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—¡Hay una sombra en la ventana! —señaló Índigo de repente—. Mirad..., se abre un poco más...

La débil luz se había amortiguado y parpadeado, como si algo se hubiera interpuesto entre ella y la ventana. La ventana se oscureció al inclinarse la figura hacia afuera.

—¡No puedo ver bien ¡Está demasiado oscuro!

Incluso la fina vista de Índigo no podía percibir con claridad la silueta que ahora oscurecía casi por completo la débil luz que brillaba en el desván. Pero el silbido de respuesta les llegó fuerte y claro, y los ojos de Fran brillaron excitados.

—¡Es papá! —Se irguió y agitó los brazos con frenesí—. ¡Es papá!

—No puede vernos. —Índigo se llenó de frustración al ver que la figura no respondía a los frenéticos gestos de Fran—. No hay ninguna luz a nuestra espalda; para él formamos parte de la oscuridad. —Se volvió hacia Fran—. Fran, hemos de decirle lo que pasa. Y Cari... —No necesitó seguir; sus ojos expresaban sus pensamientos con toda claridad.

—No puedo hacerlo —repuso pesaroso—. El código de silbidos es demasiado limitado; es imposible enviar un mensaje tan detallado.

Índigo clavó los ojos en la plaza. Tan cerca, y sin embargo tan lejos... Debían encontrar una forma de comunicarse más directamente con Constan. Y sólo se le ocurría una estratagema que pudiera tener una posibilidad de éxito.

Volvió la cabeza de nuevo hacia sus compañeros, y su expresión era tensa.

—Muy bien —anunció—. Entonces debemos ir, o más bien yo debo hacerlo, al Tonel de Manzanas.

Durante unos segundos, Fran y Esti la miraron como si hubiera perdido el juicio. Por fin, en una vocecita perpleja, Esti dijo:

—Pero eso es imposible. Sabes perfectamente que es así.

—No lo es. —La mente de Índigo había estado trabajando deprisa; había calculado sus posibilidades con respecto a lo que podía esperarle en la calle—. Con un poco de suerte, creo que puedo hacerlo; pero...

—Si puede hacerse, entonces iré yo —la interrumpió Fran—. ¡No voy a dejar que te arriesgues!

—No, Fran —le sonrió Índigo—. Aprecio tu gesto, pero soy la única que tiene una posibilidad de cruzar la plaza sana y salva.

—¿A causa de Grimya quieres decir? —El muchacho arrugó la frente, indeciso—. Índigo, sabes lo que sucedió la última vez que la encontramos. Ya no te reconoce: ¡te matará, si puede hacerlo!

—No lo creo. Y poseo otra ventaja. No puedo explicártelo ahora; no hay tiempo. Todo lo que te pido es que confíes en mí.

Fran efectuó un último esfuerzo por disuadirla.

—¡Índigo, escúchame! Ningún ser humano puede correr más rápido que esos monstruos de ahí afuera; ¡sería una locura intentarlo!

—No pienso intentar ser más rápida que ellos. «Al menos», pensó, «no en la forma que tú piensas». Para anticiparse a cualquier otra protesta, extendió una mano y la colocó sobre el brazo de él—: Fran, hemos de llegar hasta tu padre como sea.

No podía discutir lo que le decía pero el joven seguía albergando sus dudas.

—Sí... —empezó a decir.

—No. —Índigo se mostró enérgica—. Fran, voy a ir y nada de lo que digas me hará cambiar de opinión, así que lo mejor es que ahorres saliva. Baja al vestíbulo conmigo, cierra la puerta a mi espalda y luego ocúpate de Esti. —Dirigió una rápida mirada a la posada situada al otro lado de la plaza cuya ventana seguía iluminada—. Y si puedes utilizar el código de silbidos para decirle a Constan que voy para allá, mucho mejor, no me entusiasma la idea de encontrarme con una puerta cerrada cuando puede que sólo tenga unos segundos disponibles.

Rechazados sus argumentos y objeciones, Fran hundió los hombros y se dio por vencido.

—De acuerdo —admitió, pero su voz estaba llena de sufrimiento y resignación—. Pero ten cuidado.

—Lo tendré.

La acompañó por la lóbrega escalera hasta abajo. Esti, que durante la discusión había percibido que no habría forma de hacer cambiar de opinión a Índigo y por lo tanto no había dicho nada, los observó marchar, luego cerró los ojos con fuerza y sus labios se movieron en una silenciosa oración mientras que sus pasos se perdían en la distancia. Abajo, en el vestíbulo, Índigo y Fran habían llegado al pie de la escalera, y se habían detenido junto a la puerta de la calle, Índigo no podía ver con claridad el rostro de Fran en la penumbra, pero percibía su nerviosismo, y cuando el muchacho empezó a decir «Índigo... » no lo dejó continuar.

—Desatranca la puerta, Fran. —Su voz sonó tranquila y firme.

Se movió para obedecerla, entonces se detuvo y, dándose la vuelta, la abrazó con fuerza para besar su rostro en un repentino arrebato de emoción.

—¡Que la Diosa te acompañe, Índigo! Y yo... yo... —Pero carecía del valor para expresar lo que sentía.

La tranca se deslizó fuera de su sitio, y la muchacha levantó el pestillo. En el exterior, la plaza estaba en silencio. ¿Sabían los lobos que iba a salir?, se preguntó. ¿Le habría advertido algún instinto diabólico de lo que pensaba hacer? Intentó consolarse con la idea de que, sucediera lo que sucediese, no podían matarla, pero era un pobre consuelo. ¿Y si se encontraba cara a cara con Grimya, qué sucedería? ¿Podría soportar el encuentro, o perdería los nervios, y por lo tanto, su habilidad para hacer lo que debía hacer?

Reprimió aquellas dudas, consciente de lo peligrosas que eran. La puerta se abrió justo lo suficiente para permitirle salir, y un rumor de aire más fresco rozó su rostro. No miró a Fran, sino que se limitó a aspirar muy despacio y se deslizó al exterior. La puerta se cerró a su espalda; oyó cómo la tranca regresaba a su lugar.

Cien metros, sólo eso. No podía ver a la manada fantasma, pero estaban allí; estaban allí. Cien metros, Índigo reunió todo su coraje, toda su fuerza de voluntad, y varió su mente para darle un nuevo modelo de pensamiento, tanteando indecisa en busca de la chispa, la certeza. Loba. La palabra se formó en su cerebro, y con ella la imagen. Loba. Sintió cómo fluía la oleada de nueva energía que le era extraña pero no desconocida. Loba. La plaza cambiaba, la empalagosa oscuridad empezó a menguar a medida que su visión se acrecentaba; ahora la veía desde una perspectiva muy diferente. Y empezó a respirar con rapidez, agitada, deseando gruñir pero reprimiéndose.

Loba... Despacio, ágilmente, sus ojos ambarinos pendientes de cualquier movimiento y sus labios echados hacia atrás para mostrar el blanco destello de los colmillos, Índigo pisó la plaza.

Fran encontró a Esti acurrucada en el centro de la habitación del piso de arriba, de espaldas a la ventana y con la cabeza inclinada hacia adelante. Al escuchar sus pasos la muchacha alzó la cabeza. Sus ojos estaban asustados y llenos de angustia.

—No puedo mirar —dijo—. Sencillamente no puedo.

Fran miró a la ventana. Aún no se oía ningún ruido en el exterior, y no sabía si eso era una buena o mala señal.

—Voy a avisar a papá.

Pasó junto a su hermana, y tuvo que hacer un esfuerzo para salir por el ventanal. La luz brillaba aún en la lejana ventana del desván, pero la silueta había desaparecido. Fran succionó su lengua en un esfuerzo por inducir la aparición de saliva suficiente para silbar, luego se llevó los dedos a los labios y lanzó el código que significaba: alguien viene: prepárate. Tres notas largas; cuatro más rápidas y agudas. Las volvió a repetir, y entonces se dio cuenta de que los lobos reunidos allá abajo, en la plaza, no habían lanzado la acostumbrada algarabía de aullidos de respuesta, como si de repente tuvieran algo más urgente de qué ocuparse...