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—¡Fran! Fran, ¿dónde estás?

Nada, Índigo contempló pensativa la superficie de la pared. Era lo bastante rugosa como para ofrecer un número razonable de puntos de apoyo; pero no podía ver más que a algunos metros más abajo antes de que la oscuridad lo envolviera todo como un negro lago, y no estaba nada dispuesta a correr el riesgo de introducirse en lo desconocido.

Varió ligeramente su posición para mejorar su equilibrio sobre la pared, desató el farol que había atado a su bolsa, y sacó el yesquero. Ahora ya le resultaba fácil desafiar la resistencia de este mundo al fuego, y se sintió muy satisfecha cuando el cabo de la vela se encendió al primer intento, desparramando luz amarilla en un círculo desigual.

Índigo se inclinó fuera de la pared todo lo que fue capaz y sostuvo el farol extendiendo el brazo. Su luz arañó la oscuridad e iluminó otros dos metros más de la pared de piedra, pero eso fue todo; no le decía nada que le sirviera de algo. Masculló una maldición, y hurgó en su bolsa en busca de un pedazo de cuerda, le ató el farol y empezó a soltarla, bajando el farol pegado a la pared. El círculo de luz danzaba enloquecido mientras el farol iba chocando con la pared, e Índigo se dedicó a contar la cantidad de cuerda que soltaba, calculando por la longitud de su brazo: diez, doce, quince... Entonces detuvo bruscamente el farol al ver que la luz relucía sobre la hierba del suelo.

Se sintió llena de una torva satisfacción, y las imágenes de pozos sin fondo se desvanecieron. Ató rápidamente la bolsa y el arpa al otro extremo de la cuerda y los bajó hasta donde estaba el faroclass="underline" cuando notó que la cuerda se aflojaba la soltó con cuidado y, cargada tan sólo con la ballesta a su espalda, pasó la otra pierna sobre el borde y se volvió de cara a la pared para iniciar el descenso.

La bajada era peligrosa y horripilante, mucho más dura que la ascensión. Pero por fin sus pies se posaron en el suelo y, aliviada, Índigo se irguió y paseó la mirada a su alrededor.

La iluminación ofrecida por la lámpara no cubría demasiado terreno, pero era suficiente para mostrarle que se encontraba en otro jardín. Aquí, no obstante, el césped y los arbustos estaban descuidados y cubiertos de maleza; y en el límite del círculo de luz distinguió una tétrica maraña de vegetación que invadía toda la superficie de hierba. Levantó la lámpara y la mantuvo en alto, y pudo ver una borrosa masa boscosa, troncos negros rodeados por ramas cargadas de hojas que se doblaban hasta casi tocar el suelo. Aquello confirmó una sospecha que ya había empezado a tomar forma en su mente: que esto era una imagen distorsionada del jardín del otro lado del muro. El crepúsculo se convertía en total oscuridad, podredumbre y desolación ocupaban lo que antes había sido un orden agradable aunque algo deprimente; se había corrido otro velo, y se hallaba más cerca del centro de la telaraña del demonio.

Índigo bajó el farol, y le dio la espalda a la pared. Si la teoría del espejo era cierta, entonces en algún lugar delante de ella habría otra entrada, reflejo de aquella por la que ella y Fran habían penetrado en el jardín gemelo a éste. ¿Y más allá? Quizá sería mejor no hacer especulaciones todavía, y seguir andando para ver qué le esperaba.

Se inclinó para cargarse la pesada bolsa a la espalda otra vez, pero entonces se detuvo al oír algo que se movía entre los tupidos arbustos que tenía al lado y sintió un hormigueo por todo su cuerpo.

Por un instante que pareció interminable reinaron una quietud y un silencio totales mientras Índigo clavaba la mirada en la oscuridad. No lo había imaginado: el sonido de las hojas muertas al crujir bajo un pie imprudente le era demasiado familiar para equivocarse. Pero no se produjo el subsiguiente balanceo revelador de una rama o un movimiento extraño del follaje. Quienquiera —o lo que fuera— que acechaba entre los matorrales sabía que se lo había oído acercarse, y se había quedado totalmente inmóvil, a la espera de ver qué hacía ella.

