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—Fran, ¡tú la has visto! Ya no era Grimya. ¡Estaba poseída! Ni siquiera me reconoció. Y esos monstruos que la acompañaban...

—Eran fantasmas —repuso Fran—. Vi lo que sucedió cuando intentaste dispararle a uno.

Índigo, no podría ser que Grimya sea...

No lo dejó terminar, ya que sabía lo que iba a decir; también ella se había hecho la misma pregunta, pero de forma fugaz ya que sabía la verdad.

—No. Grimya no es uno de ellos, no de esa forma. Está viva, es real. Pero le han hecho algo, han alterado su mente. —Aspiró con fuerza—. Hablamos de ello, ¿recuerdas?, sobre imágenes que te arrebatan de la mente y utilizan contra ti. Eso es lo que esa cosa ha hecho. Sabe lo que Grimya significa para mí, y la ha capturado y la ha pervertido, y ahora es un arma en sus manos. —Aspiró de nuevo, y echó la cabeza atrás con violencia, sus cabellos se agitaron y estuvieron a punto de golpear a Fran en los ojos—. La liberaré. De alguna manera... porque soy más fuerte que cualquier ilusión que pueda producir este mundo.

—Somos más fuertes. —Fran extendió una mano y la posó sobre su brazo.

Ella lo miró, lanzó una breve carcajada sin humor y asintió una vez.

—Sí; desde luego. Somos más fuertes.

—Aún no sabemos ni la mitad de lo que podemos ser capaces de conseguir, ¿no es así? —Esbozó una forzada sonrisa—. Primero música, luego fuego, por último la verja. Como he dicho antes, aprendemos deprisa.

Era cierto; pero mientras los últimos restos de su furia se disipaban, Índigo se vio forzada a reconocer que aún les faltaban más lecciones que recibir. Más tranquila, rememoró su arrebato y se dio cuenta de lo vacío de sus palabras. Ella y Fran podían muy bien ser más fuertes que cualquier cosa que aquel mundo de fantasmas pudiera lanzar contra ellos, pero la clave que liberaría toda la potencia de esta fuerza estaba aún fuera de su alcance. Esti seguía esquivándolos. Y ellos seguían sin encontrar el menor rastro de Constan y de Cari, y, además, tampoco tenía el poder de liberar a Grimya del encantamiento que la había enloquecido.

Un suave y furtivo crujido se mezcló con sus pensamientos. Levantó los ojos y, por vez primera desde su precipitada entrada a través de la verja, observó lo que la circundaba. El jardín. Árboles oscuros, suave hierba negra salpicada de flores, matorrales que se agitaban en la brisa. Tan atrayente, tan tranquilo, tan sereno... Y le pareció como si las hojas, que se movían agitadas por el aire, se rieran de ella.

Se inclinó sobre el lugar donde había alineado sus pertenencias, y cuando habló su voz era discordante.

—Estamos perdiendo tiempo. No quiero permanecer aquí. Quiero alejarme de este lugar.

—¿Alejarte para ir adonde? —Fran se llevó las manos a las caderas y contempló la oscuridad—. Me da la impresión que no hay nada más que el jardín.

—Sí. Y eso es precisamente lo que el demonio quiere que creamos.

Índigo giró en redondo y hundió un talón en la hierba a sus pies con el deseo de arañar y estropear su inmaculada superficie. Desde la verja el jardín se perdía en la lejanía flanqueado por dos elevados muros de piedra. Podía ver más de aquellos esbeltos árboles, y las paredes estaban cubiertas de plantas trepadoras, rosas en plena floración que relucían pálidas y límpidas bajo la luz crepuscular. El extremo opuesto resultaba invisible; no había más que un gradual emborronamiento y fusión en un único tono oscuro. ¿Otro panorama interminable, como el páramo? ¿O se encontrarían con nuevos muros de piedra, esta vez sin una verja que pudieran atravesar?

