intentases dispararla? ¿O intentaras tocar el arpa?
La muchacha reconoció lo que el otro quería decirle con un solemne gesto de cabeza, pero Esti protestó enojada.
—¡No tiene el menor sentido! ¿Por qué no funciona la flauta? Si nosotros podemos cantar, entonces...
—No busques sentido a las cosas —replicó con amargura Fran—. No aquí.
Aprendía deprisa, pensó Índigo; y a Esti le dijo: