—Muy a menudo —gruñó Fran.
—Entonces aplica ese principio ahora. Mira a tu alrededor. Y recuerda lo que dijiste sobre el centro del laberinto.
—¿Este lugar? —inquirió, comprendiendo.
—El baluarte del demonio. Sí, creo que lo es. —Índigo se volvió, y levantó los ojos para mirar el negro e invisible cielo—. ¡Lo creo! —repitió, y alzó la voz hasta convertirla en un grito que rebotó en el muro que los rodeaba—. ¿Me oyes? ¡Sé dónde estás!
Se produjo una sorda implosión, y una violenta sensación de aire que era desplazado. Fran lanzó un juramento, e introdujo los dedos en los oídos al sentir cómo la presión crecía en su cabeza. Durante un terrible instante toda sensación desapareció, como si el mundo hubiera dejado de existir de repente. Entonces la conciencia regresó como un estallido: el mundo había cambiado.
Estaban en una enorme sala vacía y en penumbra, sin ventanas pero con muchas puertas en forma de arco, todas cerradas, que se alzaban sobre el suelo de baldosas. Una vez más, la débil luz gris azulada que se filtraba por la habitación seguía sin tener un origen visible; sombras silenciosas se acurrucaban en los rincones, y el techo se perdía en la semioscuridad.
Fran se dio la vuelta despacio, los ojos fijos en aquel sombrío lugar, y por fin pareció recobrar la voz:
—Madre de Toda la Vida... Tenías razón, Índigo. ¡Hemos encontrado el centro de esa cosa!
Índigo no le respondió; porque no compartía su convicción. Algo no encajaba en lo que los rodeaba. Desde un ángulo indirecto las columnas, las baldosas y las puertas parecían sólidas, pero cada vez que intentaba enfocar la mirada directamente a un lugar concreto, los contornos se volvían ligeramente borrosos, como si les faltase nitidez. Puede que estuvieran muy cerca del centro del laberinto, pensó; pero esto no era exactamente el centro. No del todo...
—Jamás había visto algo parecido.
Fran, ignorante de sus dudas, había empezado a pasear por la sala. Su sorpresa inicial daba paso ahora a admirada fascinación, que por el momento al menos había borrado de su mente cualquier otro pensamiento.
—Es como un gran templo que no se hubiera utilizado durante siglos. Crees que podría...
Y se interrumpió al escuchar los dos un sonido procedente del otro extremo de la sala.
Índigo giró sobre sí misma al tiempo que empuñaba la ballesta automáticamente. Algo se movió cerca del suelo en las sombras de una esquina en la que había una columna; se oyó algo que resbalaba y luego un juramento ahogado.
—¡Es Esti! —exclamó Fran abriendo los ojos de par en par.
—¡Fran, no! —le gritó Índigo asustada mientras él empezaba a correr por la sala.
La muchacha vio un destello de pelo rojo; luego, de una forma que recordaba horriblemente a aquella en que el anterior fantasma había surgido ante ella de entre los arbustos del jardín, Esti emergió de la oscuridad a cuatro patas. Lanzó un grito de angustiado alivio al ver a Fran, intentó ponerse en pie, y se desplomó sobre el suelo.
—¡Esti! Es, vamos adelante, todo está bien ahora; ¡todo está bien! —Fran extendió la mano y empezó a tirar de ella para ponerla en pie, pero la voz de Índigo interrumpió chillona sus palabras de ánimo.
—¡He dicho rao! Retrocede..., ¡apártate de ella!
Sorprendido, volvió la cabeza, y vio a Índigo de pie con la ballesta cargada y apuntando al corazón de su hermana.
—Índigo, ¿qué haces? —protestó Fran—. ¡Es Esti!
—¿Cómo lo sabes?
La expresión de Fran se transformó en una de horror. Había olvidado la experiencia sufrida por Índigo, y el color desapareció de su rostro.
—Santo cielo..., no pensarás... —Soltó a Esti como si fuera una serpiente venenosa y retrocedió.
—¡Fran! —gimoteó Esti—. ¡Índigo! ¿Qué te sucede? No comprendo. ¡Fran, va a matarme!
—No voy a disparar —dijo Índigo con suavidad—, a menos que me des motivo. Ven hacia mí. Acércate.
Confusa y aterrorizada, Esti miró suplicante a su hermano.
—Fran...
—Haz lo que dice, Esti. —Los ojos de Fran eran recelosos—. Si eres lo que pareces, no te hará daño.
—Pero...
—No discutas. Limítate a hacerlo.
Temblando, Esti empezó a avanzar muy despacio en dirección a Índigo. Mientras se acercaba, Índigo bajó la ballesta: si era un fantasma, no serviría de nada. Sacó el cuchillo de su funda. Cuando la temblorosa muchacha se detuvo delante de ella, le ordenó:
—Extiende la mano. La mano que te quemaste.
Esti obedeció. Las ampollas eran aún visibles, rodeadas de piel arrugada. Pero no era suficiente prueba, y antes de que Esti pudiera protestar o apartar la mano, Índigo soltó la ballesta y le sujetó la muñeca con fuerza.
—Lo siento —dijo—, pero no hay otra forma de estar seguro. —Y presionó la punta del cuchillo contra el pulgar de la muchacha.
Esti aulló como un gato escaldado, más por rabia que por dolor, y dio un salto atrás, liberando la mano con un violento gesto. Contempló perpleja la brillante gota de sangre que había aparecido en su dedo y luego levantó la cabeza y sus ojos furiosos llamearon.
—¡Mala bestia!
—¡Esti! —Fran se interpuso al ver que ella se lanzaba sobre Índigo, intentando arañarla. Esti lanzó una maldición y procuró apartarlo, pero él le sujetó los brazos a la espalda al tiempo que le gritaba—: ¡Tenía que hacerlo! Pensábamos que eras una ilusión... ¡ya ha sucedido antes!
El rostro de Esti se quedó rígido y dejó de debatirse.
—¿Pensasteis que yo era una ilusión? —Su expresión varió por completo—. ¡Oh, vaya, qué divertido! ¡Después de todo lo que he pasado, es una broma horrible y de mal gusto. —
Y estalló en lágrimas.
—Lo siento —se disculpó Índigo con genuina contrición.
Intentó tocar a la muchacha, pero Esti se apartó con rapidez para volverse hacia Fran en busca de consuelo. Fran miró a Índigo por encima de la cabeza inclinada de su hermana y enarcó las cejas en un gesto de impotencia, e Índigo se apartó: se sentía avergonzada y culpable al mismo tiempo que se preguntaba en qué forma podría convencer a Esti de que no había querido hacerle daño ni asustarla. No sabía por qué clase de pruebas habría pasado la muchacha, pero su propia experiencia le permitía una suposición bastante aproximada. Sin embargo no había existido otra forma de estar segura. Había tenido que poner a prueba a Esti.
Quizá, pensó, tendría la oportunidad de redimirse más adelante. Por el momento, lo más sensato era dejar a Fran a solas con su hermana. Empezó a pasear por la sala, con la cabeza, levantada en dirección al oculto techo mientras intentaba no escuchar los susurros entrecortados y vacilantes de Esti mientras Fran la instaba a relatar lo que le había sucedido. En medio del furor de los últimos minutos, las implicaciones de su llegada a aquella extravagante sala habían quedado momentáneamente borradas de su mente; ahora, no obstante, empezó a considerarlas de nuevo, y a calcular, también, que podía ocultarse en el fondo de su inmediata sospecha de que esto no era exactamente el final de su viaje.