Miró otra vez a los árboles. La brisa había cesado, y la quietud producía la desagradable impresión de que el jardín contenía el aliento, de que esperaba algo, Índigo levantó la funda de cuero que contenía su arpa y acarició su superficie con cuidado. Del instrumento guardado en su interior se escapó una nota discordante, que fue ahogada por la funda, pero sus menguantes ánimos se elevaron un poco.

—Creo —dijo—, que deberíamos seguir andando y ver qué nos espera al final del césped.

Y en mi opinión, mientras andamos deberíamos considerar qué es lo que queremos encontrar allí.

Fran le dirigió una mirada penetrante.

—A Esti —respondió el muchacho sin dudar y con energía—. Eso es lo que yo quiero encontrar. A Esti, ilesa y esperándonos. —Empezó a recoger la bolsa, luego se detuvo—. El farol se ha apagado. ¿Crees que debiéramos volver a encenderlo?

—La vela no durará eternamente —repuso Índigo, negando con la cabeza—. Lo mejor será ahorrarla.

—Pero los lobos...

—No pueden entrar. No pueden seguirnos; ni siquiera Grimya puede. —Se estremeció—. Debo seguir creyéndolo. No debo pensar en ella. Sólo en Esti.

Empezaron a avanzar por la prolongada extensión de césped. La atmósfera resultaba más fantasmagórica que nunca; la brisa no había vuelto a soplar y el silencio era claustrofóbico. Sus pies no dejaban huellas sobre la impoluta hierba, y en una ocasión en que pisó una de las diminutas flores, Índigo comprobó que ésta no mostraba la menor señal de haber sido aplastada. Intentó concentrarse en pensar tan sólo en Esti, pero no resultaba fácil; su cólera reprimida volvía a hacer acto de presencia, y el recuerdo de los llameantes ojos embrujados de Grimya pugnaba por regresar a su mente. De repente, un matorral se agitó sin un motivo aparente y algo muy parecido al pánico se apoderó de ella.

—Fran. —Dejó de andar—. Fran, no sirve de nada. No puedo aclarar mi mente. Sólo la Madre sabe qué puede aparecer si no consigo dominar mis pensamientos.

Fran miró con atención la oscuridad durante unos instantes, luego volvió la cabeza. La verja resultaba invisible ahora, pero el césped se extendía delante de ellos sin dar la menor señal de terminar. Se pasó la lengua por los labios.

—Háblale a Esti —dijo, y señaló a la oscuridad—. Háblale, como si estuviera aquí y la saludáramos y nos dirigiéramos a su encuentro.

—Sí...

Valía la pena intentarlo; podía concentrar la conciencia y aplastar los pensamientos subconscientes. Sintiéndose algo ridícula, Índigo levantó la voz.

—Esti. —«Imagina que se acerca a ti. Está bien, no está hechizada: no es más que la Esti que siempre has conocido»—. ¡Esti!

—¡Esti! —La voz de Fran se unió a la suya—. En el nombre de la Madre, ¿dónde has estado? Te hemos buscado como locos. ¿Por qué has huido?

El muchacho mostraba una amplia sonrisa, apelaba a todos sus recursos artísticos, representaba su papel a la perfección. Estimulada por su ejemplo, Índigo pensó en la Compañía Cómica Brabazon y se dijo con determinación que esto no era más que otra representación, sobre un desvencijado escenario de madera, bajo la luz de las antorchas, ante una multitud que esperaba que se la distrajera.

—No te enojes con ella, Fran —dijo, entrando en el juego y reuniendo nueva confianza— No ha pasado nada malo, y volvemos a estar juntos.

—Cierto, pero, Esti, si nos vuelves a dar otro susto como éste, te... —Pero no pudo articular ningún sonido porque las palabras se ahogaron en su garganta.

Sucedió tan rápido que Índigo siguió andando algunos pasos por delante de Fran antes de que la sorpresa la obligara a detenerse con un sobresalto. Un momento antes no había existido nada excepto el interminable césped que se perdía delante de ellos; pero al momento siguiente, el césped había desaparecido y una pared de piedra les cerraba el paso. Un arco se abría en la pared, y bajo su piedra angular había una mujer de rojos cabellos.