Sus ojos se volvieron de nuevo hacia Constan. Algo no iba bien, estaba segura; pero no podía adivinar su causa. No veía nada inconveniente en la ciudad: muy al contrario. Pero Constan estaba inquieto, y eso no era normal en él.
—¿Constan? ¿Sucede algo malo? —preguntó, tocándole el brazo.
La miró, y la expresión preocupada apareció de nuevo en su rostro.
—¿Lo has notado?
—¿Notado el qué?
Su mirada vagó por la escena que tenían delante. Luego suspiró, un sonido siseante que surgió de entre sus dientes firmemente apretados.
—No sé. A lo mejor estoy equivocado. A lo mejor es tan sólo que ha sido un día muy largo y todos necesitamos dormir. —Se inclinó y le palmeó la rodilla en un cariñoso gesto paternal—. Ya hablaremos sobre ello más tarde y averiguaremos que es qué. Vamos, ahora; sonríele a la gente. Son nuestro público de mañana, y nuestra comida.
En parte para apaciguar a los lugareños nerviosos ante tan grande afluencia de recién llegados, y en parte también para poder controlar con más facilidad a cualquier alborotador potencial, se había dispuesto un terreno en el lado oriental de la ciudad para acomodar a la abigarrada variedad de animadores ambulantes que llegaban para tomar parte en las fiestas. Aquí, donde uno de los ríos se ensanchaba para convertirse en un ancho y perezoso meandro, había espacio para dos docenas o más de carretas y buenos pastos para los animales que tiraban de ellas, y una exclamación de alegría brotó de los carromatos de los Brabazon cuando atravesaron la abierta entrada y pisaron el abundante césped del otro lado.
Empezaba a oscurecer; las estrellas habían comenzado a parpadear en el firmamento y una o dos hogueras ardían ya en el campamento. Fran y Val desenjaezaron a los bueyes y los ataron junto con los ponis, mientras que Constan se alejaba por el prado para ver si había alguno de sus amigos o enemigos entre los grupos que ya estaban acampados. Como a menudo le había explicado a Índigo, los feriantes formaban un grupo tan variado como un saco de accesorios teatrales, y un festival como éste era seguro que atraería a mucha leche agria junto con la crema de la profesión. Mezclados con los auténticos actores, dijo, habría gran cantidad de ladrones, rateros y vagabundos, y ellos, al igual que la buena gente de Bruhome, harían bien en vigilar sus bolsas y sus espaldas.
Mientras estaba fuera, Índigo y dos de las niñas más pequeñas cogieron leña del gran cesto que transportaban en la parte trasera de uno de los carromatos y encendieron una pequeña hoguera. Todos estaban demasiado cansados para explorar las tabernas de Bruhome aquella noche; en lugar de ello comerían alrededor del fuego, luego se tumbarían a dormir bajo las estrellas o en las carretas para estar descansados por la mañana.
Caridad, la mayor de los trece hijos de Constan, era la encargada de cocinar. Había cumplido veintiún años recientemente, y se había adjudicado el papel de madre suplente para con sus hermanos más pequeños; una responsabilidad que se tomaba con mucha seriedad. Era una muchacha alta y esbelta con una larga melena castaña que le llegaba hasta la cintura —todos los Brabazon, tanto padre como hijos, tenían los cabellos de uno u otro tono rojizo— que llevaba sujeta en trenzas arrolladas alrededor de la cabeza, y cuya naturaleza soñadora heredada de su abuela se veía mitigada por una vena de sólido sentido práctico. Constan podría ser la piedra angular de los Brabazon, pero Caridad era su inestimable lugarteniente, e Índigo se preguntaba a menudo qué pasaría cuando —como seguramente sucedería— el tranquilo encanto y la belleza de Caridad cautivaran a algún joven y ésta escogiera abandonar a sus hermanos y hermanas por un esposo y un hogar propio. Resultaba difícil imaginar a Modestia, la extravagante hermana que la seguía en edad y cuyo nombre resultaba tan poco apropiado a su carácter, ocupando su puesto, y las demás muchachas eran aún demasiado jóvenes para tal responsabilidad.
