—Fran...
—¡No! —Fran se dio la vuelta y empezó a recoger su bolsa—. Al diablo contigo, Índigo. ¡No pienso seguir escuchando! ¡Me voy en busca de Esti, y la voy a rescatar de las garras de esa monstruosidad... y tú puedes hacer lo que te plazca!
Se cargó la bolsa a la espalda y se habría alejado si Índigo no le hubiera gritado:
—¡Fran! ¡Ni siquiera sabemos qué dirección tomó!
Fran vaciló, luego se volvió para mirarla. Por un instante ella pensó que el joven podría estar demasiado furioso para comprender lo que ella había dicho, pero al cabo de un momento Fran lanzó un furioso juramento, y arrojó la bolsa al suelo al tiempo que su rabia se esfumaba de repente.
—¡Oh, Madre Todopoderosa... ! —Se llevó una mano al rostro en un gesto de desesperación.
—No quiero pelearme contigo, Fran —dijo Índigo con suavidad; se sentía como si pisara hielo quebradizo, pero tenía que intentar reparar su desavenencia, si le era posible—. Y estoy dispuesta a admitir que estaba equivocada, muy equivocada. No puedo cambiar mi error, pero quiero repararlo. —Se interrumpió. Fran permanecía inmóvil, su rostro era una máscara impenetrable, pero al menos la escuchaba—. Si queremos tener alguna esperanza de encontrar a Esti hemos de hacer lo que sugeriste antes: buscar pistas, y elaborar un plan. Es nuestra única posibilidad.
Se produjo un silencio durante un rato. Luego, muy despacio, Fran asintió con la cabeza.
—Muy bien. En eso al menos, tienes razón. —Levantó la vista y le devolvió la mirada con un residuo de resentido veneno aún en sus ojos—. Pero esta vez se hará según diga yo. —Se golpeó el pecho con un dedo—. Yo.
Índigo se dijo que el muchacho no podría hacerlo peor de como lo había hecho ella, de modo que le respondió llena de contrición:
—Sí. Como tú digas.
La pista, cuando la encontraron, resultaba tan evidente que ninguno de los dos creyó ni por un momento que se tratara de un accidente. A diez metros de donde habían dormido vieron un destello de insólito color sobre la hierba y descubrieron un brazalete hecho de pequeñas cuentas de cristal barato sobre el negro suelo.
—El brazalete de la suerte de Esti. —Fran lo miró sorprendido—. Y ni siquiera se ha roto. Debe de haberlo dejado caer deliberadamente. Quería que supiéramos en qué dirección se iba... o lo que sea que la controle quería que así fuera.
—Bien, eso, o lo dejaron para engañarnos.
El muchacho la miró de soslayo. La atmósfera entre ambos no era cómoda aún y el menor atisbo de crítica —aunque fuera imaginado— le hacía saltar. Apretó el puño y aplastó el brazalete.
—No me importa. Hemos perdido demasiado tiempo ya, y tanto si esto es un engaño como si no, voy a seguirlo. —Hizo una pausa—. ¿Vienes?
Índigo no discutió. El brazalete podía llevarlos a seguir una pista auténtica o falsa; pero
no tenían otra elección que confiar en él.
—El terreno asciende un poco —dijo a Fran indicando hacia adelante—, parece seguir así por un kilómetro o dos. Desde la cima de la elevación podremos obtener una mejor panorámica del terreno.
—De acuerdo. Entonces pongámonos en marcha, y rápido.
Establecieron un régimen alternado de caminar y correr, avanzando unos cincuenta pasos cada vez, mientras se turnaban para llevar la tercera bolsa que Esti había abandonado. Este ritmo les permitía mantener un buen paso al tiempo que conservaban energías y cuando por fin llegaron a la cima de la lejana elevación ambos jadeaban sólo muy superficialmente.
El panorama resultó decepcionante, sin embargo. Aunque el curioso brillo plateado del cielo les permitía un buen campo visual hasta una gran distancia en todas direcciones, no había nada que ver excepto el desierto e interminable páramo que se extendía, al parecer, hasta el infinito.
