Esti apartó los brazos de las manos de Fran y aspiró con fuerza, luego se secó los ojos con la manga que le quedaba. Fran arrugó la otra, que le había arrancado al intentar detener su huida, y la dejó caer sobre la hierba.
—Bueno, pues alguien tiene que regresar —dijo con firmeza.
—¡No, Fran! —protestó Esti—. Tú no lo has visto...
—Entonces no tengo por qué tener miedo, ¿no es así?
—¡Pero era el Jachanine! Los cabellos, los dientes... ¡Y aquellos ojos!
—Un momento —intervino Índigo de repente, sujetando el brazo de Fran—. ¿Qué es lo que ha dicho que vio?
—El Jachanine —repuso Fran sucintamente—. Es un troll que frecuenta los pinares en nuestro país. Nuestra madre acostumbraba contarnos historias sobre él cuando éramos pequeños. —Contuvo un estremecimiento.
—¿Qué aspecto tiene?
Fran frunció las cejas.
—Ya lo has visto por ti misma, ¿no?
—He visto algo. Pero le di otro nombre. —Se inclinó hacia adelante para que Esti no pudiera escucharla—. En las Islas Meridionales tenemos relatos de un demonio llamado el Caminante Pardo. Es inmensamente alto y delgado, y posee un solo brazo, una sola pierna y un solo ojo. La boca la tiene en el estómago,, y ulula. —Sintió una sensación de náusea en la garganta al resurgir la imagen en su mente, y la reprimió con un esfuerzo—. Eso fue lo que yo he visto. Describe al Jachanine.
—No. —Fran entrecerró los ojos—. De modo que Esti y tú no visteis la misma cosa, ¿no es así? Ella ha creído que era el Jachanine; tú que se trataba de un demonio de las Islas Meridionales. Y yo no he visto absolutamente nada. Entonces no era algo reaclass="underline" ha sido otra ilusión.
—Sí. —Índigo volvió la cabeza pensativa en dirección al campamento y la amenazadora pared de árboles situada más allá—. Pero ¿qué clase de ilusión? Eso es lo que me preocupa, Fran. ¿La creamos nosotros, con nuestra propia imaginación? ¿O alguna fuerza exterior leyó nuestras mentes y conjuró las imágenes para reflejar nuestros terrores infantiles?
Fran lanzó un juramento en voz baja y miró en dirección al bosque con una mirada furtiva y llena de inquietud.
—Por la Madre, ésa es una idea aterradora. Eso querría decir que este demonio sabe que estamos aquí, y nos vigila. —La miró de soslayo—. E incluso juega con nosotros, quizá.
Sus palabras repetían las sospechas de Índigo, y ésta dijo:
—Creo que deberíamos irnos. Debemos regresar al campamento el tiempo necesario para recoger nuestras cosas y nada más. Aun cuando Esti lo quisiera no considero sensato quedarnos en él. En mi opinión debemos ponernos en movimiento, y rápido. Si tú y yo vamos a buscar las cosas...
Fran meneó la cabeza.
—Estoy de acuerdo; pero Esti no debe esperar aquí sola. Uno de los dos tendrá que quedarse con ella. Lo mejor será que yo recoja las cosas. —En la oscuridad su sonrisa era
un débil pero decidido intento de hacer una gracia—. Soy el que corre más deprisa de los tres.
Esti se apretujó contra Índigo, agarrándole la mano con fuerza, y juntas contemplaron con cierta inquietud cómo Fran se alejaba a grandes zancadas por la hierba en dirección a la débil luz del fuego. Mientras se inclinaba para recoger sus posesiones las copas de los árboles crujieron de repente, amenazadoras, Índigo sintió que el corazón le daba un vuelco, y Fran levantó los ojos veloz; pero los árboles volvieron a quedar en silencio y él reanudó su tarea, trabajando con rapidez, sin detenerse a apagar el fuego con los pies. Cuando regresó, Esti lo abrazó sin decir nada; luego los tres se volvieron para contemplar el reluciente terreno bañado por la oscuridad que se extendía en dirección al lejano horizonte.
—Hay una especie de sendero.
