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Índigo asintió con la cabeza. Durante algunos momentos todo permaneció en silencio y ambas escucharon con atención, pero no volvió a escucharse el lejano grito, Índigo había empezado a temblar como reacción a la conmoción sufrida, y Esti la tomó del brazo y lo oprimió en un gesto tranquilizador.

—Siéntate, Índigo. De nada sirve quedarnos aquí de pie como dos pasmarotes.

Índigo obedeció, aturdida. Luego se serenó un poco y dijo:

—Lo siento, Esti. No quería despertarte.

—¡Oh, no importa! No podía dormir bien, de todas formas. —Esti dirigió una rápida mirada al lugar donde Fran seguía durmiendo tan tranquilo—. No como él. Una vez se ha dormido, podrías meterlo dentro de un tambor y empezar a aporrearlo y él ni se movería. Pero... —Sus verdes ojos adoptaron de repente una expresión seria—. ¿Estás segura de que has oído a Grimya?

Índigo volvió los ojos hacia ella con rapidez, poniéndose a la defensiva.

—No estaba soñando.

—No, no; no era eso lo que yo quería decir. Quiero decir si estás segura de que se trataba de Grimya, y no de... bueno, de alguna otra cosa.

La idea no le había pasado por la mente, y la consternación se pintó en su rostro al darse cuenta de lo estúpida que había sido. Había dado por seguro que el lejano aullido de lobo no podía pertenecer más que a Grimya, pero incluso su limitado conocimiento y experiencia de este mundo habría debido advertirle de que no podía confiar en tal supuesto. Podría muy fácilmente haberse tratado de una ilusión. O podría haber sido algo más tangible. Un lobo quizás —el grito había sido inconfundible—, pero un lobo que debía su existencia a este mundo, y no a la tierra real.

Sus hombros se hundieron y clavó los ojos en la negra hierba, avergonzada. Esti le palmeó la espalda, luego se volvió para revolver en su bolsa.

—Ya sé lo que las dos necesitamos. —Sacó un pequeño frasco de metal y lo agitó con aire conspirador—. Fran no sabe que he traído esto. Es alcohol de cebada. Es bueno para los ánimos. Y luego yo me haré cargo de la guardia, y tú duermes un poco.

Muy a pesar suyo, Índigo sonrió.

—Eres muy amable, Esti, pero no estoy cansada. Y ahora no podría dormir.

—Tampoco yo. —Esti descorchó el frasco y lo olfateó apreciativa—. Bueno, pues: al menos puedo hacerte compañía.

Tomó un trago del contenido de la botella y se la ofreció, Índigo negó con la cabeza, y la muchacha volvió a colocar el tapón y se acomodó junto a ella con aire satisfecho.

—¿Sabes? —dijo al cabo de un momento—, si no fuera por el color del fuego, casi podría creer que estamos sentadas en un campamento auténtico, con las carretas a nuestra espalda y Cari preparando una sustanciosa comida... —Se dio cuenta entonces de lo que había dicho y la forzada alegría se evaporó—. ¡Oh, Índigo... !

—¿Cómo está tu mano ahora?

Índigo habló con rapidez, ya que la mención del fuego le había recordado su descubrimiento, y se sentía ansiosa tanto de distraer a Esti como de comprobar su teoría.

—Bueno... está bien, supongo. Todavía me duele. Pero el ungüento ha ido bien.

Índigo se inclinó hacia adelante.

—Escucha, Esti. Mientras dormías, yo... —Y se detuvo al escuchar un crujido entre los árboles a su espalda.

Esti giró la cabeza en redondo.

—¿Qué ha sido eso?

Lo que Índigo había estado a punto de decir murió ante una tensión que se volvió palpable mientras ambas miraban atentas la oscura barrera del bosque. La mano de Índigo se dirigió de forma instintiva hacia la ballesta; la de Esti, a su cuchillo. Pero lo que fuera que había agitado las hojas no pensaba, al parecer, dejarse ver.

—Lo he oído. —La mirada de Esti se deslizó furtiva hacia el rostro de Índigo—. ¿No lo has oído tú?

—Sí. Pero...

¡Ahí!

