—¡Cogedlo, hijos de perra! ¡Cogedlo!
No debiera haber sido posible; la llama de la vela era demasiado pequeña, el tejido de la chaqueta demasiado grueso; pero de pronto una lengua de fuego de brillante color naranja lamió la manga, y al tiempo que Fran la apartaba del farol, la prenda empezó a arder.
Fran lanzó un grito de júbilo, e hizo girar la chaqueta en llamas por encima de su cabeza como si se tratara de unas boleadoras. Una espectacular rueda de chispas se desprendió de ella, chamuscándole el brazo y el cabello, y las llamas arreciaron mientras, entre gañidos, los lobos retrocedían bajo la embestida de luz y calor.
—¡Fran!
Era la voz de Índigo; Fran desvió la atención por un instante para mirar por encima del hombro y la vio señalar frenética mientras preparaba la ballesta.
—¡A tu derecha! —gritó la muchacha.
No había tiempo de dar gracias por su regreso a la razón; se volvió y vio a cuatro de los lobos, con los estómagos pegados al suelo y a punto de saltar. Lanzó un aullido y bajó la ardiente chaqueta hacia el suelo describiendo un ocho que hizo que se retiraran en desorden entre gruñidos; entonces Índigo volvió a gritar. Otros dos, a su izquierda. La ballesta silbó con fuerza; Fran vio cómo la saeta centelleaba a la luz de las llamas, la vio dar en el blanco...
... Y atravesar por completo la negra figura del lobo, para estrellarse inofensiva entre los matorrales.
—¡Índigo, la verja! —Se arriesgó a dar otra rápida mirada a su espalda, y vio su rostro atenazado por la sorpresa—. ¡Has de abrir la verja como sea: es nuestra única esperanza!
Empezaban a desprenderse llameantes fragmentos de ropa de su chaqueta que amenazaba con desintegrarse; no podría sostenerla por mucho más tiempo, y no había tiempo de sacarse la camisa y encenderla también. Tenían una sola posibilidad, se dijo Fran sombrío; sólo una... y no podían dejarla pasar.
Se agachó y balanceó la llameante chaqueta describiendo un arco sobre los matorrales, al tiempo que deseaba con todas sus fuerzas que se encendieran. Las chispas danzaron enloquecidas; una hoja desprendió humo, una lengua de fuego se elevó y se encendieron tres desiguales focos de fuego.
La confusión se adueñó de la manada de lobos, al cundir el pánico entre sus filas. Se abalanzaron los unos contra los otros, aullando y gateando, mientras Fran hacía girar por última, vez los restos de la. chaqueta, antes de arrojarlos sobre ellos. Describieron un elevado arco en una brillante bola de fuego, iluminando rostros salvajes y mandíbulas crispadas, y Fran añadió su propia voz al clamor de los lobos, maldiciéndolos; les gritaba burlándose de su miedo hasta que el demencial hechizo triunfal se vio roto por unas manos que tiraban de él hacia atrás y lo hacían girar para arrancarlo, confundido, de su victoria. Corrió sin saber lo que hacía, zigzagueando como un borracho: unas sombrías paredes se alzaron ante él, sintió cómo el duro hierro se clavaba en su hombro al tropezar y estar a punto de perder el equilibrio; y lo siguiente que supo fue que caía, impulsado aún por su propio ímpetu, y se encontró tumbado cuan largo era sobre un terreno blando, Índigo, que se había escapado por los pelos de caer con él, se volvió y regresó corriendo a la verja. No sabía cómo lo había conseguido; el terror y un ciego instinto se habían combinado para formar una variación de la momentánea locura de Fran, y había golpeado la verja con furia, viendo de repente cómo sus bisagras parecían a punto de saltar al abrirse la puerta de golpe. La bolsa, el arpa, el farol, todo fue a parar al otro lado, arrojado por la muchacha, y por último arrastró con ella a Fran a la seguridad del interior. La verja volvía a estar cerrada ahora —lo sabía, ella lo había deseado— y no se volvería a abrir, porque también lo había deseado así.
—Pero Grimya...
Sus manos se cerraron alrededor de los barrotes de hierro, y clavó la mirada en el silencio y la total oscuridad del otro lado.
No había lobos. No brillaban ojos malignos en la oscuridad, ni tampoco ardía ningún arbusto. La manada se había desvanecido como el humo llevado por el viento, y todo aquel demencial encuentro podría haber sido tan sólo otra ilusión.
Pero de alguna forma, Índigo sabía que no era así. Y mientras se alejaba, tiritando por el efecto retardado de la conmoción sufrida, escuchó una voz que parecía hablarle en su mente. Era una voz dolorosa y tristemente familiar, aunque añora se dirigiera a ella, con ciega. avidez en lugar de con amor. Era la voz de Grimya que decía:
«Os seguiremos. Os volveremos a encontrar. »
Fran estaba sentado en el suelo cuando regresó junto a él. Sus ojos estaban aturdidos, y la reacción había arrancado toda expresión a su rostro; aunque contemplaba lo que lo rodeaba, no parecía verlo realmente. Pero al acercarse Índigo levantó la vista, y al ver la expresión de la muchacha la vida empezó a regresar a sus ojos y extendió un brazo como para tomarle la mano.
Ella se desvió a un lado, esquivándolo, y se dirigió al lugar donde yacían sus cosas en amontonado desorden sobre la hierba. No habló, pero dejó caer la ballesta junto a la bolsa —el ruido sonó como una nota discordante en medio del silencio— y luego empezó a clasificar de forma sistemática todo aquello. Colocó el arpa vertical con mucho cuidado; los odres de agua junto a ella, luego el farol, la ballesta, las saetas que le quedaban; todo colocado en una perfecta hilera, una cosa junto a la otra. Fran la observó durante un rato; luego, decidido a no dejarse intimidar aunque era consciente de que podría empeorar las cosas en lugar de mejorarlas, dijo con calma:
—Tendrás que hablar de ello alguna vez. No puedes ni debes guardártelo para ti, porque se te infectará como una herida.
Las manos de Índigo se detuvieron en el aire. Durante unos momentos permaneció inmóvil, luego levantó la cabeza y lo miró.
No lloraba, como él había medio esperado que haría. En lugar de ello, parecía calmada, y llena de sensatez... y vieja.
—Sí —repuso sin emoción—. Me doy cuenta de ello. Pero en este momento me preocupan más los hechos que las palabras.
Fran se sintió mortificado por su reacción; y, aunque de forma irracional, desilusionado. Había esperado que lo necesitase, que necesitase su fuerza como hubiera sucedido con cualquiera de sus hermanas, y habría estado totalmente dispuesto a ofrecerla. La adrenalina producida por el encuentro con los lobos fantasmales seguía corriendo por sus venas, y deseaba incluir a Índigo en su triunfo y prestarle consuelo y segundad. Pero ella no los quería. No precisaba ni esperaba nada de él, y bajo la firme mirada de la muchacha se sintió reducido de héroe a criatura superflua.
Sintió una oleada de furia; pero la reprimió al volver a mirar el rostro de Índigo y darse cuenta de que su rabia era como una débil vela comparada con el llameante horno que ardía en el interior de la joven. Se sintió avergonzado, y se puso en pie, atravesando la suave capa de hierba corta hasta donde la muchacha permanecía agachada sobre su cuidadoso inventario. Ella no volvió a mirarlo, y se limitó a decir: —Todo está aquí. —Índigo, ¿qué piensas hacer? Ahora sí que ella volvió a levantar la vista. —¿Qué crees? —Su voz era cortante, y se volvió para mirar el oscuro jardín—. Voy a buscar esa cosa, y la voy a destruir.
—¿Al demonio? —¿Qué otra cosa?
Se puso en pie; luego la rígida cólera que le había dominado, cristalizó bruscamente y se llevó ambas manos al rostro, echándose hacia atrás los enmarañados cabellos con un violento gesto.