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El sobresalto y la lástima se debatieron con la desilusión en la mente de Índigo; pero por debajo de estos sentimientos volvía a encenderse la animación.

—Eran, —Índigo contempló a la mujer, que siguió andando, sin darse cuenta de su presencia—. Ella es la primera de ellos que hemos visto. La primera de los caminantes de Bruhome. ¡Así pues, siguen vivos!

—Sí. —Los ojos de Eran estaban llenos de pesar—. ¿Pero de qué nos sirve eso ahora? ¿Nos conducirá a Esti?

—¡A lo mejor sí! ¿Recuerdas aquella terrible determinación que todos poseían cuando abandonaron la ciudad; como si tuvieran un objetivo que debían alcanzar a cualquier precio? La entidad que se ha llevado a Esti también podría estar atrayéndolos hacia ella... El objetivo de Esti y el de ellos podría ser el mismo.

—¡Claro! —Los ojos de Eran se abrieron desmesuradamente; luego su febril excitación se apagó de golpe—. Pero avanza despacio; demasiado despacio. Si la seguimos, sólo la Madre sabe qué será de Esti antes de que podamos alcanzarla. No pienso correr ese riesgo.

—No tenemos por qué hacerlo, —Índigo señaló en dirección a la mujer—. Mírala. Jamás varía de ruta, no importa qué obstáculos ponga el terreno en su camino. Apostaría a que ha estado andando en línea recta desde el mismísimo lugar por el que penetró en el bosque a través de los espinos.

—Por lo tanto, si seguimos la misma dirección... ¡sí! ¡Tiene que funcionar! —De repente, las diferencias entre ambos quedaron olvidadas por completo, y Fran tomó la mano de Índigo al tiempo que empezaba a andar—. ¡Deprisa! ¡Esti no puede estar tan lejos!

—Fran, espera, —Índigo dio un traspié—. Cuando lleguemos junto a esa mujer, hemos de detenernos. Sé que sigue en trance, pero existe una posibilidad de que podamos hacerla reaccionar. Y cualquier cosa que pueda decirnos podría resultar inestimable.

El joven dudó, pero acabó asintiendo:

—Muy bien, lo intentaremos. Pero no pienso perder demasiado tiempo.

Echaron a correr, hasta alcanzar a la sonámbula y se separaron para colocarse uno a cada lado de ella. Aún no habían podido ver el rostro de la mujer, ya que ésta no miraba ni a derecha ni a izquierda mientras andaba; pero al llegar a su altura y adelantarla ligeramente, Índigo contuvo una exclamación al ver por fin sus facciones con claridad.

Tenía todo el aspecto de un cadáver. Hacía mucho tiempo, al morir un viejo criado de Carn Caille, Índigo —que no tenía entonces más de ocho años— se había deslizado a escondidas en la antecámara donde estaba colocado el ataúd listo para la pira funeraria; corroída por la curiosidad de ver aquello que sus padres, conscientes de su tierna edad, le habían prohibido. Las alteraciones que la muerte había producido en el viejo criado, al que adoraba, la habían horrorizado; tema el aspecto de una figura de cera y pergamino, estaba arrugado y desconocido. La vida y el espíritu se habían ido, sin dejar tras ellos más que un cascarón vacío. La imagen, su primer encuentro con la mortalidad humana, había quedado grabada en Índigo para siempre; y ahora, al contemplar a la mujer de Bruhome, el antiguo recuerdo regresó con terrible contundencia. Cera y pergamino: la carne del rostro había desaparecido. Era una cáscara lívida y cadavérica: sólo sus ojos —claros y ligeramente protuberantes antes de que aquella siniestra obsesión interior los hubiera hundido en sus cuencas— conservaban algo de animación.

—Que la Diosa se apiade de nosotros... —musitó Fran, luego contuvo su repulsión e interceptó a la mujer, extendiendo las manos para sujetarla por los brazos y detenerla: los pasos de la mujer perdieron velocidad, vacilaron; luego, grotescamente, se detuvo donde estaba pero sus pies continuaron moviéndose, arriba y abajo, sin dejar de andar a pesar de que no podían avanzar.

—Es como tocar carroña —dijo Fran, y su voz era trémula—. Está fría, y su piel tiene un tacto... —Se estremeció y sus dedos se crisparon de forma inconsciente, en un deseo de apartarse de allí.