Esti indicó una rama baja de uno de los árboles justo más allá del perímetro del bosque que en aquel mismo instante descendía y volvía a su posición original, como si algo la hubiera hecho a un lado. Había una sombra, le pareció a Índigo; una sombra que no había estado allí un momento antes.

—Despierta a Fran —dijo en voz baja—. ¡Aprisa!

Esti se arrastró hasta su hermano y lo sacudió por el hombro, al tiempo que seguía mirando temerosa los árboles.

—¡Fran! ¡Fran, despierta! Hay... —El ronco susurro murió en una ahogada exclamación de terror.

—¿Esti?

Índigo se volvió, sorprendida, y vio a Esti agazapada e inmóvil como una estatua. Su boca se abría y cerraba espasmódicamente, pero de ella no brotaba ningún sonido. Y sus ojos miraban fijamente, desorbitados por un terror que era incapaz de articular.

De pronto, Esti gritó con toda la fuerza de sus pulmones. Fue un grito salvaje, demente, que surgió de su garganta lleno de ciego e insensato pánico, e hizo que Fran se despertara también gritando, Índigo, su mente debatiéndose entre el sobresalto y el temor a lo que Esti hubiera visto, se abalanzó hacia la muchacha, para volverse aturdida al tiempo que sus sorprendidos ojos se dirigían hacia el bosque en el mismo instante en que algo se abría paso con gran estruendo por entre las hojas...

—¡Ahhh, no!

La imagen se estrelló contra su cerebro a la vez que escuchaba la silbante exhalación que en un centenar de pesadillas infantiles había anunciado el ulular maligno y lúgubre del más terrible de los horrores de la mitología de las Islas Meridionales. Destacándose por entre los negros árboles vio el ojo que las contemplaba desde la enorme cabeza deforme, y la única y contrahecha pierna con su enorme pie plano que avanzaba pesadamente por entre la maleza, el brazo retorcido que se extendía hacia ella para desgarrarla, la boca situada en el descarnado pecho que se fruncía, se movía babeante. Se echó hacia atrás, a punto casi de caer sobre el fuego, y se volvió a ciegas mientras intentaba incorporarse con la ayuda de manos y pies. Los alaridos de Esti resonaron en sus oídos; luego, de repente, se escuchó un sonido como el de una tela al rasgarse, se produjo una fuerte ráfaga de aire, y Esti pasó corriendo junto a ella, corriendo como un ciervo ante los mastines para perderse en la oscuridad.

—¡Detenía!

A pesar de lo aterrorizada que estaba, Índigo reconoció la voz de Fran, y su grito la sacó de aquel torbellino de pánico. Unos pasos resonaron en la hierba; unas manos la sujetaron, incorporándola...

Y no había nada en el bosque. Ninguna zarpa que se estirara hacia ella, ni boca babeante, ni ningún ulular. Sólo los árboles, silenciosos e inmóviles.

La cordura regresó con vertiginoso ímpetu e Índigo sintió como si se le fueran a doblar las piernas. Pero Fran no se daba cuenta de su estado; ya había salido corriendo en pos de Esti, arrastrando a Índigo con él. Esta tropezó, dio un traspié, por un milagro consiguió mantenerse en pie y, por fin, el temor de verse abandonada allí, sola, envió un torrente de adrenalina por todo su cuerpo y con ella renovadas energías, y se encontró corriendo desesperada junto a Fran, detrás de la figura de Esti, gritando su nombre como una conjura contra el mal.

CAPÍTULO 9

—¡No pienso regresar ahí! —exclamó Esti con violencia, apretando los dientes—. ¡No me importa si lo dejamos todo allí para que se pudra..., no pienso ir!

Fran soltó las muñecas de su hermana y miró impotente a Índigo.

—No sirve de nada. No quiere razonar.

Habían alcanzado a Esti en la ladera de una suave escarpadura y por fin habían conseguido tranquilizarla; permanecían sentados en un repecho, incapaces de mirar por el borde al pozo de intensas sombras que se abría a sus pies. El fuego de su campamento resultaba apenas visible en la distancia, y junto a él estaban todas sus pertenencias.