—¡Esti! —Tenía que escuchar la atmósfera; era imprescindible—. Esti, lo siento, pero podrías...
No pudo decir más. De la negrura situada más allá de su campo de visión, del otro confín del páramo, surgió el aterrador y estremecido aullido de un lobo.
—¡Por la Madre! —Fran se detuvo, visiblemente asustado, y miró inquieto a su alrededor—. ¿Qué ha sido eso?
Esti se había interrumpido a media canción, y miraba a Índigo con ojos desorbitados.
—¿Era... ? —empezó nerviosa.
Los ecos del aullido se perdían en el páramo.
—No lo sé —susurró Índigo—. Pero... —No, dijo algo en su interior con energía. Conozco la voz de Grimya, y eso no era ella. Eso no era un lobo de carne y hueso. Se humedeció los labios—. No. No era Grimya.
—Entonces, hay otros lobos ahí.
Otros lobos, Índigo recordó la primera vez que había escuchado aquel grito, mientras montaba guardia junto al fuego del campamento. Habían recorrido muchos kilómetros desde entonces; y eso la hizo sospechar que esta jauría, tuviera la forma que tuviese, o la naturaleza que fuera, los seguía; manteniéndose a distancia pero siguiéndoles el rastro, de todas formas.
Miró deprisa al otro extremo del páramo, al lugar donde resplandecía aquella mancha de luz, a menos de quinientos metros ahora.
—Podría tratarse de otra ilusión —dijo con voz tensa—. Otra imagen sacada de nuestras mentes...
—No apostaría mi cabeza —repuso Fran—. Tú fuiste la que nos advirtió sobre las reglas, ¿recuerdas? ¡Creo que deberíamos alejarnos de aquí, y rápido!
—¡Vayamos hacia la luz! —suplicó Esti—. Puede ser que no encontremos refugio ahí, pero yo, al menos, me sentiré más segura.
Tenía sentido. Resultaban demasiado vulnerables en aquella semioscuridad; a cualquier morador silencioso le resultaría muy fácil deslizarse hasta ellos sin que lo vieran. La luz les proporcionaría una cierta ventaja, por pequeña que fuese.
La extraña noche estaba silenciosa de nuevo. No volvió a repetirse el aullido mientras, sin malgastar palabras, se pusieron en marcha a paso rápido a través de la hierba. El etéreo y peculiar resplandor estaba cada vez más cerca, más cerca... hasta que por fin quedó a unos pocos metros de distancia, y descubrieron al instante el origen de la luz.
Todo pensamiento de lobos desapareció de la mente de Índigo mientras ella y sus compañeros reducían la marcha, se detenían y lo contemplaban boquiabiertos. Ante ellos, en medio de la hierba del páramo, había un estanque totalmente circular de aguas quietas.
Tenía unos seis metros de diámetro, y era demasiado simétrico para ser natural... y esa luz fría y fantasmal parecía emanar de debajo de la lisa superficie del agua, como si se filtrase al exterior desde profundidades imposibles de adivinar y se desparramara por el aire circundante. Alrededor del borde del estanque, cubriendo una distancia de unos tres pasos —de nuevo de una forma preocupantemente simétrica—, la hierba daba paso a lo que parecían guijarros de un tono gris blanquecino, tan lisos y rasos como si un delicado cuidador los hubiera rastrillado no hacía mucho.
Esti fue la primera en moverse. Con cautela primero, y con creciente seguridad después, llegó hasta el borde de los guijarros y lo examinó con un pie para comprobar si soportaría su peso. Parecían ser sólo dos capas, y el suelo debajo de ellos era sólido.
—No son más que guijarros —dijo Esti, perpleja—. ¿Pero por qué? ¿Con qué propósito?
Aun cuando su pregunta tuviera una respuesta, lo más probable es que no tuviera sentido para ellos, pensó Índigo. Se agachó y tomó una de las piedras que componían el círculo de guijarros. Era lisa, sorprendentemente ligera, casi como piedra pómez; y no estaba ni fría ni caliente. Una cosa neutral, inerte. Dejándose llevar por un impulso, la arrojó al estanque. Se estrelló sobre la superficie con un ligero chapoteo, y se hundió como lo haría cualquier piedra normal en agua normal.
Eran, que la había estado observando, dijo pensativo:
—Me pregunto si es potable...
—Yo no me arriesgaría —advirtió Índigo—. Aun cuando no sea venenosa, podría afectarnos de forma imprevisible.
—Sí... pero de todos modos. —Eran introdujo la mano en su bolsa y sacó un pequeño cazo que, antes del fracaso con el fuego, se suponía que había de servir como utensilio de cocina—. Me gustaría verla más de cerca. —Atravesó el espacio cubierto por los guijarros, se agachó junto al borde del estanque y, con mucho cuidado de no tocar el agua con la mano, hundió el cazo en ella.
—Es tan transparente, devuelve una imagen tan nítida como la de un espejo —les gritó— Si no fuera por las ondulaciones nunca creerías que es agua y no... por la sangre de la tierra, ¿qué es esto?
Sobresaltadas por la repentina exclamación, Índigo y Esti levantaron la cabeza rápidamente, e Índigo inquirió:
—¿Qué sucede?
—Me resulta imposible de creer... ¡venid y mirad!
Fueron a reunirse con él y miraron con atención el cazo que sostenía. Estaba vacío... y la superficie seca.
—Lo he hundido en el agua —insistió Fran—. Maldita sea, he visto las ondulaciones, ¡vi cómo esta condenada cosa se llenaba! —Le alargó el cazo—. Inténtalo y lo verás.
Índigo se inclinó sobre el estanque y hundió el cazo bajo la superficie. Tal y como había dicho Fran se formaron ondas y el agua se derramó sobre el borde; pero cuando sacó el cazo de nuevo, fue como si lo sacase de un espejismo: estaba seco y vacío.
Fran, de rodillas ahora, estiró la mano hacia la superficie del estanque y, muy despacio, la tocó.
—Parece agua —dijo sin demasiada seguridad, y dejó que la mano se hundiera hasta la primera falange—. Húmeda y fría. —La agitó y se escuchó un chapoteo, como si hubiera saltado un pequeño pez; luego sacó los dedos y, sin el menor comentario, se los mostró a Índigo y a Esti.
Su mano estaba completamente seca.
—Agua —anunció—, y sin embargo no es agua. ¿Qué os parece?
Índigo contempló el estanque, pensativa. Este nuevo descubrimiento la hacía sentirse ofendida; como si alguien o algo hubiera colocado esta hermosa pero inútil imagen en su camino como una broma de mal gusto.
—Me pregunto cuántos viajeros en este mundo se han visto atraídos hasta aquí por la promesa del agua —dijo en voz alta— para descubrir luego que aquel que había puesto el cebo poseía un desagradable sentido del humor.
Fran se mostró sorprendido.
—¿Piensas que lo han colocado de forma deliberada?
La muchacha suspiró.
—Empiezo a pensar que todo en este mundo ha sido más deliberada y cuidadosamente ideado de lo que nos damos cuenta. Siento... —Vaciló, se puso en pie y empezó a pasear mientras buscaba la palabra justa—. Manipulado.
Es el único nombre que puedo darle. Como si desde que nos introdujimos a través de la barrera de espinos, hubiéramos sido como marionetas colgando de una cuerda.
—¿Pero sin saber quién es el amo de las marionetas?