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Mientras hablaba, la llama parpadeó. Ante la sorpresa y alegría de Índigo el frío resplandor acerado se transformó en un tono dorado más acogedor.

—¿Lo ves? —Fran le sonrió por encima del farol—. Aprendemos deprisa. Y empiezo a preguntarme qué otras cosas podemos conseguir si nos concentramos. —Se enderezó y se volvió hacia la verja—. Como esto, por ejemplo. Creo que los dos esperamos encontrarla cerrada; es lo que cualquiera pensaría. Pero los goznes no están oxidados. Otros han pasado antes que nosotros, o eso es lo que creemos. De modo que si se abrió para ellos... — Extendió una mano, pero antes de que pudiera tocar la verja, Índigo lanzó un agudo siseo.

—¡Espera, Fran! ¡Escucha! ¡Silencio! ¡Chisst!

Alzó una mano con rapidez, y se aproximó a él. Su voz se convirtió en un susurro apenas audible mientras añadía:

—Algo se mueve por el sendero.

Fran se quedó rígido y sus ojos escudriñaron la oscuridad. Escuchó con atención; durante algunos instantes no oyó nada, y estaba a punto de decirlo cuando de repente les llegó el inconfundible susurro de las hojas al ser apartadas por algo. Su mano se dirigió al instante hacia su cuchillo; y mientras su mano se cerraba alrededor de la empuñadura escuchó el sonido del metal al deslizarse sobre el metal que indicaba que Índigo había colocado una saeta en la ballesta.

Silencio. Sus miradas se encontraron por un momento, tensas, temerosas, Índigo maldijo mentalmente el farol, que de pronto se había convertido en un enemigo en lugar de un amigo; su luz intensificaba la oscuridad exterior, y entorpecía su visión de forma que les era imposible ver lo que de otra forma hubiera resultado bien visible._

Los matorrales crujieron otra vez, más cerca ahora, e Índigo comprendió con un desagradable sobresalto que era más de una criatura lo que se acercaba, y desde direcciones diferentes.

Y unos ojos brillaron en la oscuridad.

Fran masculló una maldición, y la sujetó del brazo, tirando de ella hacia la verja, Índigo paseó la mirada frenéticamente de derecha a izquierda y vio lo que él ya había visto: estaban casi rodeados. Brillaban ojos en la bifurcación, en el sendero por el que habían subido, por entre los matorrales: debía de haber por lo menos veinte o más de estas criaturas desconocidas que los miraban, feroces y sin parpadear.

—¡La verja!

Sintió el cálido aliento de Fran en su oído.

—Es nuestra única escapatoria. ¡Hemos de desear que se abra!

—No. —Una voz gutural surgió de la penumbra—. La verja no... no se abrirá. No podéis entrar... en el jardín.

La sorpresa hizo que toda Índigo se quedara, de momento, como paralizada, y su mente pareció moverse a cámara lenta.

—N... —dijo, y luchó consigo misma, obligando a las palabras a salir—. No...

Unas sombras surgieron de entre los matorrales, de detrás de las rocas, y vio las delgadas y ágiles figuras de los lobos que avanzaban, muy despacio, hacia ella. Eran más negros que la noche, sus pelajes despedían un fantasmagórico fulgor nacarado; sus ojos y sus bocas abiertas eran de color rojo, como ascuas amenazadoras. Sabía que se trataba de fantasmas, hambrientos pero sin inteligencia... pero entre ellos había un par de ojos que no despedían un brillo rojo sino ámbar, y en aquellos ojos se percibía una terrible y retorcida inteligencia.

La criatura se movió, Índigo percibió un olor a almizcle; vio agitarse el moteado pelaje.

Y entonces, con los blancos colmillos al descubierto y gruñendo sordamente, la criatura se hizo plenamente visible en el sendero ante ella, y de los labios de Índigo escapó un terrible gemido de horror y desesperación.

¡Grimya!

CAPÍTULO 12

Se miraron el uno al otro, el ser humano y el lobo, e Índigo sintió como un vacío en el estómago al comprender que Grimya no la reconocía.

Grimya... —Su voz era débil y trémula mientras intentaba formular la súplica y la inútil pregunta—. Grimya, soy yo. Soy Índigo, ¡Índigo!

Oyó la respiración de la loba: un sonido regular y decidido. Luego Grimya dijo:

—No conozco a ninguna Grimya. No conozco a ninguna Índigo. Somos lobos.

La última palabra fue un salvaje gruñido, y un coro de jadeos se elevó en el aire brevemente para luego desvanecerse, como si los diabólicos compañeros de Grimya hubieran manifestado su aprobación.

Grimya...

Fran, mudo por la sorpresa, intentaba refrenarla, pero Índigo se desasió de él y dio un paso al frente con cuidado para luego agacharse.

Grimya, tú me conoces. Soy tu vieja amiga, Índigo, Grimya. Índigo. Oh, cariño... ¡algo horrible te ha sucedido! Intenta recordarme. Inténtalo, por favor. —Le tendió una mano; luego se echó hacia atrás rápidamente con un grito de sorpresa cuando Grimya, con la boca abierta, se lanzó contra ella, y sus dientes se cerraron a pocos centímetros de sus dedos.

La loba dio otro paso hacia adelante. Su cuerpo se estremecía ansioso ahora; la cola se agitó nerviosa, y sus ojos brillaron enloquecidos.

—Somos lobos —repitió, y Fran jamás había oído tal tono de amenaza en una voz—. Y estamos hambrientos. Y vamos a comer.

—No... —El rostro de Índigo estaba bañado en lágrimas, el dolor se mezclaba con el terror—. No, Grimya, escúchame. Debes...

Grimya levantó el hocico hacia el cielo y aulló, ahogando la súplica de Índigo. Siguiendo su ejemplo, toda la fantasmal manada levantó la cabeza en un coro demencial, para lanzar a la noche su sangriento desafío; y luego, mientras el terrible sonido se desvanecía, empezaron a acercarse.

Por un horrible instante Fran se quedó como hipnotizado; luego recuperó la cordura y giró en redondo, arrojándose contra la verja, antes de quedarse inmóvil de nuevo al

percatarse de que Índigo no se movía. _—¡Índigo! —El pánico dio a su voz un tono

agudo—, ¡Índigo, levántate!

—No me conoce...

Índigo continuó con la mirada clavada en los salvajes ojos de Grimya. Los fantasmales lobos dieron otro paso hacia adelante, cerrando el cerco. Fran les oyó jadear, babear.

¡Índigo!

Miró a su alrededor desesperado en busca de alguna arma. El cuchillo era poco menos que inútil; no tenía la menor esperanza de sobrevivir más que unos instantes si la manada atacaba. Pero no había otra cosa.

—¡Índigo!

Volvió a gritar su nombre, en un frenético intento de romper el hechizo, y lleno de desesperación tomó el farol y lo agitó delante de aquellas figuras de pesadilla.

La luz centelleó sobre unos hocicos negros como la pez y unos ojos rabiosos, y un grupo de lobos retrocedió, entre gruñidos. También Índigo se encogió bajo la luz, y con su mano libre Fran la sujetó por el brazo y tiró de ella hacia atrás, de modo que fue a chocar contra la verja cayendo al suelo. El muchacho no se detuvo a ayudarla mientras ella, aturdida y sacudiendo la cabeza confundida, intentaba incorporarse, sino que empezó a agitar los brazos, moviendo el farol mientras se quitaba la chaqueta. Fuego —podían ser fantasmas, pero estos horrores temían al fuego como cualquier animal real. Fuego— consiguió por fin sacarse la chaqueta y tras conseguir abrir el farol introdujo una de las mangas de la prenda en su interior y sobre la vela. Fuego...