—Si alguna vez la encontramos —repuso Esti.
—No. —Índigo posó una mano sobre el brazo de la muchacha, preocupada al ver que su anterior optimismo parecía haber desaparecido con tanta rapidez—. No pienses de esa forma, Esti, hagas lo que hagas. Hemos de creer que los encontraremos.
Fran le dirigió una mirada penetrante, pero ella no le respondió. No era éste el momento de regresar a su idea respecto a la maleabilidad de este mundo; no era más que un embrión aún y necesitaba más tiempo para recapacitar —sin mencionar la necesidad de más evidencias— antes de decir nada. Además, en este momento dormir era más importante que hablar. Se sentía amodorrada después de la comida, y había visto tanto a Esti como a Fran bostezar subrepticiamente llevándose la mano a la boca. Por la mañana —se autocorrigió al darse cuenta de que aquella frase no tenía el menor significado aquí—... dentro de algunas horas estarían más descansados y podrían analizar su situación con las ideas más claras. Hasta entonces, no había nada más que decir.
Al no tener forma de medir el tiempo, se habían puesto de acuerdo en una decisión pragmática al problema de montar guardia, Índigo haría la primera (Fran no había estado de acuerdo, ya que quería tomar esa responsabilidad él solo, pero Índigo se había impuesto) y cuando le pareciera que ya no podía permanecer despierta, despertaría a su relevo. Así pues, mientras Fran y Esti apoyaban sus cabezas sobre sus bolsas utilizándolas como almohada, ella arrojó más hojas al fuego y clavó la mirada en el silencioso y fantasmal paisaje.
«Grimya. »
Proyectó sus pensamientos a la oscuridad, y mantuvo la mente alerta para captar cualquier respuesta que pudiera llegar. Sólo recibió un profundo silencio y el murmullo de su propia mente inquieta, y suspiró. Era una esperanza tan frágil... Incluso aunque Grimya pudiera percibir su presencia puede que le resultase imposible contestar, aunque ésa era una posibilidad que Índigo no deseaba considerar. Y qué había sido de Constan y Cari. ¿Seguían vivos? ¿Vagaban indefensos por este mundo?, o ¿habría surgido algo de la oscuridad, del silencio, para llevárselos y absorber sus vidas, igual como había sucedido con las cosechas de Bruhome?
Una oleada de desesperación se apoderó de repente de Índigo mientras se preguntaba de qué manera ella y sus amigos podrían jamás encontrar a sus seres queridos en aquel mundo nocturno. Aquí no había nada: nada que pudiera ayudarlos, nada que los animara, nada que les diera alguna esperanza. Sólo aquella tierra muerta y su oscuridad, y ningún camino que los condujera adelante o atrás. Estaban tan perdidos como aquellos que de forma tan insensata habían ido a salvar; perdidos, como los caminantes dormidos, en una pesadilla de la que no se podría salir... Una campanilla de alerta profundamente arraigada resonó de súbito en su mente, y con un pequeño sobresalto Índigo vio la trampa en la que había estado a punto de caer. La desesperación. Aislada y sola, sin nadie despierto que pudiera distraerla, había estado a punto de dejarse caer en una especie de ensoñación, seducida por la atmósfera que impregnaba aquel mundo incoloro. La penumbra, aquella tierra desierta, el pesado silencio, eran señuelos que actuaban sobre una mente cansada y desprevenida, y la atraían de modo sutil hacia la misma trampa que había capturado a los durmientes de Bruhome. Desesperación y apatía. Éstas eran las contraseñas en esta dimensión, las fuentes de su fuerza, sus mejores armas. Y ella había estado a punto de sucumbir ante ellas.
—¡No!.
Índigo siseó la palabra en voz baja pero con furia, y antes de que la razón la hiciera recapacitar, introdujo la mano izquierda entre las azules llamas del fuego. Sintió un dolor abrasador en las puntas de los dedos y lanzó un juramento, mordiéndose con fuerza el labio inferior al tiempo que retiraba la mano deprisa y la estrellaba contra la hierba. Le dolía terriblemente, pero la estratagema había funcionado, deshaciendo la insidiosa influencia, Índigo echó una mirada furiosa a su alrededor, como si esperase ver escabullirse una sombra decepcionada, y rebuscó en su bolsa para sacar el ungüento que había utilizado antes en los dedos de Esti.