Caridad cantaba con su cálida voz de contralto mientras colocaba un caldero abollado y viejo sobre el fuego y empezaba a introducir hierbas, verduras lavadas y algunos pedazos de carne y hueso en el agua hirviendo. La cocina resultaba un sacrosanto misterio para la mayoría de los Brabazon, y las habilidades de la misma Índigo eran limitadas; pero a medida que el estofado empezaba a burbujear con fuerza, y mientras Caridad colocaba algunos tubérculos ensartados en afilados palos sobre las ascuas del fuego. para que se asaran, los demás empezaron a aparecer de uno en uno o por parejas, para acercarse al fuego atraídos por el aroma. La luz de las llamas envolvió sus rostros en dramáticas sombras
cuando se sentaron frente al fuego; cabellos de color castaño, cabellos cobrizos y cabellos rojo-anaranjados centellearon bajo su reflejo; se inició una relajada conversación entre todos. Sólo faltaba Constan: a Índigo le pareció vislumbrar su característica cabellera entre un grupo de hombres que charlaban junto a una de las otras hogueras.
—¿Qué hay para comer? —preguntó Lanz mientras se acomodaba sobre la hierba.
—Cordero —le respondió Caridad.
—¿El mismo que Fran y Val... ?
—¡Sí; y que no te pesque contándole nada de esto a nadie en Bruhome! —reprendió Caridad; luego miró con expresión adusta a los dos muchachos mayores—. Robar ovejas... ¡me avergüenzo de vosotros dos!
Fran le dedicó una amplia sonrisa.
—Pero no demasiado avergonzada para comer parte del botín, ¿eh, Cari?
La muchacha sacudió la cabeza.
—Lo que está hecho no puede deshacerse. Ahora quedaos quietos y dejad que me asegure de que todo el mundo está aquí. —Empezó a contar: era un ritual innecesario pero familiar—. Franqueza, Valentía, Modestia, Templanza, Entereza, Armonía, Honestidad, Sinceridad, Gentileza, Moderación, Responsabilidad, Piedad. Luego están Índigo, Grimya y yo: eso quiere decir que estamos todos menos papá. —Satisfecha, empezó a repartir cucharadas de estofado dentro de los cuencos.
—Papá está allí con algunos de los otros feriantes —informó Val, señalando con la mano—. El Burgomaestre Mischyn está ahí, también; me parece que está haciendo una especie de discurso.
—Será mejor no molestarlo, entonces. —Cari sacó con gran destreza una de las patatas que se asaban en las brasas y la golpeó ligeramente para ver si estaba bien cocida—. Fran, trae un poco de cerveza, por favor. —Le pasó un cuenco lleno hasta los bordes a Índigo.
Durante unos instantes se produjo un agradable silencio mientras todo el mundo dedicaba su atención a la comida, Índigo saboreaba su última patata, que había empapado en la salsa del estofado, cuando unas pisadas anunciaron la llegada de Constan. Este acomodó su corpulencia entre sus dos hijos mayores, y gruñó sus agradecimientos mientras Caridad llenaba otro cuenco y se lo pasaba.
Fran estudió por un momento la expresión de su padre, luego inquirió con expresión preocupada:
—¿Papá? ¿Qué sucede?
Constan se introdujo una cucharada de estofado en la boca y la engulló junto con un buen trago de cerveza antes de contestar:
—Tanto da que os enteréis ahora como más tarde —dijo sombrío—. Os lo diré ahora. La Fiesta de Otoño se ha acortado. Sólo serán tres días, empezando mañana, y se habrá terminado.
Sólo Responsabilidad y Piedad, que eran demasiado jóvenes para comprender el significado de las palabras de Constan, no reaccionaron. El resto se mostró anonadado.
—¿Tres días? ¡Apenas si hay tiempo para hacer nada!
—¿Qué clase de ingresos podemos conseguir en sólo tres días?
—Nos hemos estado preparando para Bruhome durante meses...
—Confiábamos en que aquí conseguiríamos dinero suficiente para pasar el invierno...
Y la voz de Fran, elevándose por encima de las otras con la pregunta de mayor importancia: