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Su voluntad, Índigo levantó su mano izquierda y la estudió. No había rastro de ninguna marca allí donde el fuego la había quemado: ella la había hecho desaparecer con su voluntad, se había negado a creer en la quemadura, y —quizá porque el dolor le daba un incentivo extra— su creencia se había transformado en realidad.

—¿Índigo? —dijo Fran con voz algo quejumbrosa—. ¿En qué piensas? No me has contestado.

La muchacha indicó, como había hecho la mujer, a través del páramo.

—¿Qué ves, Fran?

—Exactamente lo que tú: oscuridad, y un terreno llano. —Su voz sonaba sorprendida y cansada.

—¿Y hasta dónde crees que se extiende este terreno?

—Sólo la Madre lo sabe. Por lo que yo sé, podría seguir así eternamente, Índigo, no podemos perder tiempo...

—Por favor, Fran —lo interrumpió al tiempo que se quitaba la bolsa y sacaba la funda de cuero en la que guardaba el arpa—. Quiero probar un experimento. Puede que no funcione, pero si funciona, podría conducirnos no sólo hasta Esti sino también hasta los otros. —Vio que tenía intención de discutir, y añadió con vehemencia—: Por favor, te lo ruego, ten un poco de paciencia, y ayúdame si puedes.

Mientras hablaba había sacado el arpa de su funda, y ahora se sentó sobre la hierba con las piernas cruzadas y el arpa apoyada sobre su regazo. No se atrevió a pulsar las cuerdas, aún no; sólo cuando su mente estuviese dispuesta tendría alguna posibilidad de éxito. Acomodó mejor el arpa, luego volvió a mirar a Fran.

—Fran, ¿crees en la música?

—¡Claro que sí! —La miró como si se hubiera vuelto loca—. ¿Qué pregunta es ésta? Índigo, no sé qué estás haciendo, pero...

—Saca tu caramillo. No intentes tocarlo, sólo prepáralo.

Fran lanzó una exasperada imprecación.

—¡No pienso hacerlo! ¡No a menos que me digas, en nombre de la Madre Tierra, qué estás naciendo!

—Muy bien; te lo diré.

Un temblor de excitación empezaba a recorrer a Índigo a medida que el despertar de una intuición le decía que aquel plan de apariencia insensata era correcto. Miró por encima del hombro los restos de la mujer.

—En mi país de origen, cuando alguien muere, un bardo debe entonar su elegía para que su alma llegue con mayor rapidez a la Madre Tierra. Es algo que está muy arraigado en las tradiciones de mi gente; no hacerlo sería impensable. Así pues, pienso tocar la elegía de esta mujer simplemente porque es algo que debe hacerse.

Fran entrecerró los ojos, y un primer destello de comprensión empezó a aparecer en ellos.

—El arpa debería fallar... —dijo dubitativo.

—Sí. Según las leyes aparentes de este mundo el arpa debería fallar, al igual que tu flauta y el farol no funcionaron, y de la misma forma en que el agua se niega a hervir.

—Pero si realmente deseamos que una cosa suceda...

Índigo le dedicó una débil sonrisa y le mostró la mano izquierda; una lenta sonrisa de respuesta empezó a formarse en el rostro de Fran.

—Esa es la clave —dijo Índigo—. Tengo que interpretar la elegía; es algo que está muy dentro de mí. ¡Y eso puede ser suficiente para vencer la ilusión de que nuestra música no puede existir!

Cuando él empezó a buscar en su bolsa, ella supo que había ganado. Fran podía albergar serias dudas, pero al menos estaba dispuesto a intentarlo. Sacó la flauta y le dio vueltas entre los dedos, indeciso.

—¿Qué quieres que toque? —Su sonrisa parecía ahora algo avergonzada.

—Por el momento, nada —le respondió Índigo—. Yo lo intentaré primero; interpretaré una de nuestras canciones tradicionales de réquiem. Observa mis dedos, y desea que surja el sonido.

