Empezaba a sentirse invadida por el pánico, sintió alzarse en el interior de su cabeza como un incontenible maremoto, y se echó hacia atrás, chocando con Fran, quien se había movido para ir a su encuentro.
—Índigo, ¿qué es eso? —exigió apremiante—. ¿Qué es esa criatura?
La muchacha sacudió con fuerza la cabeza, incapaz de responderle. Entonces Esti lanzó un chillido de miedo, y ambos, como respondiendo a un mismo impulso, volvieron a mirar hacia la puerta.
El emisario había desaparecido. En su lugar había una joven vestida al estilo tradicional de la corte de las Islas Meridionales. Las joyas centelleaban en sus dedos. Un cinturón de eslabones de plata rodeaba su cintura; llevaba un torques de plata incrustada de ágatas, y una corona adornada con esas mismas piedras. Sus cabellos, largos y sueltos, caían en brillante cascada de color castaño rojizo sobre sus hombros, y sus ojos eran de un vivido azul-violáceo. Aturdida, muda de asombro, Índigo se contempló a sí misma, no tal y como era ahora, sino como había sido en aquella otra vida perdida, cuando no era Índigo sino Anghara, princesa de las Islas Meridionales.
Fran y Esti estaban paralizados, sus ojos permanecían clavados en la aparición sin comprender lo que veían. La imagen sonrió, con cierta amabilidad pero a la vez con suave y arrogante malicia.
—Vaya, Índigo..., ¿me temes?
El sonido de su propia voz surgiendo de esta parodia fantasmal provocó que Índigo empezara a temblar, pero la cólera reemplazaba rápidamente al temor a medida que empezaba a comprender. La imagen se echó a reír.
—Sin duda a estas alturas ya sabes que reflejo tan sólo lo que veo en las mentes de los que penetran en mis dominios. ¿Qué hay, me pregunto, en lo que he sacado de tus más recónditos pensamientos que te asusta tanto?
Índigo expulsó muy despacio el aire que la sorpresa había bloqueado en sus pulmones, y con su salida floreció su creciente rabia. La confusión y el temor se evaporaron para convertirse en una ardiente brasa de desdén: comprendió que, por fin, tenía delante al demonio que había venido a buscar. Además, no se había equivocado: se trataba de un vampiro. Pero un vampiro que no sólo debía alimentarse de las vidas de sus víctimas sino también tomar su forma de entre la abundancia de recuerdos que encontraba en sus mentes, ya que carecía de forma propia.
—Tú —dijo despectiva, y vio cómo Esti y Fran le dirigían una rápida mirada, sorprendidos por la repentina autoridad de su voz—. Ahora ya sé lo que eres, y por qué te vistes con las imágenes de otros. No tienes el valor de mostrarte como realmente eres, ¿no es así? ¡Porque no eres nada!
—¡Índigo! —exclamó Fran.
Comprendió que Fran empezaba a darse cuenta también de la verdad que ella había descubierto, y vio cómo el muchacho se llevaba la mano a la empuñadura de su cuchillo al tiempo que seguía:
—Si éste es el demonio...
—Lo es. —Extendió una mano para detenerlo—. Pero no puedes matar una sombra; no así. —Su mirada se desvió hacia el fantasma que reproducía su imagen y sintió una insólita oleada de desprecio y de rabia de que un ser así se permitiera mofarse de ella adoptando su propia forma—. No puedes utilizar un cuchillo contra algo que carece de sustancia, que sólo puede adoptar las formas que usurpa a sus legítimos propietarios. —Dio un paso hacia adelante y observó con satisfacción que el demonio respondía con un prudente paso atrás—. ¿No es eso cierto, mi incorpóreo amigo? No puedes mostrarnos tu auténtica forma, porque no tienes ninguna. —Le sonrió con crueldad extrayendo un frío placer de su odio—. ¡Eres una cosa despreciable!
La imagen alzó los hombros ligeramente, e inclinó la cabeza a un lado en un gesto que le era muy familiar.
—¡Oh, sí! —repuso con suavidad—. Soy despreciable. Pero vivo. Y seguiré viviendo, desarrollándome a mi manera... a menos que puedas completar la tarea que has venido aquí a llevar a cabo, y me mates. —Los ojos violeta se alzaron hacia ella retadores—. ¿Crees que puedes hacerlo, Índigo? ¿O sucumbiréis tú y tus amigos ante mí al final, como ha sucedido con muchos otros?
