Pero nada sucedió. A lo mejor había esperado demasiado de Esti, se dijo Índigo. La voluntad era un arma muy sutil incluso para la mente más diestra, y ella misma no se hacía muchas ilusiones de no ser más que una profesional mediocre: para los Brabazon éste era un territorio nuevo y no experimentado, y resultaría fácil de conquistar.
—No te preocupes —dijo a la frustrada muchacha—. Lo conseguirás, con el tiempo. Debes ser paciente.
Siguieron andando. Esti aún miraba su mano, concentrada con determinación, y Fran se mostraba también preocupado, de modo que durante algún tiempo nadie tuvo nada que decir. El terreno empezaba a elevarse de forma perceptible, aunque el paisaje seguía siendo un mosaico de lomas y valles; a Índigo, que miraba con gran atención el lóbrego paisaje que se veía a lo lejos, le pareció que a unos dos kilómetros de distancia más o menos — resultaba imposible juzgar las distancias con precisión— cambiaba para convertirse en páramos elevados y llanos, que harían la marcha más cómoda y también, posiblemente, ofrecerían una perspectiva más amplia desde la cual decidir la dirección a tomar. En el fondo, se dijo, se alegraría de un cambio, ya que los valles que se abrían a ambos lados de los riscos empezaban a alterar sus nervios. Profundos, silenciosos y totalmente desprovistos de luz, parecían más pozos que auténticos valles: tanto podían tener una profundidad de treinta metros como de treinta kilómetros, y resultaba muy fácil imaginar innombrables horrores agitándose en aquella oscuridad, percibiendo su presencia y trepando desde el abismo con ciega e insensata ansia devoradora. Recordó a los caminantes dormidos de Bruhome, y se preguntó con un desagradable estremecimiento interno cuántos de ellos habrían caído, poseídos por aquel encantamiento, en alguno de aquellos pozos. El que no hubieran visto hasta ahora ni rastro de ninguna de las desventuradas víctimas del bosque, añadía una nueva dimensión a su inquietud; pero se guardó sus especulaciones para sí, ya que no deseaba sembrar nuevos temores en las mentes de Fran y Esti.
El terreno seguía elevándose, de forma bien patente ahora, y cuando se detuvieron para descansar un momento en la cuesta por fin les fue posible comprobar que la suposición de Índigo había sido correcta. A poca distancia, el terreno se allanaba para convertirse en páramo abierto; y allí donde la cresta se unía al páramo se alzaba un solitario y retorcido árbol, inclinado hacia un lado como doblegado por incesantes galernas.
La pendiente se volvió más pronunciada de repente, y se vieron obligados a utilizar las manos para ascender la última ladera hasta la cumbre. Al llegar a la cima se irguieron, jadeantes, y contemplaron con asombro el nuevo paisaje que se extendía ante ellos.
El páramo era enorme y apenas tenía rasgos distintivos. Una suave extensión de césped negro, punteado tan sólo de vez en cuando por una mata de hierba más tosca, que se perdía en la inconmensurable e ininterrumpida distancia. A lo lejos se divisaba un fulgor fosforescente como de fuego fatuo; agua o neblina o algo mucho menos natural, resultaba imposible saberlo. No había colinas dignas de mención, ni valles, ni árboles. Y, al igual que antes, tampoco el menor signo de vida.
—Madre Todopoderosa —dijo con gran sentimiento Fran.
Índigo no hizo el menor comentario, pero adivinó lo que pensaba el muchacho. Por lo que podían ver, no parecía imposible que anduvieran para siempre por aquella llanura desolada e inmutable sin encontrar jamás nada que los guiara o condujera hacia su meta. Incluso si realizaran un cuidadoso racionamiento de sus víveres, sus provisiones de comida y agua eran limitadas, y aunque las extrañas leyes de esta dimensión pudieran permitirles sobrevivir sin alimento, no tenía el menor deseo de poner a prueba tal teoría.
El solitario árbol se alzaba a pocos pasos a su izquierda, e Índigo se acercó para examinarlo más de cerca. Se trataba, observó, de un arbusto atrofiado, desprovisto de hojas y cubierto de pinchos pequeños y afilados, como un espino seco. Las ramas resecas e inclinadas parecían señalar como si fueran dedos petrificados, y cuando miró más allá en la dirección que indicaban, vio directamente en línea recta el resplandor fosforescente que se divisaba a lo lejos. ¿Una pista? ¿O simplemente una engañosa coincidencia? Mientras sopesaba la idea en su mente sus dedos juguetearon con una de las negras ramas, y de repente bajó la vista hacia ellas cuando una ramita se partió entre ellos. La ramita tenía un tacto reseco, quebradizo; durante un breve instante retuvo su forma, luego mientras la miraba, se convirtió en pedacitos de corteza y polvo.
Muerto... Índigo alzó la cabeza y miró de nuevo el lejano resplandor. Fran, que se había colocado a su lado, preguntó:
—¿Por ahí?
—Es tan buena como cualquier otra dirección —repuso Índigo—. Y esa luz puede ser importante.
Fran se encogió de hombros.
—Signifique lo que signifique no puede ser peor que por lo que ya hemos pasado. Esos valles, uf...
—¿Tú también lo has sentido?
—Sí. No podía dejar de preguntarme qué sucedería si alguien daba un paso en falso y se caía del sendero. No era un pensamiento agradable.
—Bueno, ahora sólo tenemos el problema del páramo. Esperemos que no oculte secretos mortales.
Fran asintió; luego, deprisa y un poco subrepticiamente, le tomó la mano y la oprimió con fuerza.
—Hemos de estar siempre juntos, ¿eh?
De repente su rostro apareció levemente ruborizado y parecía poco dispuesto a mirarla directamente, Índigo sintió que el corazón le daba un vuelco. «Esto no», pensó; «Fran, no». Ya tenían bastantes problemas; ¿seguramente se daba cuenta de que ya no había espacio para más complicaciones? Retiró su mano con suavidad pero a la vez con firmeza y se apartó de él; tras levantar una clara distancia entre ellos, esperó que el mensaje no sería tomado a mal.
—Vamos —dijo en un tono que quería ser alegre—. Debemos ponernos en marcha.
Sólo pudo ver su rostro por un breve instante antes de volverse. El muchacho mostraba una expresión peculiar en la que el embarazo, la esperanza, la resolución y el resentimiento competían por obtener la prioridad, y una parte de ella deseó detenerse, mirarlo cara a cara y decir: «Fran, no seas estúpido; quítate esas ideas de la cabeza y no vuelvas a considerarlas siquiera». Pero no podía hacerlo. El lamentable orgullo de los diecinueve años de Fran no lo dejarían ni comprender ni aceptar tal reproche; era demasiado joven... y el que creyera que ella era sólo unos pocos años mayor que él añadía ironía al dilema. Fran tendría que aprender que la realidad de su relación no podía encajar con lo que veía en su imaginación. Pero no podía ser ella la que le enseñase esa lección.
El camino a través del páramo resultó mucho más fácil que el precario y accidentado sendero del risco. Aunque el sendero en sí —real o imaginado, eso era algo que Índigo no podía decidir aún— había desaparecido en el límite de la meseta, no existían escollos que hicieran peligroso el trayecto. Esti intentaba compensar su anterior melancolía mostrándose decidida aunque artificialmente alegre, lanzándose primero a un torrente de cháchara insustancial, para luego, al ver que ni Fran ni Índigo respondían, dedicarse a canturrear una cancioncilla para sí. Aunque no deseaba en lo más mínimo estropear el buen humor de la muchacha, a Índigo aquel canturreo le alteraba los ya de por sí tensos nervios, y se veía obligada a reprimir de modo constante un impulso de mirar por encima del hombro, no fuera que algo los estuviera siguiendo. Todo estaba demasiado tranquilo, demasiado desierto. ¿Dónde estaban los caminantes dormidos? Ya deberían de haber encontrado algún rastro de ellos. ¿Dónde podrían haberse metido?
Siguieron andando. Esti no había parado de cantar, aunque ahora la melodía había cambiado para transformarse en una cancioncilla indecente que Constan hacía tiempo que había desterrado del repertorio oficial de la Compañía Cómica Brabazon. El curioso resplandor parecía perceptiblemente más cercano ahora, a no más de un kilómetro de distancia, calculó Índigo; e intentó escuchar el agudo silencio que se apoderaba del terreno en los intervalos producidos entre estrofa y estrofa de la ordinaria canción de Esti. A lo mejor era su imaginación, pero le pareció sentir una tensión creciente en la atmósfera del páramo. Resultaba algo parecido al sofocante silencio que se produce antes de una tormenta, pero más cerrado, más limitado. Una sensación de espera.