Muy despacio extendió la mano para tomar otra vez el farol, y en el mismo instante en que su mano lo rozaba, una ramita se quebró justo en el límite del círculo de luz.

El corazón le dio un vuelco tan violento que tuvo la impresión de que iba a saltar de su pecho a su garganta, y —aunque fuera una locura— gritó:

—¿Quién es? ¿Quién está ahí?

Toda una sección de un enorme matorral se hundió hacia ensucio, dividiéndose, y una voz temblorosa respondió:

—¿Índigo... ?

¿Esti?

El péndulo se balanceó del terror a un asombrado alivio, e Índigo tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no empezar a reír como una histérica. Iluminado por la luz de la lámpara, el rostro de Esti al salir de entre los arbustos era el vivo reflejo del asombro; con el cabello lleno de hojas y una alargada mancha de barro en la mejilla tenía un aspecto incongruente y cómico en medio del abandono del jardín.

—¡Oh, Índigo!

Esti se liberó de la enmarañada vegetación y por un momento permaneció sin moverse, temblorosa, como si no se atreviera a creer en lo que veía. Luego, de repente, se lanzó hacia adelante, corrió hacia Índigo y le lanzó los brazos alrededor del cuello, abrazándola con todas sus fuerzas.

—¡Oh, Índigo, no sabes lo contenta que estoy de haberte encontrado!

—Fui tan estúpida... —Esti se secó los ojos y la nariz en una manga y sorbió ruidosamente—. Nunca podré perdonarme lo que hice. ¡Nunca!

Su historia era breve y desagradable. Al parecer recordaba muy poco de lo sucedido después de escaparse del campamento; sólo había sido consciente de una poderosa e imperativa ansia que suprimía cualquier otra cosa. Al igual que a Chalila, cuyo papel había representado en una ocasión, el demonio enamorado la había reclamado y ella había corrido ciegamente a su encuentro, pero al contrario que el de Chalila, el relato de Esti no había tenido un final feliz. Sin saber cómo había llegado allí, se encontró frente a la verja de hierro forjada, la cual se abrió para dejarla entrar en el jardín. Y en el jardín, la esperaba el hombre de rostro pálido y ojos oscuros y doloridos.

—Era muy hermoso —le dijo a Índigo—. Me di cuenta de que se sentía solo, y de que sólo yo podía consolarlo. Me tendió los brazos: y corrí hacia él, y... —Se cubrió el rostro con las manos, avergonzada por el recuerdo—. Y entonces de repente escuché una carcajada horrible, y todo cambió, y él había desaparecido, y yo estaba allí, sola en la oscuridad, sólo que todo había cambiado y no podía encontrar el camino de regreso al otro jardín... ¡Oh, Índigo, ha sido todo tan horrible, tan terrible! ¡Pensé que me volvía loca!

Esti no sabía cuánto tiempo había errado, sola y asustada y libre del hechizo, por el mohoso y silencioso jardín. Al ver aparecer por primera vez la luz de Índigo en la parte superior del muro se había sentido aterrorizada, y se había ocultado entre los arbustos, segura de que estaban a punto de soltar sobre ella algún nuevo horror. Incluso cuando el farol había iluminado la figura de Índigo, Esti temió que se tratara de otro fantasma, y sólo cuando Índigo, tan asustada como ella, había gritado comprendió la muchacha que se trataba de un ser de carne y hueso, y no de una imagen enviada para engañarla.

La sensación de alivio de Índigo al haber encontrado a Esti ilesa era mayor de lo que podía expresar; pero se vio enturbiada por su creciente preocupación por Fran. Le había contado a Esti todo lo que les había acaecido y en qué forma se habían visto separados, e intentó convencerla de que ella no tenía la culpa. Cualquiera de los dos habría podido ser víctima del engaño; Esti simplemente había tenido la desgracia de ser la víctima escogida. Aquello no consoló demasiado a Esti; fuera lo que fuese lo que estuviera bien o mal, ella era responsable de la situación en que se encontraban. Y si le sucedía algo a Fran ahora, añadió con ferocidad, sería culpa suya, y se mataría por ello, Índigo se llevó una mano a la boca para ocultar una sonrisa al escuchar esto, contenta de ver que el exultante espíritu de Esti —por no decir nada de su sentido del melodrama— no se había visto afectado por la prueba pasada.