—Tiene razón. Las reglas de nuestro mundo no sirven en este lugar. Tendremos que aprender las nuevas reglas a medida que avanzamos.
—Si es que hay alguna —añadió Fran.
Índigo lo miró de soslayo.
—Oh, me parece que sí que las habrá. Pero si podremos o no reconocerlas, eso ya es otro asunto. —Bajó la mirada a la ballesta que seguía empuñando, y decidió (¿de forma irracional?) que no se la colgaría al hombro—. Lo mejor será que sigamos. Y si todo lo que podemos hacer es cantar, pues entonces cantaremos.
—Sí —asintió Esti con energía, y se volvió en redondo para dirigir furiosas miradas a los árboles—. ¿Lo oyes? ¿Lo oyes? ¡No te tenemos miedo!
Índigo posó una mano sobre su brazo.
—No, no lo tenemos. Pero de todas formas, me parece que sería mejor no lanzar nuestros desafíos en voz alta aún.
Siguieron andando, pero Esti ya no estaba de humor para cantar, y así pues, el único sonido que mancillaba la quietud era el crujir de sus pies sobre la maleza mientras avanzaban. El tiempo, en la inmutable penumbra del bosque, no tenía sentido, y si transcurrían realmente las horas resultaba imposible calcular su número; pero finalmente, Índigo empezó a sentirse cansada. No había dormido desde las pocas horas arrebatadas al sueño después de la tormenta, y sabía que con los otros había pasado otro tanto: también ellos debían de empezar a flaquear aunque ninguno quería ser el primero en admitirlo. Y tenía hambre. No servía de nada avanzar obstinadamente sólo porque sí; llamó a sus compañeros y sugirió que buscasen un lugar apropiado para acampar y descansar un rato. Esti la secundó agradecida, pero Fran dudó.
—¿Acampar aquí, entre los árboles? —dijo—. No sé... no me gusta la idea. Preferiría estar en algún sitio que me permitiera dominar el terreno.
—Yo también, pero podríamos andar durante días sin llegar al límite del bosque. —Si es que había un límite—. Todos estamos cansados, Fran, y no podemos seguir andando para siempre. —Le dedicó una débil sonrisa—. Te aseguro que soy tan reacia como tú a detenerme aquí, pero no veo que tengamos otra elección.
Fran se mordió el labio inferior.
—Sigamos sólo un poco, entonces —dijo, ignorando el gemido de Esti—. A lo mejor encontramos un claro. Ya hemos pasado por uno o dos. —Le dedicó una repentina sonrisa, y en la fría penumbra la mueca adquirió un aspecto fantasmal—. O a lo mejor, cambiaré nuestra suerte. Papá siempre dice que soy el que tiene más suerte de toda la familia.
Índigo asintió.
—De acuerdo; sólo un poco más. Pero tendremos que descansar pronto.
Fran se dio la vuelta y siguió andando. No había recorrido más de diez metros cuando se detuvo otra vez de forma brusca al tiempo que levantó una mano para que las dos muchachas hicieran lo mismo. Esti lanzó un agudo siseo e Índigo susurró:
—¿Qué sucede?
—¿Recuerdas lo que dije sobre la suerte? —La voz de Fran sonaba como entrecortada—. Creo que estaba en lo cierto. Mirad, mirad adelante, a unos veinte pasos quizá.
Miraron y Esti musitó:
—No puedo creerlo...
—¡Entonces estás ciega a lo que ven tus ojos!
Fran echó a correr, adelantándose a ellas, entonces se detuvo de nuevo y empezó a hacer señales con un brazo mientras gritaba:
—¡Yo tenía razón! ¡Venid a mirar!
Índigo y Esti se apresuraron a ir, y se detuvieron en seco junto a él. Incluso en aquella engañosa media luz no podía haber error posible: a unos pocos pasos más allá, el bosque terminaba. Los árboles se espaciaban poco a poco hasta desaparecer; sencillamente se acababan, como si una hoz gigante hubiera trazado una limpia línea a través del bosque. Y más allá de los últimos troncos negros, vagamente visible como un neblinoso océano gris, había un terreno descubierto.
