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—Oh, no. Conozco la respuesta a esa pregunta, al menos en esencia. —Índigo se rodeó con los brazos al tiempo que levantaba los ojos hacia el lejano y uniforme cielo—. Pero es muy escurridizo. Yo esperaba un enemigo tangible, algo que pudiera ver, y evaluar, y desafiar. Esto, no obstante —indicó el estanque y el páramo con un movimiento del brazo— es como...

—... como buscar una determinada pulga en un perro flaco —intervino Esti.

A pesar de su estado de ánimo, Índigo no pudo contener una carcajada.

—Una pulga entre otras muchas —dijo—. Me gustaría saber cómo reaccionaría nuestro invisible anfitrión ante tal comparación... Pero, hablando seriamente, la verdad es que siento que están jugando con nosotros. Las ilusiones, las imágenes, los curiosos fenómenos: es como si se tratara de fruslerías para desviarnos del camino que deberíamos seguir. Puede que hayamos penetrado en este mundo diabólico, pero es como un templo dedicado a la Diosa, en el que los patios exteriores y las salas públicas no cuentan más que la mitad de la historia. Aún no hemos atravesado el velo que cuelga frente al sanctasanctórum. ¿Comprendéis lo que quiero decir?

—Sí —respondió Fran—. Pero en un templo, al menos en los que yo he visto, sólo se permite atravesar el velo a los servidores de la Diosa.

Índigo había seguido paseando mientras hablaban, pero ahora se detuvo y miró fijamente a Fran. Sin darse cuenta, había hecho un comentario que podría resultar significativo; ya que si el paralelismo que había trazado resultaba cierto, entonces a lo mejor tan sólo los sirvientes de la entidad diabólica que había creado este mundo podrían trascender la capa exterior de ilusión y engaño, y llegar al auténtico núcleo.

O si no eran sus sirvientes, entonces sus víctimas...

De repente sintió una veloz e inesperada punzada premonitoria, como si una sardónica inteligencia hubiera leído sus pensamientos al mismo tiempo que éstos se formaban. Y unos segundos más tarde, resonando desde muy lejos en la quietud, les llegó la voz de un lobo que acecha a su presa en un penetrante aullido que atraviesa la noche.

Esti brincó como una liebre e Índigo sintió que se le ponían los pelos de punta. Fran, sobresaltado también pero intentando no demostrarlo, volvió los ojos más allá del campo de influencia del extraño fulgor del estanque, en un intento por atravesar la oscuridad.

—Siguen ahí. —Su voz sonaba asustada, asombrada y enojada a la vez.

Esti se estremeció.

—Y parece como si nos esperaran. —Dirigió la mirada a su hermano, luego a Índigo—. ¿Qué vamos a hacer? ¡Si seguimos adelante, pueden tendernos una emboscada; pero si nos quedamos aquí pueden cercarnos!

Índigo recapacitó sobre ello durante unos instantes. Decidieran lo que decidiesen, la necesidad los obligaría a acampar dentro de no mucho tiempo, ya que al parecer, a pesar de sus esperanzas, no podían permanecer sin comer ni dormir. Ella ni siquiera había dormido en la acampada anterior, y empezaba a sentir los efectos de esa falta de sueño. Sin duda, resultaría más seguro permanecer junto al estanque, donde al menos la luz les ofrecería algo de protección contra un ataque por sorpresa. Una vez hubieran descansado estarían mucho

mejor preparados para lo que pudieran encontrar en el páramo.

Fran y Esti estuvieron inmediatamente de acuerdo con su sugerencia cuando se la hizo saber; aunque Esti fue lo bastante honrada como para reconocer, llena de ironía, que era como tener que escoger entre morir quemado o morir ahogado. Escogieron un lugar y tras una rápida comida —parecía absurdo realizar de nuevo el ritual de encender un fuego— Índigo y Esti se acomodaron para dormir mientras que Fran montaba la primera guardia, Índigo había temido que le resultase difícil dormirse; pero, con gran satisfacción por su parte, sintió cómo empezaba a sumergirse en la inconsciencia sólo minutos después de cerrar los ojos. Tuvo unos sueños extraños y fragmentados de bosques sombríos en los que una voz que conocía y amaba, pero a la que no podía dar un nombre, la llamaba desde lejos, instándola a seguirla; el sonido aumentaba y disminuía de forma alternativa mientras ella buscaba en vano su origen. Cuando por fin se despertó, sintió como si una profunda tristeza se hubiera alojado en lo más profundo de su ser, y que desapareció al desperezarse, pero su recuerdo era nítido e inquietante.

