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—Tenemos un problema —dijo sombría Índigo—. Está claro que no conseguimos nada quedándonos aquí: pero ¿por qué salida optar?

Eran se encogió de hombros, al tiempo que examinaba la sala otra vez con detenimiento.

—Sólo hay una forma de saberlo, ¿no creéis? Tendremos que abrir cada una de las puertas y ver qué hay al otro lado. Hasta que lo hayamos hecho, no veo cómo podremos tomar una decisión.

Tenía razón e Índigo reprimió su irracional negativa a estar de acuerdo con él.

—Muy bien, muy bien. Empecemos con la que viene después de la que ha abierto Esti, y vayamos dando la vuelta.

Empezaron a recorrer el perímetro de la sala, mientras abrían una puerta tras otra. Algunas de las imágenes que encontraron detrás de las puertas eran reflejos de escenas que ya habían visto en aquel mundo diabólico: el páramo, los riscos sobre el río, los desiertos jardines; pero otras resultaban espeluznantes, aterradoras a veces. Una daba a un bosque; no el bosque inmóvil y silencioso que habían visto antes, sino a un lugar sombrío, exuberante y salvaje de enormes y estremecidas hojas, zarcillos que serpenteaban y punzantes espinas, erizados de feroz y primitiva vida propia. De aquellas profundidades que se agitaban furiosas surgían horrorosos sonidos, como si un millar de bestias deformes lucharan a muerte entre los árboles. Otra puerta se abrió para mostrar unas neblinas arremolinadas y asfixiantes, y un espectral sonido de cánticos, que parecían proceder de un lúgubre coro. Tras la siguiente se encontraron ante la nada: un vacío tan completo que retrocedieron deprisa con una nauseabunda sensación de sorpresa, y cerraron el portal sin dedicarle más que un breve vistazo. Una cuarta puerta les mostró un paisaje de impresionante belleza, bosques y colinas y arroyos bajo un suave sol, y sin embargo impregnado de una aureola de total e implacable maldad.

La búsqueda siguió incesante, imagen tras imagen, cada una diferente pero sin que ninguna les ofreciera la menor pista ni la menor esperanza; hasta que, cuando Índigo iba a abrir el pestillo de otra más, Fran la detuvo para decir:

—Espera un momento. ¿Cuántas hemos abierto? ¿Te acuerdas?

—Quince —respondió de inmediato Esti—: las he contado.

—Yo he contado dieciséis. —Índigo arrugó la frente—. O diecisiete..., no estoy segura.

—No; y yo he contado trece, que es otra cantidad diferente. —Fran dio un paso atrás y miró furioso a la hilera de puertas—. Antes, intentaste contarlas y no pudiste. ¡Me parece que esto es otro juego! Podemos dar vueltas eternamente, abriendo una puerta tras otra y encontrando siempre un paisaje diferente detrás de cada una.

Índigo y Esti se quedaron en silencio durante unos minutos. Esti empezó a contar las puertas, pero se dio por vencida con un enojado movimiento de cabeza.

—Creo que Fran tiene razón, Índigo. Podríamos seguir así hasta que la cabeza nos diera vueltas. Así pues —miró a su hermano con curiosidad—, ¿qué vamos a hacer?

—Tengo una idea —respondió Fran—, aunque no sé si conseguiremos algo que valga la pena. Abramos todas las puertas otra vez y dejémoslas abiertas. Veamos qué nos revela eso. Si algo está jugando con nosotros, eso puede obligarle a efectuar un nuevo movimiento.

—Vale la pena probarlo —asintió Índigo; se dirigió a la puerta que tenía más cerca, levantó el pestillo y la abrió de par en par.

Fran y Esti siguieron su ejemplo y empezaron a ir de puerta en puerta. A medida que las puertas se abrían, toda una cacofonía de sonidos dispares llenó la sala; el espantoso canto coral, las bestias monstruosas que luchaban en aquel bosque primitivo, suspiros, gemidos, los lejanos y resonantes aullidos de un vendaval, Índigo apretó los dientes con fuerza cuando los sonidos aumentaron de intensidad, asaltando sus sentidos; las palmas de sus manos estaban empapadas de sudor y deseó gritar pidiendo que se acallara todo aquel estrépito; pero se obligó a pasar de una puerta a otra sin detenerse, levantando un pestillo, y otro, y otro.

