—Fran, uno de los dos ha de ir a hablar con ella —insistió Esti—. Después de lo sucedido en la sala, de lo que vimos...
—¡Maldita sea, ya lo se! —Su voz era un furioso susurro, entonces vio cómo su hermana hacía una mueca—. ¡Oh, por la Diosa, no empieces también tú! ¡Con una ya es suficiente!
—No lloro —le replicó con fiereza Esti—. Simplemente estoy preocupada. Muy preocupada, si realmente te interesa. Apenas si ha dicho una palabra en todo el tiempo que llevamos caminando, y ahora, cuando nos detenemos a descansar, se comporta como si nosotros no existiéramos. —Sus preocupados ojos verdes se clavaron de nuevo en la espalda de Índigo—. Creo que sabe lo que le sucedió, y que nosotros lo vimos; y ahora no sabe qué hacer. Hemos de tranquilizarla; pero al mismo tiempo hemos de averiguar qué está pasando.
—Muy bien —dijo Fran, agitándose incómodo—, entonces ve a preguntarle, ya que estás tan ansiosa.
—No. Creo que deberías ir tú. Y ya sabes por qué.
—¡No seas estúpida! —Le dirigió una rápida mirada ofendida—. No sabes de lo que hablas.
—Oh, claro que sí. Lo que pasa es que te avergüenza admitirlo. —Esti se interrumpió para contemplarlo con perspicacia—. Si yo estuviera enamorada de alguien, y viera a esa persona en un apuro, no me quedaría ahí sentada como una tonta sin hacer nada.
Fran abrió la boca para replicar, pero la volvió a cerrar. La verdad era que no podía negar las palabras de su hermana: pero su resistencia se derivaba del hecho de que se sentía perdido por completo. Durante la larga caminata, que los había llevado a través del páramo sin, de momento, el menor signo de que se acercaran al final de ésta, tanto él como Esti habían estado demasiado pendientes de cualquier señal de peligro como para haber tenido muchas oportunidades de charlar. Pero el intercambio ocasional de miradas había sido más que suficiente para decir a ambos que sus pensamientos giraban en torno al mismo tema; y ahora sabían que ya no podrían eludirlo por mucho más tiempo.
En la sala en ruinas, cuando el demonio había hecho aparecer aquella nube negra de ilusiones para derrotarlos, Índigo se había transformado. La transformación había sido rápida, breve y los había dejado demasiado aturdidos para captar más que una mínima impresión de lo sucedido, pero ambos habían reconocido a la criatura de ojos plateados que había surgido de la última puerta para darles la bienvenida en tono burlón, y al extraño y turbadoramente hermoso ser de ojos dorados. Ambas criaturas, lo recordaban bien, habían llamado hermana a Índigo, y el recuerdo les producía escalofríos. Pero, por último y para acabarlo de empeorar, se había producido una tercera metamorfosis: por un aterrador instante, mientras la nube negra se arrojaba contra ellos, Índigo se había convertido en un lobo. Podría haber sido cosa del demonio, otro truco para desconcertarlos, pero de alguna forma ni Fran ni Esti lo creían. La verdad estaba en otra parte, y sus implicaciones, que de momento quedaban fuera de su comprensión, los acobardaban. Los sentimientos de Fran por Índigo aún complicaban más las cosas, y ahora que veía su desconcierto Esti comprendió por qué se sentía tan reacio a enfrentarse a Índigo y exponerle sus preocupaciones.
—Lo siento —dijo al tiempo que se sentaba sobre los talones y exhalaba un suspiro de contrición—. No ha sido muy delicado.
—No obstante, tienes razón. —Se dedicó a destrozar un tallo de hierba—. Alguien debería hablar con ella, y debería ser yo.
—Si la amas, sí. —Una pausa—. ¿La amas?
El muchacho se encogió de hombros, molesto, y el rostro se le enrojeció.
—Ésa no es la cuestión, ¿no es así? —Rápidamente, antes de que ella pudiese ver la expresión de su cara, se puso en pie—. Muy bien. Le preguntaré.