Fran estaba sentado de espaldas al estanque, la mirada fija en el páramo, e Índigo se sorprendió al ver a Esti junto a él. La muchacha le explicó que había dormido un poco, pero luego se había despertado de repente e, incapaz de recuperar el sueño, había decidido hacer compañía a Fran durante el resto de su guardia. Nada había alterado su vela —al parecer los lobos o bien habían decidido permanecer en silencio o se habían escabullido hacia nuevos territorios— y ahora fue Fran quien, intentando disimular sus bostezos, se dirigió agradecido al lecho improvisado y se enroscó sobre él para dormir.

Índigo se acomodó junto a Esti, y le dedicó una sonrisa.

—¿Estás segura de que no quieres descansar? —preguntó—. A mí no me importa en absoluto quedarme sola.

Esti le devolvió la sonrisa y sacudió la cabeza.

—No. No tengo ni pizca de sueño: ahora ya no podría volverme a dormir.

A Índigo le dio la impresión de que la muchacha parecía excitada. Sus ojos verdes estaban algo enfebrecidos y su aire algo cohibido, como si intentara ocultar alguna emoción que la hiciera sentir embarazada o avergonzada; e Índigo inquirió a modo de tanteo:

—Esti, ¿sucede algo?

—¿Suceder algo? ¡No, claro! —Se produjo entonces una vacilación al darse cuenta Esti de que la negativa había sido demasiado rápida, demasiado desenvuelta; lanzó una carcajada, que sonó forzada—. Bueno... tuve unos sueños extraños mientras dormía. Y cuando desperté, me sentía tan triste...

Índigo la miró con renovado interés.

—¿De qué trataban esos sueños?

Esti se ruborizó.

—Preferiría no hablar de ello. —Le dirigió una rápida sonrisa, casi furtiva—. Te reirías de mí.

—Te prometo que no haré tal cosa.

—No importa... —Desvió la mirada, y se echó los cabellos hacia atrás—. ¡Oh... me siento tan mugrienta!. ¡Ojalá pudiera bañarme en este estanque!

—Ni lo intentes —advirtió Índigo, aunque su mente estaba distraída, meditando sobre la peculiar reticencia de Esti.

—No lo haría, desde luego. Aunque la verdad es que antes intenté lavarme las manos. — Extendió los dedos y los contempló—. Fue extraño. Sentí como si mis manos estuvieran bajo agua; no obstante, cuando las saqué, estaban secas todavía, como dijo Fran, y no había forma de quitar la suciedad.

—Lo que contiene el estanque, desde luego no es agua —asintió Índigo—. Sospecho que debe de tratarse de otra clase de ilusión. Y eso me preocupa, Esti, porque quiere decir que es posible que no haya agua en ningún lugar de esta dimensión. Y si eso es cierto, entonces tendremos serios problemas cuando se nos acaben nuestros suministros.

Esti respondió distraída:

—Sí, supongo que sí.

E Índigo comprendió que no le había prestado atención, y que en lugar de ello miraba en dirección al estanque con una expresión pensativa.

—¿Esti?

Extendió la mano para tocarle el brazo.

—¿Qué? Oh... lo siento. Miraba el estanque. —Esti parpadeó, y su expresión pensativa se trocó por una curiosa sonrisita—. ¿Sabías, Índigo, que si te sientas y contemplas con atención el agua, a veces puedes ver las imágenes más extrañas, las más peregrinas?; parece como si fueran imágenes de otro mundo.

Algo en su voz, que recordaba a su excéntrico estado de ánimo anterior, despertó una cierta inquietud instintiva en Índigo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó con cuidado.