Entonces se detuvo.
Fuerza de voluntad. La idea le vino de repente, impulsada quizá por su colérica reacción al intento de aquel mundo diabólico por atrapar su mente. A causa de lo sucedido a Esti, ella había creído que se quemaría la mano. Sin embargo aquellas llamas de otro mundo no despedían auténtico calor; el agua no había hervido, y Esti sólo había sentido dolor al tocar el fuego, Índigo arrugó la frente e, intentando no hacer una mueca de dolor, levantó la mano herida para examinarla. La piel empezaba a cubrirse de ampollas, los nervios seguían enviando mensajes desesperados de dolor a su cerebro. Pero —reunió energía mental al tiempo que se decía con ardor que así tenía que ser— no se había quemado. No. Se trataba de una ilusión.
Por un momento, bajo la fría luz del fuego, pareció como si las ampollas de su mano vacilaran y se desvanecieran casi por completo, Índigo se concentró con más fuerza. No existía ninguna quemadura, no había dolor. Fuera, dijo a la herida con muda decisión.
Y flexionó una mano indemne mientras el terrible escozor se apagaba y desaparecía.
Índigo lanzó un largo y lento suspiro, en voz muy baja y llena de intensa satisfacción. Esto corroboraba su teoría, y empezaba a comprender la extravagante naturaleza de esta dimensión. No por completo aún, y desde luego no lo bastante bien, como para darse por satisfecha; pero la madeja empezaba a devanarse, y, tal y como había sospechado, la clave estaba en la fuerza de voluntad. Miró a Esti, enroscada en el suelo de espaldas al fuego, la mano quemada doblada y colocada sobre la otra muñeca para protegerla inconscientemente
del contacto con el suelo. Con un poco de ayuda, Esti podría conseguir negar la existencia de su herida, y una vez la semilla de la confianza quedara sembrada en las mentes de Esti y Fran éstos poseerían una valiosa arma para ayudarlos.
Índigo flexionó la mano, satisfecha, al tiempo que cambiaba de posición y estiraba las piernas para desentumecerlas. Ahora no se sentía cansada; la sensación había desaparecido junto con la creciente apatía, y supo que podría permanecer despierta unas cuantas horas más, a lo mejor incluso hasta que Fran o Esti se despertaran por sí mismos. Era una lástima que no tuviera un catalejo. Incluso en aquella débil luz le habría gustado escudriñar el paisaje y estudiar todos aquellos detalles que a esta distancia resultaban invisibles al ojo desnudo.
Entonces, mientras contemplaba los negros páramos, le llegó un sonido que le produjo un nudo en el estómago al reconocerlo. De muy lejos, escuchándose con horripilante claridad en aquel silencio, le llegó un ladrido gutural; elevándose, repitiéndose, para transformarse por último en el prolongado y ululante aullido de un lobo.
—¡Grimya!
Índigo se incorporó de un salto, a punto de perder el equilibrio cuando uno de sus pies se enredó en la correa de su bolsa. Se produjo un movimiento junto al fuego, y Esti se sentó en el suelo.
—¿Qué... ?
El aullido se había apagado y desvanecido, dejando de nuevo el silencio, e Índigo se volvió para mirar a Esti.
—¿Lo has oído? —le imploró con voz ronca.
Esti parpadeó.
—¡Por la Madre Todopoderosa, qué susto me has dado! —exclamó, luego siguió—: ¿Si he oído qué?
A Índigo el corazón le palpitaba con fuerza bajo las costillas y su boca estaba totalmente seca.
—Un lobo.
—¿Un lobo? ¿Quieres decir Grimya? —Esti se puso de pie y fue hasta Índigo, escudriñando el engañoso paisaje plateado—. ¿Estás segura?