Ambos la miraron sorprendidos.
—¿Qué quiere decir no? —preguntó Fran.
—Yo... no... —Esti estaba como paralizada—, es decir, no veo por qué necesitamos... — Le fallaron las palabras y se quedó silenciosa.
—¡Oh, vamos, Esti! —Fran estaba perplejo—. ¡No hacemos más que andar y andar, sin la menor idea de adonde vamos! ¿Cómo podemos albergar la esperanza de encontrar a papá y a Cari de esta forma?
—Los encontraremos —protestó Esti, pero sin auténtica convicción—. Si tenemos fe y confianza. —Sus ojos se movieron con rapidez, furtivos del rostro de Fran al de Índigo; vio la expresión de ésta y desvió deprisa la mirada.
—¿Confiar en qué? —Fran estaba cada vez más exasperado—. ¿En tu infalible sentido de la dirección? Maldita sea, muchacha, eres...
—¡No me hables así! —Esti lo atajó con tal ferocidad que el joven dio un paso atrás, sobresaltado—. ¿Quién crees que eres? —Sus brillantes ojos llameaban; entonces, de repente, arrojó al suelo la bolsa que llevaba a la espalda y se dejó caer junto a ella—. Muy bien. Sentémonos y celebrad vuestro consejo, si eso te hace feliz. ¡No me importa! —Y volvió la cabeza.
—De acuerdo.
Fran se sentó también sobre la hierba, y levantó los ojos hacia Índigo. En sus ojos había una especie de desafío, y cuando volvió a hablar lo hizo con voz cáustica.
—Sugiero, Índigo, que ignoremos a esta criatura hasta que decida dejar de comportarse como un niño malcriado. Entretanto, puede que tú y yo podamos discutir cuestiones más importantes.
Índigo vaciló. Su deseo era instar a los dos a que dejaran de pelearse pero a la vez sabía que esta última ruptura la había desencadenado algo mucho menos inocente que la rivalidad entre hermanos. Tenía que mediar: pero al mismo tiempo necesitaba conseguir apaciguarlos sin despertar la menor sospecha sobre sus propios motivos.
—Escuchadme, los dos. No sé cuánto tiempo hemos andado, pero no debe faltar mucho para el momento de otro descanso. —Les dedicó una sonrisa forzada que no la convenció a ella pero, esperó, podría engañarlos a ellos—. Estoy cansada, hambrienta, y no dudo de que vosotros lo estaréis también. Acampemos aquí. Y luego podemos discutir qué hacer, y satisfacer ambas necesidades.
—Sí, estoy de acuerdo —asintió Fran.
—¿Esti?
—Si eso es lo que queréis... No me importa —respondió con un encogimiento de hombros y sin volverse.
—Muy bien.
Índigo dejó caer su bolsa; arqueó los hombros agradecida por deshacerse de aquella carga. Estaba agotada; y cuando se sentó Fran, percibiendo su estado, le dijo:
—Yo montaré la primera guardia. —Le sonrió y su sonrisa le transmitió un amago de disculpa—. Hablaremos más tarde, ¿de acuerdo? Cuando hayas dormido un poco. Tienes todo el aspecto de necesitar dormir. Y no te preocupes por Esti. Haremos las paces; siempre lo hacemos.
Índigo titubeó, pero luego comprendió que tenía razón. La pelea se olvidaría. Por ahora, al menos, no había mucho que temer, y le devolvió la sonrisa a Fran antes de acomodarse lo mejor que pudo sobre el accidentado suelo.
De forma perversa, el sueño se negó a acudir en un principio, a pesar de su cansancio. Durante algún tiempo permaneció despierta, consciente de la presencia de Fran que contemplaba meditabundo el desolado y silencioso paisaje nocturno y de los ocasionales movimientos inquietos de Esti. Al cabo de un rato Esti se dio por vencida y se tumbó, enroscándose sobre el suelo con la cabeza descansando sobre la bolsa: al poco rato Índigo escuchó unos murmullos que no pudo comprender y que en un principio pensó que iban dirigidos a Fran. Pero Fran no respondió, y se dio cuenta de que Esti debía de estar dormida y soñaba.