Esti lo observó mientras, intentando parecer despreocupado, Fran se acercaba al lugar donde se sentaba Índigo. Sentía lástima por su hermano, ya que a pesar de que era dos años mayor que ella, sabía que era mucho más ingenuo, y por lo tanto mucho más vulnerable, cuando se trataba de asuntos del corazón. Esti podía ser igual de inexperta, pero un sólido núcleo de pragmatismo —falta de sensibilidad, la atormentaban sus hermanas— se ocultaba bajo sus románticas inclinaciones y se había jurado hacía tiempo que jamás haría algo tan tonto o doloroso como perseguir un amor imposible. Fran, por el contrario, no poseía tal defensa e Índigo era la primera mujer por la que había sentido algo más que un interés pasajero. Si se detenía a pensarlo, sabía que sus esperanzas eran inútiles; Índigo amaba a otro, y aun cuando aquel amor hubiera quedado para siempre fuera de su alcance, ella no sentía lo mismo que Fran y jamás lo haría. Pero Fran seguía soñando, y en los sueños no había lugar para la razón.
Fran estaba sentado ahora junto a Índigo, y ambos hablaban. Esti suspiró con tristeza; se volvió de espaldas a ellos y fijó los ojos en el negro páramo. No podía oír lo que decían, y no quería ser indiscreta; lo mejor era guardar silencio y dejar que Fran resolviera aquello como le pareciera más conveniente. Intentó encontrar algo de interés entre los negros pliegues de las colinas, pero no había nada; ni siquiera alguna roca que los elementos hubieran erosionado hasta darle una forma fantástica, como hubiera sido el caso en el mundo real. No se veía ni una oveja, ni una liebre, ni un pájaro. El terreno estaba totalmente silencioso y vacío, y tras la burlona advertencia del demonio sobre los peligros del camino, Esti desconfiaba de aquel vacío. Recordaba demasiado, pensó, a la calma que precede a la tormenta.
Un sonido a su espalda le hizo dar un brinco, y al volver la cabeza vio que Fran se acercaba a ella con Índigo algunos pasos más atrás. —Esti.
Fran se agachó junto a su hermana. Sus ojos, observó ésta sorprendida, brillaban de excitación reprimida, y la muchacha dirigió una furtiva mirada a Índigo. Su expresión era más solemne, pero el mismo brillo vehemente apareció en sus ojos cuando sus miradas se encontraron. —Se lo dije. —Fran no se preocupó de los preámbulos—. Le dije lo que vimos allá en la sala, y... bueno, creo que lo mejor es dejar que la misma Índigo lo diga.
—No lo sabía. —Índigo se sentó sobre la hierba. Las lágrimas habían desaparecido ahora, aunque sus ojos mostraban unas reveladoras huellas rojas—. Recuerdo que me sentí desorientada de repente... sucedió varias veces, como si por un momento viera a través de los ojos de otra persona. Pero las transformaciones... no me cii cuenta de ellas; ¡no tenía ni idea!
—Esti, ¿no ves lo que esto significa? —Fran apenas si podía contener la excitación—. No fue cosa del demonio, fue cosa de Índigo: ¡aunque ella no lo supo entonces, fue ella la que deseó que los cambios ocurrieran! ¡Si puede hacer eso..., si puede conseguir que la veamos bajo otra apariencia... entonces imagina lo que eso significa con respecto a este mundo, y cómo podemos manipularlo!
Los ojos de Esti se abrieron de par en par al darse cuenta con más claridad de lo que aquello significaba.
—¡Tu mano! —dijo a Índigo—. La quemadura que se curó. Y la música: la forma en que conseguiste que el arpa y la flauta funcionasen...
—¡Y tantas otras cosas! —la interrumpió Fran—. Siempre hemos sospechado que era posible influir sobre las cosas aquí, si conseguíamos desearlo en la forma apropiada. Pero esto... —Sacudió la cabeza asombrado—. ¡Creo que podemos hacer cualquier cosa! ¡Crear artilugios, criaturas, incluso gente!
—¡Crear ilusiones! —lo corrigió Índigo—. No olvides eso, Fran. No podemos hacer aparecer a Cari o a vuestro padre, a pesar de que sí podemos hacer surgir sus imágenes. Pero —continuó, dirigiéndose ahora a Esti—, en este mundo todo es una ilusión. Así pues, ¿puede una espada fantasma matar a un atacante fantasma? Yo creo que sí.