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Constancia Brabazon, padre de Franqueza, Valentía, Templanza y sus diez hermanos y hermanas, se sentaba muy erguido en el pescante del primer carromato; blandía un látigo adornado de cintas multicolores y sonreía de oreja a oreja al mundo que los rodeaba. Era un hombre de baja estatura, fornido y sólido como un roble, con una corona de rizos de llameante color rojo que apenas empezaban a encanecer y a escasear en las sienes. Durante sus cincuenta años de vida había sido un feriante, al igual que su padre y su abuelo antes que él. Su lecho nupcial había sido este carromato, todos sus hijos habían nacido en la carretera entre una ciudad y la siguiente, y durante los seis últimos años, desde que su turbulenta pero adorada esposa muriera al dar a luz a la más pequeña de sus hijas, había gobernado tanto a su caótica familia como a su negocio con una irresistible combinación de temible severidad y exhaustivo buen humor. A finales del invierno de este mismo año, mientras viajaban al sudoeste desde el Mar Interior para divertir a los asistentes a un festival de carreras de bueyes, Constancia y su tribu se habían tropezado con una forastera acompañada de una loba domesticada, que vivía de su ingenio y de su ballesta sin que le fuera demasiado bien, Índigo y Grimya habían padecido un duro invierno en un país donde los forasteros —en especial aquellos incapaces de hablar con soltura el idioma local—•_ no eran acogidos demasiado bien: durante cuatro meses Índigo no había encontrado ni trabajo remunerado ni a nadie que quisiera llevarla a las más amistosas tierras del oeste, y con la escasez de caza debido a la época del año y ninguna otra solución que no fuera recorrer los caminos a pie, tanto ella como su compañera habían adelgazado y perdido fuerzas hasta el punto de adquirir un aspecto demacrado. Los Brabazon las habían recogido, alimentado, cuidado; y casi sin darse cuenta Índigo y Grimya se habían convertido en miembros honorarios de la familia y en parte integrante del séquito del feriante.

La alegría de Constan al enterarse de que Índigo tocaba y cantaba se vio eclipsada tan sólo por su excitación cuando descubrió que su loba domesticada —en sí misma rareza suficiente como para atraer a las multitudes, dijo— parecía comprender cada cosa que se le decía y actuaba en consecuencia. Cuando Índigo tocó por primera vez para él su pequeña arpa ante el fuego del campamento, una noche, el hombre permaneció inmóvil bajo la luz de las llamas con lágrimas resbalándole por el rostro y declaró que una música así era capaz de hacer llorar a una estatua. La Madre Tierra le había sonreído aquel día, siguió, y llenado su cáliz hasta rebosar. ¡Qué fortuna haber encontrado unas amigas y unos talentos como aquellos: una muchacha encantadora cuyas canciones podían derretir el corazón más duro, y un animal amaestrado para maravillar y hacer reír después de las lágrimas! Era un hombre bienaventurado, un rey tres veces coronado, al haber recibido tal regalo cuando él no era más que un pobre, indigno comediante que se esforzaba humildemente por llevar un poco de diversión a los buenos pobladores de su país, Índigo, mientras intentaba no echarse a reír, había comprendido la esencia de su retórica y respondido con gran seriedad que tanto ella como Grimya se considerarían muy honradas si se les ofrecía un lugar en la caravana de los Brabazon. Así pues, con gran sorpresa por su parte, habían iniciado una nueva vida

como cómicos de la legua.

Y hasta ahora había sido una buena vida. Viajaban de un lugar a otro, de ciudad en ciudad, y en cada parada presentaban uno de los espectáculos conocidos como «variedades»: una animada mezcla de música y canciones y representaciones teatrales. Cada uno de los miembros de la familia, desde el mismo Constan hasta la benjamina, Piedad, de seis años, poseía algún talento o habilidad especiales, y los Brabazon estaban muy solicitados allá donde fueran; incluso en aquellas zonas donde las compañías ambulantes eran contempladas con la mayor suspicacia. Nada sabían de la misión de Índigo, ni de la piedra-imán que la había hecho tomar un camino que, afortunadamente coincidía —al menos de momento— con el de ellos. Y por su parte Índigo había tomado un gran cariño a sus nuevos amigos, y esperaba que, aunque el momento de separarse llegaría de forma inevitable, estuviera aún muy lejano.

La muchacha iba sentada ahora junto a Constan en el pescante, contemplando las nuevas imágenes que se revelaban ante ella mientras penetraban en la ciudad. Bruhome estaba situada entre dos pequeños ríos que dividían la espectacular región de los páramos dedicada a la cría de ovejas y cabras de las tierras de cultivo, más bajas y verdes: aquí, los granjeros, cerveceros y vinateros que sacaban su sustento de la tierra venían a vender el fruto de su trabajo, a elegir jefes, pagar impuestos y discutir de política; y para disfrutar de su tiempo libre. La gente de esta región no necesitaba más que la más simple de las excusas para organizar un festival; y ahora, con la cosecha del lúpulo, el ganado bien cebado con los verdes pastos de los páramos y listo para el mercado, y ya avanzada la recogida de la uva y la manzana, era el momento de iniciar la Fiesta de Otoño. La Compañía Cómica Brabazon se había convertido en un visitante frecuente y popular en Bruhome a través de los años y Constan había regalado a Índigo con descripciones de las celebraciones, que duraban siete días y era la forma local de dar las gracias a la Madre de las Cosechas por su generosidad. Se abrirían los primeros toneles de vino de la cosecha del año anterior; habría desfiles, discursos, canciones y bailes, juegos y competiciones; y cualquiera capaz de divertir a una audiencia animada sería bienvenido.

A Índigo, Bruhome le gustó nada más verla. La mayoría de los edificios eran de madera; algunos tenían el techo de paja, otros de tejas, y aunque su disposición era algo desordenada, el alegre revoltijo de casas y tabernas y hosterías, salpicado por un laberinto de calles estrechas y retorcidas le concedía una sensación de orden en lugar de caos. Casi todas las ventanas estaban flanqueadas de postigos pintados de brillantes colores, mientras que figuras esculpidas en madera y murales adornaban los empinados tejados de dos aguas; ante la inminencia del inicio del festival, las calles estaban decoradas con verderón y guirnaldas de flores silvestres lo cual añadía un toque extra a la vivida atmósfera.

La lluvia había dado paso por fin a un tiempo más agradable, y los últimos y suaves rayos de sol de un día glorioso caían oblicuamente sobre la escena. De cuando en cuando, mientras atravesaban la ciudad, a Constan lo saludaban personas que evidentemente conocían a la familia desde hacía tiempo. Pero aunque éste saludaba con la mano y les sonreía a todos, a Índigo le pareció detectar una disminución de su acostumbrada exuberancia; y en dos ocasiones, cuando él creyó que ella no miraba, una débil mueca de inquietud le cruzó el rostro. Nadie más parecía darse cuenta de nada raro: Fran, dentro del carromato con Grimya, sacaba la cabeza por una ventana lateral y saludaba a todo el mundo sin excepción con gran entusiasmo, y proveniente de uno de los carromatos que los seguían Índigo podía oír el ritmo de una pandereta y las voces de Caridad, Modestia y Armonía, las tres hijas mayores de la familia Brabazon, ensayando una canción popular.