Por fin Índigo empezó a hundirse en las brumas del sueño. A punto de dormirse, justo antes de que la oscuridad interior se adueñara de ella, tuvo la sensación de que alguien la observaba, e intentó despertarse para advertir a sus compañeros de que no estaban completamente solos. Pero la realidad se le escapaba ya, para transformarse en las primeras imágenes de un sueño, y se dejó llevar. Un sueño. Eso era todo lo que era. Sólo un sueño.
Índigo se durmió. Fue un sueño profundo, por tanto la conmoción del despertar, cuando éste llegó, resultó mucho peor.
—¡Índigo!
La voz penetró por entre la inconexa imagen de un desierto de cegadoras arenas doradas, y mientras empezaba a despertarse Índigo se oyó pronunciar un nombre casi olvidado, y hacer una pregunta en una lengua conocida pero descuidada del continente oriental. Las brumas del sueño se disiparon como una tormenta de polvo, y se encontró mirando a Fran.
—¡Índigo! —La mano del muchacho le sujetaba el hombro con ferocidad mientras se inclinaba sobre ella, y el terror se pintaba en sus ojos—. ¡Esti se ha ido!
El triste relato de Fran fue muy breve. Había estado más cansado de lo que creía y después de que Índigo y Esti se durmieran se encontró celebrando una batalla imposible contra su propio agotamiento. Pero antes de despertar a cualquiera de las dos muchachas, decidió —de forma estúpida, por lo que ahora parecía— seguir con la guardia. No obstante sus esfuerzos habían fracasado, y se había despertado con la cabeza apoyada sobre las rodillas, un terrible dolor de espalda, y con Esti desaparecida.
Su inmediata suposición era que algo había penetrado en el campamento y se había llevado a Esti y se encontraba dividido entre violentas autorrecriminaciones y frenéticas imposiciones de que habían de encontrarla y rescatarla, Índigo, no obstante, sabía exactamente qué había sido de Esti, y se maldijo por no haberlo previsto. La pelea debiera haberla puesto sobre aviso: Esti, persiguiendo obsesivamente la alucinación que se había apoderado de su mente, no había estado dispuesta a dejar que nada se interpusiera en su camino, y había aprovechado la primera oportunidad para deshacerse de aquellos que, según su desvirtuado razonamiento, frustraban sus deseos. Se trataba de la peor confirmación posible de las sospechas de Índigo; y ahora ya no podía guardarse esas sospechas para sí.
Convenció a Fran para que se calmara el tiempo suficiente para escucharla, y le contó lo que ya sabía; le habló del jardín y de su lívido habitante que se reflejaban en el estanque, de la inquietante sensación que había tenido sobre el poder del fantasma, y de la particular reserva y disimulo de Esti que habían dado la primera señal de alarma a su cerebro. Luego, con franqueza, le confesó el plan que se había hecho de permitir que Esti los guiara hasta aquello que la llamaba, plan que tan poco éxito tuvo.
Fran escuchó todo lo que tenía que decir y cuando ella terminó se produjo un silencio durante algunos instantes. Luego, en voz anormalmente baja por sus esfuerzos para controlarla, Fran dijo:
—De modo que Esti ha huido en pos de ese... de ese demonio, de esa cosa. Y tú lo sabías. Sabías que algo así podía suceder, y sin embargo la dejaste correr el riesgo...
—¡Fran, lo siento! La Madre sabe que si hubiera sabido por un momento que...
—¡Si conocieras a Esti, se te habría ocurrido! ¡Yo lo hubiera sabido, maldita sea! ¡Es mi hermana, para mí resulta tan transparente como el agua, y hubiera podido predecir exactamente lo que haría! ¿Por qué no me lo dijiste?
Índigo meneó la cabeza con desesperación.
—Debiera haberlo hecho. Ahora me doy cuenta. Pero no quería hacer nada que pudiera despertar las sospechas de Esti, o dejar que el demonio se diera cuenta de lo que sucedía. — Sonaba poco convincente, lo sabía; pero era la verdad.
—Ya veo —repuso Fran con frialdad—. No pensaste que podías confiar en que yo guardaría el secreto, ¿verdad? —Dos furiosas manchas rojas aparecieron en sus mejillas, y su voz se volvió apasionada bruscamente—. Piensas que soy una criatura. Tú, con toda tu sabiduría y superioridad, crees que siempre sabes lo que es mejor! ¡Bien, muy bien! ¡Pues espero que te conforte saber que toda tu sabiduría y toda tu superioridad puede ser que hayan acabado con mi hermana!