Probablemente el arpa estaba muy desafinada, pero no intentó ajustaría, ya que sabía que resultaría un esfuerzo inútil y no oiría nada. Sólo cuando la embargara la atmósfera de la elegía, el arpa, silenciada por aquella dimensión anormal, podría hacer sonar su voz.

Índigo aspiró con fuerza, cerró los ojos, y empezó a tocar. Durante algunos instantes resultó una experiencia estrafalaria, ya que allí donde su subconsciente anticipaba el repentino fluir de la música, no se oía más que silencio a excepción del leve resbalar de sus dedos sobre las cuerdas. Luchó con fiereza contra aquella discordante confusión, obligándose a olvidar el silencio físico y a concentrarse en la música que sonaba en su mente. Era una melodía muy antigua, conocida como El Adiós de Cregan; no tenía letra, ya que una elegía de las Islas Meridionales debe interpretarse sólo con música no con palabras.

Mucho, mucho tiempo atrás, Cushmagar, el gran bardo de Carn Caille, le había enseñado a interpretar la pieza, y a través de su inspiración la muchacha había aprendido a percibir su profunda significación; la pena arraigada en su interior, la pérdida, el anhelo por aquello que había sido, pero que ahora ya no existía y jamás regresaría. Su mente se inundó de imágenes; un sol rojo como la sangre flotando sobre el hielo invernal; una gaviota enorme, su contorno dibujado en plata, planeando en solitario esplendor sobre una llanura desierta; el mar que batía y batía contra los bastiones de enormes e impasibles acantilados, convirtiendo inexorable todo su poderío en guijarros y por fin en arena. Sus dedos se movieron sobre las cuerdas de forma inconsciente, su cuerpo se balanceó al ritmo de la música que sonaba en su cabeza. Y en su mente empezó a formarse un rostro, un rostro viejo y arrugado, los ojos afectados de cataratas, de color gris plateado y en blanco, la boca se abría en una dulce sonrisa al tiempo que su viejo amigo y mentor Cushmagar, muerto ya hacía mucho tiempo, asentía con la cabeza para dar su aprobación a su alumna favorita.

«¡Ah, mi pequeña intérprete de canciones! La Madre te ha obsequiado con Su don. » Aquella voz que tan bien recordaba, potente a pesar de los años y de su precaria salud, resonó espectral en la mente de Índigo. «Si no fueras de sangre real y destinada a mayores cosas, qué gran bardo podrías haber sido. Toca para mí, mi ave canora, mi princesa. Toca para Cushmagar, para que pueda volver a ver la belleza y el dolor de nuestras queridas islas, a través de tus manos. »

Las lágrimas se deslizaron por entre los cerrados párpados de Índigo y empezaron a resbalar por sus mejillas. Su corazón pareció henchirse, como si estuviera a punto de estallar; sintió un nudo en la garganta, notó cómo sus labios formaban el nombre del anciano...

La ahogada exclamación de Fran y el sonido surgieron a la vez, cuando una cascada de música se desgranó del arpa y resonó por el desolado páramo, Índigo hundió los dientes con fuerza en el labio inferior, y algo parecido a un sollozo se escapó de ella mientras la melodía de su mente se engranaba y mezclaba con la música del arpa. La imagen de Cushmagar sonrió y asintió otra vez, y una mano vieja y nudosa se alzó en un gesto de ánimo.

«El arpa y la flauta, mi pequeña intérprete. Ahora el arpa y la flauta juntas. » Le susurró la voz por los corredores de su mente, y a la vez que el espíritu de Cushmagar dejaba de hablar, el fino y fantasmal trino de un caramillo se mezcló con la melodía del arpa, Índigo abrió los ojos, sobresaltada, y vio a Fran con la flauta en los labios, los ojos cerrados con fuerza, sin prestar atención a nada que no fuera la música.

«¡Cushmagar!» Sus pensamientos se alborotaron. «Tú... »