Y entonces llegaron a la última de las puertas, y cuando Fran la abrió, todos los sonidos cesaron al instante.

—¿Qué... ?

La sorprendida y truncada pregunta de Esti resultó chillona en el repentino silencio, Índigo miró a la puerta que acababan de abrir y vio que la escena que se desarrollaba al otro lado —una bandada de pájaros que volaban por un tormentoso cielo nocturno— permanecía inmóvil, como si el tiempo se hubiera detenido. Desvió la mirada rápidamente a las otras puertas abiertas, y vio lo mismo. Todo sonido y movimiento se había detenido; y de repente percibió una sensación de cambio inminente.

—¡Mirad! —La aguda exclamación de Esti la hizo girar en redondo.

En el extremo opuesto de la sala, entre dos de las puertas abiertas, había aparecido un tercer portal de mayor tamaño. Su superficie era negra, petrificada casi por el tiempo; y no tenía pestillo, ni se le veían bisagras.

—¡Ah! —Los ojos de Fran se iluminaron llenos de ansiedad—. ¡Ya pensé que algo así podría suceder!

Empezó a avanzar hacia la puerta, Índigo y Esti lo siguieron, y los tres se detuvieron ante ésta.

—No hay forma de abrirla —dijo, nerviosa, Esti.

—Empújala —le instó Índigo.

Fran extendió la mano. Pero antes de que pudiera tocar la puerta, ésta se estremeció, y los tres dieron un salto atrás al ver que el portal empezaba a abrirse solo. Se balanceó hacia atrás despacio, revelando una total oscuridad al otro lado, y Fran dio un cauteloso paso hacia adelante.

—No veo nada... creo que hay una habitación ahí, pero...

Y sus palabras murieron bruscamente cuando una luz de un blanco azulado llameó en la oscuridad.

Dentro de la luz había algo. Tenía forma humana... y cuando la deslumbrante luz se apagó dio un paso adelante, adoptando la figura de una criatura, descalza y ataviada con un simple tabardo, de ojos brillantes y con una aureola de cabellos plateados coronando su cabeza. Miró a cada uno de ellos por turno, luego su extraña mirada se clavó en Índigo.

La sangre había desaparecido del rostro de Índigo, dejándolo blanco como el papel. Sentía una sensación de náusea en la garganta, y contemplaba a la criatura que tenía delante con asombro y repugnancia.

El ser sonrió, mostrando unos agudos y feroces dientes de gato. Y Némesis, el peor de los enemigos de Índigo, la criatura creada de las profundidades más siniestras de su propia alma, dijo:

—Bienvenida, hermana. Te esperaba.

CAPÍTULO 15

No era la voz de Némesis. La figura era la de la criatura, y también la sonrisa maligna, y la fría aureola que brillaba en torno a su delgada forma, pero la voz pertenecía a otro. Por el rabillo del ojo, Índigo vio los rostros perplejos de Fran y Esti que se volvían para mirarla, pero no podía hablarles, ni siquiera podía intentar comunicarse o explicar.

Entonces Némesis se desvaneció, y otra figura apareció en su lugar. La que la reemplazó hizo que sus compañeros dieran un brinco, pero para Índigo el segundo choque fue mucho mayor que el primero, y lanzó una exclamación ahogada. Ataviado con un manto que relucía con los colores de las hojas en primavera, el rostro enmarcado por cabellos rojizos, y los dulces ojos dorados llenos de pena, severidad y sutil intensidad, el emisario de la Madre Tierra, que tantos años atrás había enviado a Índigo en su larga y solitaria misión, le sonrió y dijo:

—Bienvenida, hermana. Te esperaba.

Las mismas palabras de Némesis... pero, al igual que con Némesis, el resplandeciente ser hablaba con la voz de otro.

Su propia voz.

—No —musitó Índigo con voz ronca—. ¡Tú no... no!