Índigo, cuya visión nocturna era más aguda que la de la mayoría, indicó el lugar donde la cresta corría en diagonal entre dos valles de empinadas laderas. Siguiendo la cresta, iluminado de forma débil y desigual por una luminosidad fosforescente en la profunda penumbra, había lo que parecía ser un sendero estrecho y accidentado.
—No hay forma de saber adonde conduce —dijo Fran dubitativo.
—Conduce lejos del bosque —interpuso Esti—. Eso ya es suficiente para mí.
A lo lejos, en la linde del bosque, las apagadas llamas azules del fuego seguían brillando, y mientras se echaban al hombro las bolsas, Índigo miró atrás y se preguntó si aquella diminuta y fría luz acabaría por desvanecerse y apagarse. Las leyes naturales en este lugar eran tan imprevisibles que el fuego bien podría seguir ardiendo sin combustible que lo alimentara; al menos hasta que la descomposición, que de una forma extraña y desagradable parecía endémica a aquel extraño mundo, acabara por destruirlo.
Continuó mirando al fuego hasta que oyó pronunciar su nombre, de una forma vacilante y perpleja, y esto rompió el hechizo de sus meditaciones. Fran y Esti la observaban, y el primero preguntó:
—¿Índigo? ¿Qué estás pensando?
Se volvió hacia ellos, de cara otra vez a la oscura extensión de terreno que tenían delante.
—Nada que no pueda esperar —respondió, y se obligó a sonreírle—. ¿Nos vamos?
El tiempo y la distancia carecían de todo significado mientras avanzaban por la silenciosa noche. El débil y fantasmagórico crepúsculo no variaba, los páramos y escarpaduras y los pedregales se extendían interminables en todas direcciones, y no se distinguía ninguna señal distintiva en toda aquella aridez que los rodeaba. El cansancio había dado paso a una peculiar y nebulosa sensación de inevitabilidad, e incluso Índigo, que no había dormido en absoluto, se sentía como si pudiera seguir avanzando bajo aquel cielo eternamente monótono.
Esti se había desecho de sus peores temores, pero su valor había sufrido un duro golpe y se había mostrado muy abatida, cosa muy impropia de ella, desde que abandonaran la escarpadura, Índigo y Fran habían explicado la naturaleza de la aparición del bosque, pero poco importaba. Lo que había sucedido en una ocasión, argüía Esti, podía suceder de nuevo.
Y había pesadillas infantiles mucho peores que el Jachanine enterradas en su mente. ¿Cuál sería el siguiente fantasma? ¿Otro troll? ¿Una voraz jauría de Witchlenen? ¿O el mismísimo Gusano Titánico? Fran la instó con severidad a mantener la boca cerrada y dejar de decir estupideces: ¿quería acaso buscarse más problemas? Aunque los nombres pronunciados por Esti no significaban nada para ella, Índigo se dio cuenta de que éstos hacían mella incluso en las enérgicas baladronadas de Fran, e intervino, ansiosa por cambiar el tema antes de que el temor se volviera demasiado contagioso. Con la esperanza de mitigar el estado de ánimo reinante, les contó su experimento con el fuego, y cómo había hecho desaparecer una quemadura de su propia mano al creer simplemente que ésta no podía existir de ningún modo. Esti se sintió muy excitada ante esta idea, y estudió sus quemados dedos con renovado interés.
—¿Quieres decir que si yo digo que no creo en ello, desaparecerán?
—No es exactamente así de sencillo —le advirtió Índigo—. No puedes decir sencillamente que no lo crees, debes estar convencida de ello.
Esti frunció el entrecejo y flexionó la mano.
—Pero todavía me duele. No veo cómo puedo dejar de creer que me duele, cuando todavía siento el dolor.
—Inténtalo —le instó Índigo—. ¡Esti, esto podría resultar vital para nosotros! Si pudiéramos aprender a manipular las fuerzas que actúan aquí...
—¿Como la voz? —Los ojos de Esti se iluminaron.
—Exactamente igual que la voz. —Índigo miró a Fran y él asintió—. Prueba, Esti..., por favor.