Índigo se colocó a su lado y la miró a los ojos. Esta le devolvió la mirada sin parpadear, sin ver nada.

—Señora. Señora, ¿podéis oírme? ¿Podéis comprender?

No obtuvo respuesta. No obstante los pies siguieron moviéndose infructuosamente.

—Señora, querernos ayudaros si podemos. Por favor... si comprendéis, intentad darnos alguna señal.

De repente, la mujer dejó de mover los pies. Por un instante que les pareció eterno permaneció totalmente inmóvil, luego sus ojos se iluminaron con comprensión, y sus labios se separaron para formar una dulce y embelesada sonrisa infantil que resultó espantosa en aquel rostro cadavérico. Fran dio un salto atrás y la soltó, y la mujer alzó un brazo delgado como un palillo, con el que indicó al otro lado del páramo.

—¡Mirad! —dijo con el mundano acento de Bruhome—. ¡Oh, mirad..., es tan hermoso!

Índigo y Fran se volvieron con rapidez, pero no había nada que ver excepto el desierto paisaje nocturno. Perplejos, se volvieron de nuevo hacia la mujer. Todavía mostraba la horrible sonrisa en los labios, pero la luz de sus ojos se había apagado y los había dejado sin expresión.

Entonces, ante sus horrorizadas miradas, su cuerpo se deshizo en pedazos, y los pedazos se convirtieron en polvo.

CAPÍTULO 11

Fran se irguió y luego se limpió la boca con el dorso de la mano. Su rostro estaba blanco y su mirada extraviada mientras, con pasos vacilantes, regresaba a donde estaba Índigo un poco más allá.

—Lo siento.

Hablaba con voz ronca, avergonzado y enojado consigo mismo por el desliz, Índigo lo comprendía, aunque sabía que él no apreciaría el que se lo dijera: la muchacha había visto imágenes peores que la desintegración del cadáver de la mujer, pero para Fran el choque había sido superior a lo que podía soportar su estómago.

La joven contempló el lastimoso montoncito de polvo blancuzco que era todo lo que quedaba de la mujer de Bruhome. Se le había extraído el último destello de vida de la misma forma en que se había hecho con todo lo que contenía su cuerpo físico: la carne, la sangre, los nervios. Devorado; eliminado. La desagradable connotación con las cosechas que morían era una confirmación definitiva de la creencia de Índigo sobre la auténtica naturaleza del demonio. Se trataba de un vampiro. En el mundo real, estas leyendas abundaban; criaturas de la noche, que bebían sangre, que chupaban la vida a los demás para alimentar su propia existencia anormal. Pero este poder vampírico bebía mucho más que sangre; lo tomaba todo. Savia, carne, incluso la voluntad, hasta que ya no le quedaba nada de lo que alimentarse.

—¿Has oído lo que ha dicho? —preguntó Fran de pronto.

—¿Qué? —Envuelta en sus desagradables pensamientos, Índigo no había captado todas sus palabras.

Fran dejó caer los hombros y se obligó a mirar el montón de polvo.

—Justo antes de que se... —tragó saliva— antes de que sucediera, ella vio algo; una especie de visión. Y dijo: «Tan hermoso y tan triste. » —Miró a Índigo—. El día que Cari contrajo la enfermedad, Val me contó lo último que dijo antes de caer en el trance. Tú estabas allí: ¿te acuerdas?

Tan triste. El recuerdo regresó, e Índigo rememoró la sorpresa y la piedad en la voz de Can al pronunciar estas palabras. Y en el estanque, la dulce exclamación de Esti mientras contemplaba el reflejo del rostro del habitante del jardín. Tan hermoso y tan triste. Una pena desgarradora que provocaba la piedad de todo aquel que se encontraba con ella. ¿Era ésa la clave del dominio que el demonio ejercía sobre sus víctimas? ¿Era ésa la trampa que les atraía tan gustosamente al sacrificio?

Miró deprisa hacia el lugar señalado por la mujer. Fuera lo que fuese lo que la pobre criatura había visto, le había sido revelado sólo en el momento de la muerte, un levantamiento del velo y una promesa de un paraíso más allá. Por un decisivo instante ella había creído en aquel paraíso, y a causa de su creencia la visión había sido real, su voluntad había hecho que así fuera.