—No puedes matarme —repuso Índigo.
—Cierto. Pero puedo retenerte. No existe salida de este mundo, a menos que yo decida crear una. Y aunque tú no puedas morir, tus compañeros son otra cosa. —Contempló pensativo primero a Esti, luego a Fran—. Tardo más en absorber la sustancia de aquellos que luchan que la de aquellos que se entregan voluntariamente; pero el sustento que ofrecen es mayor precisamente por eso. Al final consumiré a tus amigos. Debo consumirlos, como debo consumir todo lo que esté a mi alcance.
—¿Debes? —repitió Índigo con disgusto—. ¡No veo ningún deber en la desecación de las cosechas y las tierras de Bruhome ni en el aniquilamiento de almas inocentes!
—Representan vida —respondió el demonio—. Y si quiero vivir, debo consumir vida. — Lanzó un profundo suspiro—. Ojalá fuera de otra forma, pero no puedo cambiar lo inevitable.
Disgustada por aquella falsa pena, Índigo abrió la boca para lanzarle una furiosa réplica, pero antes de que pudiera hablar, Fran avanzó hacia ella. Rodeaba protector los hombros de Esti con un brazo; ahora deslizó el otro alrededor de Índigo y lanzó una furiosa mirada al demonio.
—¡No nos acobardarás! —declaró lleno de veneno—. ¡Y no te apoderarás de nuestras vidas, por muy invencible que digas ser! ¡Hemos venido aquí a destruirte... y lo haremos!
—¡Ah! —El demonio lo contempló afligido—. Ojalá pudieras, insignificante humano. Ojalá fuera posible; porque en la muerte podría liberarme de esta ansia que me consume. — La mirada violeta se deslizó ahora hasta el rostro de Esti, y el demonio adoptó una expresión conmovida—. Esti conoce mi soledad y mi sufrimiento. ¿Recuerdas, dulce Esti? ¿Recuerdas cómo compartiste el dolor de mi cara, y cómo te apiadaste de mí?
Y de repente, lo que tenían delante ya no era Índigo sino el triste y hermoso joven del estanque del páramo, el rostro pálido y frágil envuelto en la negra capa, los ojos hundidos llenos de anhelo.
Esti lanzó un terrible gemido y Fran la hizo girar para obligarla a desviar la mirada.
—¡Es suficiente! —dijo con ferocidad—. No nos engañarás, y no sentimos compasión por aquellos que son como tú. Sólo queremos una cosa de ti antes de que te matemos: queremos que nos devuelvas a nuestra familia y amigos. —Soltó a las dos muchachas y avanzó amenazador, la mano de nuevo sobre el cuchillo—. ¡Lo exigimos!
—Franqueza. —El demonio le dedicó una leve sonrisa—. Te pusieron un nombre muy apropiado, ¿no es así? Pero me temo que debo desilusionarte. No podría liberar a los tuyos, incluso aunque lo desease. Son míos ahora; y he de utilizar todo lo que es mío para alimentarme. —La sonrisa se ensanchó ligeramente y se volvió rapaz—. Mi hambre es interminable, y no puede verse saciada jamás. Cuando haya absorbido toda la vida de Bruhome y ya no quede nada, entonces deberé volver a buscar más vida. Debo tomar todo lo que haya, por insignificante que sea. Debo alimentarme.
—¡Vampiro! —escupió Esti—. ¡Sanguijuela del averno!
—Sí, es verdad; pero también soy mucho más que eso, como Índigo sabe. —Los hundidos y relucientes ojos se volvieron hacia Índigo otra vez—. ¿Puedes darme un nombre, Índigo? ¿Puedes darle un nombre a aquel que posee el poder de contenerlo todo, y sin embargo no contiene nada? ¿Puedes llegar a los más recónditos rincones de tu mente, y decirme, desde las profundidades de tu propia experiencia, qué soy?
Índigo no respondió. Sus labios habían palidecido y estaban firmemente apretados, y los recuerdos bullían en su mente. Némesis, riendo. Muerte, carnicería y destrucción, mientras la Torre de los Pesares se desplomaba. Su familia muerta. Su novio, Fenran, torturado y encarcelado entre diferentes dimensiones. Y el emisario de la Madre Tierra cuya piedad estaba templada por una implacable voluntad...