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—Ya miraremos luego.

—No estoy muy segura de querer hacerlo.

Fran no le contestó, y empezó a andar en dirección al interior de la ciudad.

Durante todo el trayecto hasta llegar a la plaza principal, la historia fue la misma. Bruhome era como una ciudad fantasma. Todo estaba limpio y bien cuidado pero desprovisto del menor signo de vida. No ardían velas en las ventanas, ni atisbaban rostros por puertas semi entornadas. Y cuando llegaron a la plaza, se encontraron con un lugar dominado por un terrible silencio y desolación. Los edificios, algunos con los postigos cerrados, otros con las ventanas abiertas como ojos ciegos, contemplaban la plaza desierta. En los postes que se alzaban como lúgubres centinelas no ardía ninguna antorcha; no había puestos de mercado, ni estandartes, ni el improvisado escenario para los festejos. Y tampoco se veía el más mínimo resto de desperdicio recorriendo al azar el pavimento empujado por la brisa.

—Es horrible —Esti seguía hablando en susurros, aturdida y acobardada por la escena—. Es como si todos los que vivían aquí se... se hubieran desvanecido de golpe.

Ni Índigo ni Fran dijeron nada como respuesta, pero, al menos en el caso de Índigo, las palabras de Esti dieron duramente en el blanco. ¿Podría ser esto, se preguntó, un auténtico reflejo de lo que Bruhome era ahora? ¿Era éste el quid de la broma que les había gastado el demonio? ¿Que habían llegado demasiado tarde, y en el mundo real la ciudad se había quedado ya sin vida y sus habitantes atrapados y utilizados para alimentar a un nuevo y siempre hambriento señor?

No; no debía pensarlo, no debía ni considerarlo por un instante. Volvió el rostro hacia las vacías ventanas de la Casa de los Cerveceros y, deteniéndose tan sólo para comprobar que Fran y Esti la seguían, atravesó la plaza en dirección a la calle que conducía hacia el oeste al prado situado junto al río.

Sus pisadas resonaron entre las paredes de las casas que se alzaban a cada lado, lo cual acentuó aún más la quietud existente. Esti no cesaba de mirar por encima del hombro como si temiera que alguna sombra los siguiera, pero tampoco ahora se produjo ningún movimiento extraño, ningún signo de vida. Y cuando llegaron al prado y se detuvieron ante la verja abierta, lo encontraron todo desierto, oscuro y vacío bajo el monótono firmamento, con el lento y uniforme fluir del río más allá.

Fran contempló la solitaria escena durante unos segundos. Luego dijo:

—¿Por qué no hay nada aquí? ¿A qué puede estar jugando ahora el demonio?

—Sólo puedo suponer —repuso Índigo con calma— que lo que sea que nos aguarda no sucederá en el prado. —Lo miró, y bajo el inquieto crepúsculo el muchacho le pareció tenso, y mucho mayor de lo que era—. A lo mejor esto resulta un escenario demasiado obvio.

Del río les llegó una helada ráfaga de aire, y Esti empezó a tiritar.

—Regresemos a la plaza —dijo la muchacha—. Al menos allí hay casas en las que refugiarnos. —Les dedicó una rápida y tímida sonrisa—. Incluso aunque sean tan irreales

como el resto de este lugar, me sentiré bastante más segura.

—La Casa de los Cerveceros sería el mejor lugar —sugirió Fran—. Es el edificio más alto de la ciudad, y su balcón resultaría un buen punto de observación. Por lo menos podríamos acampar allí hasta decidir qué es lo mejor.

Podría haber añadido: o mientras esperamos lo que sea que vayan a enviar contra nosotros, pero cambió de idea. Esti e Índigo estuvieron de acuerdo con su sugerencia, y volvieron sobre sus pasos hasta la plaza. La puerta principal de La Casa de los Cerveceros estaba abierta; al otro lado de la puerta, el vestíbulo y la impresionante escalinata permanecían en sombras.

—Ojalá tuviéramos aún el farol. —Esti tuvo buen cuidado de no mirar las esculturas de las gárgolas que adornaban la fachada al cruzar el dintel tras los pasos de Fran—. Es como penetrar en una tumba...

—Ten cuidado con lo que dices. —Índigo intentó hacer un chiste irónico, pero se arrepintió al instante al ver el rápido cambio experimentado en el rostro de Esti. Se detuvo en el umbral para permitir que sus ojos se acostumbraran a la mayor oscuridad del interior—. Puede que seamos capaces de crear luz; pero lo mejor será esperar hasta habernos instalado arriba antes de intentarlo.

Fran, que se había detenido al pie de las escaleras y escuchaba con gran atención, susurró:

—No se oye nada ahí arriba. Creo que está tan desierto como parece estarlo todo lo demás.

Colocó un pie en el primer peldaño e iba a empezar a subir cuando de repente, desde la puerta, Índigo exclamó en tono seco:

—¡Espera!

Esti dio un brinco y tanto ella como Fran volvieron la cabeza y vieron a Índigo que, con una mano todavía sobre el marco de la puerta, observaba con atención el otro extremo de la plaza. Toda ella emanaba tensión... y miedo.

—¿Índigo? —Fran cubrió la distancia que los separaba en tres zancadas—. ¿Qué sucede?

—En el otro extremo de la plaza. —Su voz sonaba baja y algo temblorosa—. Me pareció ver moverse algo...

—¿Humano?

—N... no. No humano.

Escudriñaron la oscura extensión de terreno hasta las casas del otro lado y las callejuelas, en un intento por distinguir algo más sustancial que las sombras. Al cabo de un rato Fran musitó:

—No veo nada. Fuera lo que fuese, se ha ido.

—Quizá lo imaginé. —Estaba claro que Índigo no se sentía nada convencida—. La semioscuridad juega malas pasadas; es fácil... ¡Oh, por la Diosa!

Fran sintió cómo los cabellos de la nuca se le erizaban y un escalofrío le recorrió la espalda cuando, de algún lugar más allá de la plaza, de uno de los negros y estrechos callejones situados entre los edificios, surgió el ascendente y estremecido aullido de un lobo. Y al instante, como si se tratara de un coro infernal, un coro de horribles y espectrales aullidos le respondió.

—No...

Índigo intentó retroceder, pero se enredó con Fran, que estaba detrás de ella y se volvió en redondo para mirarlo con el rostro desencajado y blanco como el papel.

—¡Eso es a lo que se refería el demonio! —Una expresión de terror brilló en sus ojos al comprenderlo y sujetó con fuerza el brazo de Fran—. Todos nuestros amigos: ésa es la trampa que nos ha preparado, ¿no lo ves? La manada de lobos... ¡Grimya sigue conduciéndola! ¡Y nos han vuelto a encontrar, tal y como ella dijo que harían! ¡Piensan hacernos pedazos!

Durante unos segundos Fran permaneció totalmente inmóvil con los ojos clavados en ella; luego los aullidos se dejaron oír otra vez, y vislumbró algo más oscuro que el crepúsculo que se formaba a la entrada de una calle...

—¡Arriba!

El sentido práctico resurgió como un mazazo y empujó a Índigo a un lado al tiempo que sujetaba la pesada puerta y le aplicaba todo el peso de su cuerpo. La puerta se cerró con un chirrido y un sonoro portazo, y Fran se dispuso a colocar la pesada barra que la atrancaba al tiempo que se decía que una puerta fantasma le cerraría el paso a unos lobos fantasma, e intentaba no pensar en si mantendría fuera a Grimya. Sonaron unos pies que subían por las escaleras apresuradamente: era Índigo quien, recuperado un cierto autocontrol, se lanzaba escaleras arriba tirando de Esti; la barra encajó en su lugar —parecía bastante sólida, y Fran rezó para que la ilusión, al menos, se mantuviera— y corrió tras las dos muchachas que ya habían llegado al descansillo superior. Por un momento los tres se detuvieron, sin saber qué dirección tomar, y la oscuridad se llenó de un repentino y hormigueante silencio. Las sombras se apiñaban sobre ellos desde las paredes y las vigas, pesadas y sofocantes. Fran miró por el hueco de la escalera al vestíbulo de abajo, vio la borrosa silueta de la puerta atrancada, escuchó con el corazón palpitante la sobrenatural quietud, luego miró otra vez el rostro de Índigo. Estaba blanca como un muerto, pero había recuperado su autocontrol, y con él una férrea tranquilidad.