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—¡Oh, no! —La comprensión le llegó como un mazazo—. ¡Fran!

Lo oyó maldecir mientras corría hacia él y se dejaba caer a su lado.

—Fran, ¿qué te he hecho? ¡Pensé que eras uno de ellos, uno de los fantasmas! Oh, por la Madre, ¿estás malherido?

El torrente de invectivas terminó en una exclamación ahogada, y Fran chirrió:

—Mi hombro...

La saeta había rozado el punto donde el hombro y su brazo izquierdo se unían, y había rasgado la parte superior. La herida sangraba con profusión, pero al inclinarse a examinarla Índigo vio que a pesar de su aspecto sanguinolento se trataba de una herida superficial.

—¡Oh, Fran! —Sacó su cuchillo y se cortó una manga de la camisa, rasgándola para convertirla en una especie de venda que empezó a atar alrededor de la herida—. Fran, ¡lo siento tanto! Aquí; incorpórate, si puedes... Ten cuidado; yo te aguantaré. Así. —Ató el vendaje—. Al menos parará un poco la sangre. Tengo algunas hierbas en mi morral; a lo mejor sirven para aliviar el dolor...

Fran la miraba sin comprender y le preguntó:

—¿Pero qué demonios pensabas que hacías?

La muchacha sacudió la cabeza. Por ridículo que pareciera, sentía ganas de reír: la tremenda sensación de alivio que le producía haber encontrado a Fran, a pesar de las circunstancias, podía casi más que ella. Contuvo la risa y respondió con seriedad:

—Pensé que eras otra ilusión. Primero apareció Esti, y luego...

¿Esti? —Fran hizo un movimiento imprudente y en su rostro se dibujó una mueca de dolor—. ¿La has encontrado?

—No. Pensé que así era, pero estaba equivocada.

Índigo le relató entonces su historia, aunque describió sólo a medias las imágenes en descomposición de la familia Brabazon.

—Cuando surgiste de la oscuridad —terminó—, estaba convencida de que eras una de esas ilusiones que iba tras de mí, y me entró el pánico. No me detuve a pensar; sencillamente disparé.

—En tu lugar creo que habría hecho lo mismo —repuso Fran con una débil sonrisa forzada—. Tendré que considerarme afortunado de que no apuntaras bien. —Calló, con la mirada clavada en el húmedo suelo, luego siguió de repente—: Podría ser cierto, ¿no? — Levantó la cabeza, y sus ojos la miraron atormentados—. Lo que el fantasma te dijo: por lo que nosotros sabemos, los otros podrían haber caído víctimas de la enfermedad del sueño, y a estas horas podrían estar todos aquí.

La muchacha comprendió que pensaba en la mujer que habían encontrado en el negro páramo, y recordaba su espantosa disolución. No supo qué decirle: las palabras tranquilizadoras resultarían vacías, ya que ninguno de los dos podía dar una respuesta definitiva a su pregunta.

—Fran —aventuró por fin, tras decidir que la franqueza era el único camino sensato—, puede que tengas razón. No podemos saberlo. Pero sea o no verdad, eso no cambia nada. Todavía hemos de encontrar la forma de llegar al corazón de este mundo y no podemos permitirnos dar vueltas y más vueltas a lo que podría o no podría haber sucedido a tu familia. Eso es precisamente lo que el demonio quiere que hagamos, porque eso nos vuelve vulnerables a la desesperación, y la desesperación es una de sus armas más poderosas.

—¿Crees que no lo sé? —La cólera brilló levemente en los ojos de Fran.

—¡Claro que sé que lo sabes! Pero el saber algo no evita de todas formas que seas víctima de ello. —Miró por encima de su hombro y se estremeció—. Yo misma lo descubrí en carne propia no hace mucho.

Fran le dio la razón con su gesto apaciguador, e Índigo se puso en pie.

—¿Cómo está tu brazo ahora? —le preguntó—. Porque si te sientes con fuerzas, creo que deberíamos ponernos en marcha.

Se produjo una pausa; luego, con gran sorpresa por parte de la muchacha, Fran se echó a reír.

—Ponernos en marcha —repitió con amarga ironía—. Ah. Sí. Hay algo que aún no he tenido la oportunidad de decirte.

—¿A qué te refieres?

El joven levantó la vista hacia ella. En la penumbra pudo ver que había una sonrisa en su rostro, pero no así en sus ojos.

