—Eso sería una gran pérdida para todos nosotros —repuso, esforzándose por evitar que su voz delatase el menor atisbo de regocijo—. Pero, en serio, Esti; nos enfrentamos con un gran problema. Fran podría estar en cualquier parte... ni siquiera sé qué hay más allá de este lugar, y mucho menos por dónde empezar a buscar.
—¡Ah, pero yo sí que lo sé! —Los ojos de Esti brillaron ansiosos—. Verás, justo antes de ver la luz de tu farol, intentaba encontrar otra salida, y descubrí una verja. —¿Una verja?
—Sí. Exactamente igual que la que me condujo al interior del otro jardín, sólo que ésta estaba colocada en un arco de una pared.
Una verja dentro de un arco... debía de tratarse de un indicador, pensó Índigo. Y si también Fran se había encontrado con ella, lo más seguro era que la hubiese cruzado. — ¿Puedes volverla a encontrar? —inquirió ansiosa. —Estoy segura de que sí. —¡Entonces no perdamos más tiempo!
Recogió el arpa, la ballesta y los odres de agua; Esti tomó la bolsa e indicó en dirección a la oscuridad.
—Si seguimos la hilera de arbustos, llegaremos a un grupo de árboles. Está lleno de maleza, pero hay un paso, y la verja está justo un poco más allá. —Alargó la mano y apretó los dedos de Índigo, en busca de ánimo—. ¿Crees que lo encontraremos?
—Sí —le respondió Índigo con energía, y silenció una vocecita interior que preguntaba: ¿y qué otra cosa además... ?
Tan pronto como vio la puerta situada bajo el arco de piedra, Índigo supo que sus suposiciones habían sido acertadas. El parecido tanto con la verja original como con el arco a través del cual Fran se había evaporado resultaba descaradamente obvio: como un letrero luminoso colocado ante ellas.
—No sé qué hay ahí dentro —dijo Esti—. Miré, pero no pude ver nada en absoluto, y estaba demasiado asustada para abrir la verja.
Índigo levantó el farol y atisbo al otro lado. Por lo que podía ver, el panorama al otro lado de la verja era muy parecido al del lugar donde estaban: una maraña oscura y desagradable de maleza y hierba y arbustos. Bajó la lámpara, y probó el pestillo. Se descorrió, y la verja se abrió sobre silenciosas bisagras. Se miraron la una a la otra.
—Tú primero —dijo Esti, inquieta.
Índigo atravesó el arco despacio. Escuchó el débil chasquido del pestillo a su espalda cuando Esti la siguió y cerró la verja; entonces vaciló, indecisa, al percibir un cambio en el suelo bajo sus pies, y bajó los ojos.
Estaba de pie sobre una alfombra de hojas húmedas y mohosas. Obscenas parcelas de hongos que brillaban bajo innumerables gotas de humedad, brotaban de entre el viscoso desorden, y un olor a podrido la hizo arrugar la nariz. Le pareció oír un goteo de agua no lejos de allí.
—Esti, acércate y mira esto.
Movió el farol de un lado a otro, luego se detuvo cuando sus ojos se posaron en lo que parecían las balanceantes campanillas de una fritillaria creciendo entre el moho.
Aquella encantadora y familiar flor resultaba grotescamente fuera de lugar, y se inclinó
para arrancar uno de sus tallos. Se estremeció en su mano y se preguntó por un instante si aquello no sería alguna especie de enigmática señal, sobre lo que pudiera ser su auténtica naturaleza...
La flor se desintegró e Índigo se encontró sosteniendo el tallo marchito de algo irreconocible, tan podrido que estaba casi licuado.
Llena de repugnancia, lanzó un juramento en voz alta y arrojó el negro revoltijo lejos de ella. Cayó sin hacer el menor ruido sobre la empapada maleza, y la muchacha sacudió la cabeza con expresión de asco.
—¿Has visto lo que ha pasado? —dijo a Esti—. Ha sido... ¿Esti?
Sólo obtuvo silencio como respuesta. Esti no estaba allí.
—¡Oh, por la Diosa... ! —El pulso empezó a latirle desordenadamente—. ¡Esti! ¿Dónde estás?
No hubo respuesta, y la inquietud empezó a convertirse en un profundo temor.
—¡Esti! —volvió a llamar Índigo—. ¡En nombre de la Madre, respóndeme! ¿Dónde estás?
Una voz a su espalda, sepulcral, impregnada de podredumbre, dijo:
—Esti no está aquí, Índigo. Pero nosotros sí.
Y una mano blanca y leprosa surgió de la oscuridad para sujetar su muñeca.
Índigo lanzó un chillido, y el farol salió despedido por los aires, describiendo un arco para luego caer con un crujido entre las hojas. La vela se apagó al momento e Índigo se desasió con un fuerte tirón, dando un traspié frenética mientras intentaba darse la vuelta para ver a su desconocido asaltante. La oscuridad la rodeó como un muro; acostumbrada a la luz de la lámpara, le era imposible ver nada, y por un terrible momento sintió como si toda la dimensión se cerrara sobre ella para aplastarla.
Luego, a menos de dos pasos frente a ella, alguien se echó a reír.
Fue uno de los sonidos más malévolos y a la vez deprimentes que Índigo había escuchado jamás; una hueca imitación de hilaridad, sin significado y sin razón. Los dientes empezaron a castañetearle; dio un paso atrás, tambaleante, y devolvió la vida a su voz con un esfuerzo.
—¿Quién... eres?
Estalló un coro de blandas risas que parecían resonar desde todas partes, que se apagó en un largo y doloroso suspiro.
—¿No nos conoces, Índigo? ¿Ya nos has olvidado?
Conocía aquella voz. Estaba cambiada como si proviniera de la tumba, pero la conocía. Y ahora, a medida que su visión se ajustaba, pudo distinguir una figura borrosa que se movía en la oscuridad y se acercaba a ella. Las mohosas hojas despidieron un sonido blando y acuoso al ser arrastradas por pies, muchos pies que la rodeaban, comprendió con horror. Y entonces de entre las tinieblas, mortalmente pálido, los ojos en blanco y sin expresión como los de un pescado, la piel medio disuelta, colgante y descompuesta sobre sus huesos, apareció el rostro de Constancia Brabazon.
Índigo lanzó un grito estrangulado y se tambaleó hacia atrás, para detenerse luego en seco al recordar el ruido de pies, detrás de ella al igual que delante. Intentó gruñir una negativa con la respiración entrecortada como si le faltara el aire.
—No..., oh, no...
—Te hemos estado buscando, Índigo. —La boca de Constan se ensanchó en una sonrisa lastimera que mostró unos dientes ennegrecidos que se desmoronaban—. Sabíamos que vendrías en busca de nosotros, Can y yo lo sabíamos, sabíamos que vendrías, porque eres una muchacha buena y valiente, y no abandonarías a tus amigos en su desgracia. Así que buscamos y buscamos, y te hemos encontrado, y ahora estamos todos juntos otra vez.
Índigo luchó con denuedo para contener el pánico que amenazaba con desquiciarla. ¡Esto no era real! Se trataba de otro juego, otra ilusión: tenía que seguir creyéndolo, tenía que...
—Índigo. —La imagen de Constan le habló de nuevo con aquella espantosa voz sorda y sin inflexión—. Lo intentaste, muchacha. Has hecho todo lo que has podido. Pero
debiéramos haberlo sabido, ¿eh? De nada sirve luchar ya, porque no tienes la menor esperanza de vencer. Ninguno de nosotros puede. Ahora lo sabemos. —La sonrisa se ensanchó aún más, como el rictus de una calavera—. Estamos todos aquí, Indigo. Regresó, ¿sabes?; eso regresó a Bruhome, y llamó a los otros, y todos vinieron para estar otra vez con su padre.