Fran maldijo en voz baja al extinguirse la esperanza que había alimentado.
—Tiene que haber algo —masculló—. No puede seguir así eternamente. No puede.
—No creo que lo haga.
Índigo entrecerró los ojos en un esfuerzo por escudriñar las partes más alejadas del terreno. Volvía a pensar en la teoría, olvidada a la luz de acontecimientos más urgentes, de que la fuerza de voluntad podría ser capaz de controlar el equilibrio entre ilusión y realidad en este mundo. ¿Podría ser posible que, bajo la máscara de este páramo interminable e inmutable, les aguardaran los auténticos contornos de la dimensión del demonio y todo lo que ésta contenía, si eran capaces de reunir la fuerza de voluntad suficiente para verla?
Suspiró y desechó la idea. Aunque esto fuera verdad, ni ella ni Fran sabían cómo abrir la puerta; y sin ese conocimiento la especulación resultaba inútil. Sólo una indicación, pensó. Sólo una señal. Sin duda, como había dicho Fran, debía de haber algo.
Desalentada tanto por su propio ensueño como por la aridez del paisaje, se inclinó para recoger la bolsa de Esti, lista para seguir adelante. Pero mientras se la colgaba al hombro, Fran le sujetó de repente el brazo, al tiempo que miraba a lo lejos.
—Algo se mueve. —Señaló con el dedo, y su voz se elevó_ excitada—. Allí, a lo lejos, ¡mira!
Índigo se volvió. En la distancia, claramente destacada contra el plomizo telón de fondo, vio una forma pálida y borrosa. La distancia le daba un aspecto parpadeante y fantasmal, pero no había la menor duda de que se movía, aunque despacio y de forma errática, en medio de la penumbra.
Índigo se escuchó contener la respiración con fuerza al tiempo que Fran volvía a hablar.
—¿Humana? —El joven la miraba con ojos enfebrecidos.
—Es imposible estar seguro desde aquí —le respondió, mordiéndose el labio—. Pero... eso creo.
—Y avanza en la misma dirección que nosotros. Es Esti... ¡tiene que serlo! —Le cogió la otra bolsa de la mano, y se la pasó sobre el hombro junto con la suya propia, y empezó a andar—. ¡Vamos!
Echaron a correr dando traspiés. El terreno era más accidentado en este lado de la elevación, lleno de declives y matas que fácilmente podían provocar una torcedura de tobillo; y las pesadas bolsas dificultaban su equilibrio y convertían en irregular su avance, Índigo temía que Esti pudiera verlos perseguirla; pocas posibilidades tendrían de alcanzarla, ya que no llevaba ninguna carga, si decidía eludirlos. Pero al parecer no había advertido su presencia, ya que siguió andando sin variar el ritmo.
Ganaron terreno con rapidez a su presa, y estaban ya a poca distancia de ella cuando ambos se dieron cuenta con gran contrariedad por su parte de que, aunque la figura que tenían delante era humana, y la de una mujer, desde luego no se trataba de Esti.
—¡Madre de Toda la Vida! —Fran se detuvo sin aliento y su voz se quebró
desilusionada—. ¡Es uno de los caminantes dormidos!
La mujer llevaba puesto tan sólo un camisón de lana, y su larga cabellera, que por una irónica coincidencia tenía casi el mismo color que la de Esti, le colgaba por la espalda en una soja trenza medio deshecha. Ahora que estaban más cerca, Índigo y Eran pudieron ver que la mujer no controlaba en absoluto su avance por el páramo; ciega a agujeros y protuberancias, andaba tambaleante siguiendo una inmutable línea recta como un animal indefenso inconsciente a todo lo que no fuera la llamada del instinto. Y con una sensación de horror que les surgió de la boca del estómago, observaron que sus brazos desnudos estaban tan delgados como si se les hubiera extraído la carne y la sangre, dejando sólo los huesos pelados bajo la demacrada capa de piel.