—No hay ningún otro sitio al que podamos ir, Índigo. Verás, he registrado a fondo este lugar; te sorprendería lo fácil que me resultó, y la Madre sabe que he tenido tiempo suficiente. No hay salida. Ni verjas, ni arcos. Nada. Es un callejón sin salida. Si existe un corazón en este mundo, un centro del laberinto si lo prefieres, entonces no sé qué es lo que vamos a hacer ahora, porque parece que hemos llegado a él.

CAPÍTULO 14

—No —dijo Índigo—. Es imposible. ¡No lo creo!

Fran la contempló mientras la muchacha pasaba las manos por la uniforme superficie de la pared. Ante su insistencia habían seguido toda la pared que rodeaba el jardín, que era bastante más pequeño de lo que Índigo había esperado, y el resultado había sido exactamente el que Fran había dicho: no había ninguna verja, ninguna salida. Y, al contrario de la pared por la que Índigo había trepado, estos bloques de piedra eran lisos y uniformes, desprovistos de todo punto de apoyo.

Por fin Índigo dio un paso atrás. Por un momento sus ojos continuaron fijos en la fachada de piedra, luego con coraje, con un furioso gesto sacó su cuchillo y empezó a clavarlo con ferocidad en la pared para descargar su frustración.

—Estropearás la hoja —le advirtió Fran—. Y no servirá de nada. Lo sé; lo he intentado.

La muchacha le lanzó una mirada de enojo, luego guardó el cuchillo en su funda y, con los brazos cruzados sobre el pecho, permaneció con la mirada fija en la pared mientras recuperaba el control. Por fin, más calmada pero todavía con un dejo de furia en la voz, dijo:

—¡Esta piedra es tan lisa, que desafío a una araña a que pueda subir por ella! y mucho menos un ser humano... Hay demasiadas cosas que carecen de sentido.

—Las verjas pueden desvanecerse —repuso Fran con un encogimiento de hombros—. Recuerda lo que sucedió antes. Y la pared...

Índigo se volvió deprisa para mirarlo.

—No me refiero a la verja y a la pared. No son nada, no tienen ni la mitad de importancia... ¡me refiero a algo terriblemente obvio ante lo cual hemos sido tan estúpidos que no lo hemos visto hasta ahora!

Fran la miró con expresión perpleja, y ella empezó a pasear con los brazos cruzados sobre el pecho.

Piensa, Fran. Recuerda lo que me sucedió cuando entré aquí; la escena que te describí. Tú también estabas en este jardín: debieras haberte visto atrapado en ese horror igual que yo; ¡maldita sea, no podrías haberte perdido algo así! Así que, ¿cómo es que ni siquiera viste lo que sucedía?

—¡No se me había ocurrido! —exclamó Fran, anonadado.

—Ni a mí, hasta hace un instante. Tú estabas aquí, yo estaba aquí. Pero al parecer ocupábamos dimensiones diferentes, aunque ambas estaban contenidas en el mismo espacio físico, —Índigo calló y dio toda una vuelta en redondo mientras contemplaba con desafío la oscuridad—. Ahora nos han vuelto a reunir, lo que sugiere que el juego ha cambiado otra vez, y que ésta es una tercera dimensión. Tiene el mismo aspecto que antes; pero ya sabemos lo engañosas que pueden ser las apariencias. —Arrugó la frente—. Nada parecido a esto nos ha sucedido con anterioridad, Fran. Hemos visto cómo cambiaban los paisajes, pero esto es diferente: es más bien como si fuera el tiempo el que se hubiera alterado, en lugar del espacio.

—El juego ha cambiado —repitió pensativo Fran—. ¿Es eso lo que es, Índigo? ¿Un juego?

—Un juego. Una representación. —Índigo sonrió sin ganas—. Tú deberías reconocerlo mejor que yo, es lo tuyo. —Volvió a pasear—. Desde que penetramos en este mundo el demonio ha estado jugando con nosotros. Hemos aprendido algo; hemos cometido errores, pero éstos nos han proporcionado lecciones muy valiosas. Y por eso ahora creo que quienquiera que haya creado este pequeño espectáculo ha decidido cambiar algo más que el escenario. —Pensaba mientras paseaba, y su mente se movía con rapidez mientras buscaba a tientas su objetivo—. Pienso... no; creo que la clave que hemos estado buscando ha sido colocada en nuestras manos, pero hemos de saberla descubrir. —Se quedó en silencio para luego continuar—: ¿No has perdido nunca nada en medio de una total oscuridad, y te has vuelto medio loco buscándolo antes de descubrir que lo tenías justo delante de las narices?