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«Estoy aquí, mi princesa. Mientras me recuerdes, siempre estaré contigo. Sigue tocando, querida. Sigue tocando. »

Perpleja, incapaz de comprender, Índigo se aferró con desesperación a la servidumbre de la música. Habían franqueado la barrera; habían roto el hechizo del mundo diabólico e impuesto su propia realidad. ¡Ahora no debían dejar que se les escapara!

Entonces, a través de unos ojos nublados por las lágrimas que no podía controlar, vio que el paisaje nocturno empezaba a transformarse a su alrededor.

Allí donde no había habido más que un páramo negro y estéril, empezaba a tomar forma un nuevo paisaje. Vislumbró árboles, sus hojas agitadas como por una brisa caprichosa, fantasmales aún pero volviéndose cada vez más nítidos y tangibles. Vio el destello de una corriente de agua, y más allá una perspectiva de lejanos y elevados riscos, que se recortaban negros sobre la bóveda color hojalata del cielo y estaban cubiertos de matorrales y protuberancias rocosas. Divisó un sendero, que serpenteaba por entre los riscos, emitiendo un leve resplandor como si su fosforescencia fuera una guía para el viajero...

Muy despacio, sin dejar de tocar el arpa acomodada en el pliegue del brazo, Índigo se puso en pie. Al hacerlo, un soplo de aire fresco le azotó el rostro, y su nariz aspiró con fuerza al percibir un olor agridulce como de flores marchitas. Fran, alertado por su movimiento, abrió los ojos; la brusca rigidez de sus hombros confirmó que también él se había dado cuenta de la transformación operada, pero tuvo la presencia de ánimo de seguir tocando la flauta.

Flores marchitas... el olor asaltó a Índigo otra vez; pensó en exuberantes jardines abandonados, en viejas verjas oxidadas y olvidadas, e inmediatamente después de esa imagen le llegó el recuerdo del rostro reflejado en el estanque refulgente. El jardín en que había aparecido aquel rostro era una cosa hermosa; pero el instinto le dijo a Índigo que la belleza había sido sólo una máscara, y que debajo de ella no había más que corrupción.

Flores muertas, y el mar azotando, erosionando la roca, imponiendo su voluntad... se abriría paso. Lo haría.

—¡Ahhh!

Triunfo y reivindicación formaron su exclamación, al ver Índigo por fin qué había al final del sendero que conducía a los riscos. Una verja de hierro ornamentada con volutas, alta y estrecha, colocada entre dos paredes de roca; más allá de la verja se divisaba el borroso movimiento de hojas bajo la luz crepuscular. Y el páramo se desvanecía, la nueva panorámica adquiría más solidez y realidad con cada momento que pasaba.

—Madre de la Luz... —susurró Fran.

—No te detengas —advirtió Índigo—. Debemos seguir.

Empezó a avanzar. El arpa dificultaba sus movimientos, pero no se atrevía a confiar en esta nueva realidad, aún no; si perdían el dominio impuesto por su música, podría desaparecer. Por todas partes a su alrededor los cambios se intensificaban; ahora podía escuchar la brisa nocturna soplando por entre los árboles, ver sus oscuros troncos tomando forma en una elegante avenida a cada lado de ellos. Estaban sobre un mullido césped, que ya no era negro por completo sino que aquí y allí aparecía teñido de verde, y que descendía hasta el agua que la muchacha había vislumbrado, que ahora se había convertido en un brillante río de aguas rápidas.

—Hay un puente. —Señaló con la cabeza, ya que no podía hacerlo con los dedos, el lugar donde un arco estrecho y rústico cruzaba el agua para ir al encuentro del sendero en el otro lado.

—Nuestras cosas... —Fran se sacó la pipa de los labios por un instante.

—Recoge lo que puedas; pero no dejes de tocar más tiempo de lo estrictamente necesario. Y trae mi ballesta; puede que la necesitemos.

Observó al joven mientras éste se colgaba una de las tres bolsas a la espalda junto con dos odres de agua extras y la ballesta y las saetas. La duda de los ojos de Fran estaba siendo reemplazada rápidamente por una excitación que era casi igual a la suya, y, siguiendo una intuición, empezó a cambiar las melancólicas notas de El Adiós de Cregan por los compases más rápidos y enérgicos de Annemora, una canción de marcha de las colinas del noroeste de su país. Fran escuchó con atención por un momento para luego seguir su ejemplo, tocando con renovada seguridad al reconocer la melodía, que se había convertido en una de las favoritas de la Compañía Cómica Brabazon. Sin darse cuenta sus pasos se adaptaron al ritmo de la canción, y empezaron a avanzar con más rapidez sobre el césped e —Índigo pensó más tarde que si se hubiera detenido a meditarlo la sangre se le habría helado en las venas de sólo pensar en tal imprudencia— penetraron los dos en el puente a la vez.

La estructura no era ninguna alucinación. Muy al contrario, sintieron la sólida seguridad de la madera bajo sus pies, y escucharon el sonido de sus pasos compitiendo con el fragor del río mientras cruzaban el torrente y, mareados por su triunfo, abandonaban el puente para seguir el sendero que discurría al otro lado.

La barrera estaba rota. Al cruzar el puente habían agrietado la cáscara exterior de la ilusión y habían penetrado a un nivel más profundo del mundo del demonio. Podría ser que tuvieran que franquear otras muchas barreras parecidas, que resquebrajar más cáscaras; pero sucediera lo que sucediese ahora, Índigo estaba segura de que este nuevo paisaje no se desvanecería con un parpadeo. El páramo y su desolación habían desaparecido para siempre.

Poco a poco, empezó a amortiguar el sonido del arpa, moviendo los dedos más despacio, apagando las notas con la palma de las manos. Mientras la música se desvanecía observó con atención su entorno, conteniendo con fuerza la respiración por si su intuición estaba equivocada; pero el río y los riscos y el sendero siguieron allí, e Índigo permitió por fin al arpa que enmudeciera. Durante algunos momentos las notas procedentes de la flauta de Fran se elevaron agudas y fantasmales por encima del ruido del río; luego, también él dejó de tocar, y, en el comparativo silencio, se miraron el uno al otro.

Fran lanzó un bufido de risa y el sonido los liberó a ambos bruscamente del trance.

—¡Qué la diosa nos proteja, lo hemos conseguido! ¡Índigo, lo hemos conseguido!

Sin preocuparle que el arpa que sujetaba la muchacha sufriera algún daño, el joven recorrió la distancia que los separaba de una zancada y la rodeó con sus brazos, aplastándola con un fuerte abrazo, Índigo se echó a reír también, y le devolvió el abrazo lo mejor que pudo; el muchacho la besó en la mejilla, luego llevado por la emoción intentó encontrar su boca con los labios. Ella volvió la cabeza con rapidez, y se separaron en una confusión de exclamaciones y más risas. No obstante, aunque el abrazo había sido inocente, y ella había podido retirarse sin causar ofensa ni daño, Índigo sabía que sólo se hubiera necesitado el más mínimo estímulo para romper el equilibrio en la mente de Fran, entre la camaradería y algo mucho más complejo.

Lo sabes, ¿verdad?, que Fran está enamorado de ti. Las maliciosas palabras de Esti junto al estanque regresaron a su mente. Lo sabía: lo sabía desde hacía mucho tiempo, desde mucho antes de que la sombra de Bruhome cayera sobre su feliz tregua. En medio del alegre caos de la vida comunitaria de los Brabazon había resultado fácil evadir la cuestión y cualquier tensión que de otra forma pudiera haber creado; pero aquí la situación era diferente por completo. De momento no se había visto obligada a mantener a Fran a distancia; sólo había esperado que sin la presencia de Esti para interponerse entre los dos, la actitud de Fran no empezara a cambiar.

Apartó rápidamente la idea de su cabeza: por el momento ambos tenían otras cosas más urgentes de qué preocuparse. Estaban al pie del sinuoso sendero que zigzagueaba por los escarpados riscos, a través de los bosquecillos de matorrales achaparrados y árboles enanos que crecían en las rocosas laderas, ascendiendo hasta llegar a la lejana verja, que desde donde ellos estaban resultaba invisible en medio de la maraña de ramas y hojas que sobresalía de entre las rocas.