Esti lanzó un chillido de dichoso alivio y abrazó a su hermano, mientras Índigo contemplaba a Fran con renovado interés, al tiempo que se preguntaba si éste se daba cuenta de lo significativo que podría haber sido su malicioso chiste. Afortunado... quizá lo era. O, a lo mejor, de forma inconsciente, había ejercido una influencia sobre lo que los rodeaba imponiendo su voluntad sobre la voluntad del poder que gobernara en aquella estrafalaria tierra. La idea de que tal cosa fuera posible la excitaba y preocupaba a la vez, y decidió que sería más sensato no decir nada a Fran de sus sospechas. No aún, no hasta que pudiera analizar más el terreno.
Fran y Esti corrían ya por delante de ella y cuando los alcanzó ya habían llegado al final del bosque. Esti, apoyada contra uno de los enormes troncos, se limitaba a mirar el panorama que se extendía antes ellos, incapaz de decir nada, mientras que Fran se aventuraba a avanzar uno o dos pasos más allá de la frondosa bóveda de hojas antes de detenerse. Su cabeza giró despacio mientras examinaba el paisaje, y por fin dijo en voz baja:
—Es como los páramos que rodean Bruhome. Pero...
—Muerto —repuso Esti con tranquilo énfasis—. Sin color. Sin vida. Nada. —Se estremeció, apartándose del árbol, al tiempo que se abrazaba a sí misma—. Ni siquiera sopla el viento.
Índigo contempló el terreno que se extendía más allá del límite del bosque como algo salido de un extraño sueño. Lóbrego y amenazador bajo el resplandor fríamente difuso de la noche, era, intentó explicar Fran, casi una parodia de los páramos de Bruhome. Pero las laderas eran más pronunciadas y las escarpaduras más angulosas, creando profundas hoquedades que se perdían en zonas de sombras bien delimitadas que aparecían negras por completo en contraste con las ondulaciones más suaves y plateadas de las colinas.
Desvió la mirada al lugar donde, a una distancia imposible de adivinar que tanto podía ser un kilómetro como veinte, el terreno se juntaba con el monótono cuenco de estaño del firmamento. Un débil resplandor gris plateado se recortaba en el cielo, como el anuncio de la salida de la luna, pero supo instintivamente que no había luna allí. En lo alto, el cielo
mostraba un color uniforme, monótono: no había la menor señal del origen de aquella débil luz, ni estrellas, ni la leve sombra de una nube. Sin color, sin vida había dicho Esti. Ni una sola señal de movimiento en todo aquel terreno desierto.
Fran, cuyos pensamientos habían seguido unos derroteros similares a los suyos, dijo con suavidad:
—Al menos aquí podemos ver cualquier cosa que se mueva.
—Sí...
Índigo cerró los ojos por un instante y sacudió la cabeza para aclararla; el paisaje poseía un curioso efecto hipnótico, y se alegró de poder dirigir de nuevo los ojos hacia la hierba a sus pies. Hierba negra. Ningún color excepto negro, gris y plata... Apartó de su mente muchos inquietos pensamientos sobre el significado del color plata; dejó la ballesta en el suelo y se deshizo de la bolsa que llevaba a la espalda.
—Es un lugar tan bueno como cualquier otro. Los árboles para facilitar protección por si la necesitamos; pero tal y como dices podemos ver cualquier cosa que se nos acerque antes de que ella nos vea a nosotros.
—No creo que nada lo haga —murmuró sombría Esti—. No creo que haya nada aquí fuera de nosotros.
Fran le dirigió una mirada de enfado.
—Y papá, y Cari, y Grimya. Y todos esos otros. No lo olvides jamás, Esti. Ni por un momento.
La muchacha lo miró resentida.
—Eso no era lo que yo quería decir, y lo sabes.
Con gran alivio por parte de Índigo, Fran no insistió en aquel punto; o bien se había tomado su amonestación muy en serio, o estaba demasiado cansado para discutir. Dejó caer sus fardos sobre el suelo y miró a su alrededor.
—Hay suficientes hojas secas y restos para poder encender un fuego —dijo—. ¿Crees que se encenderá? ¿O fracasarán nuestras yescas y pedernales igual que la flauta y el farol?