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Precisó de toda su fuerza de voluntad, pero Fran se obligó a mirar abajo.

Nada se movía. No veía ningún lobo ni tampoco la menor señal de Índigo. Su corazón empezó a latir con fuerza y de forma desigual. ¿Dónde estaba ella? ¿Y la manada... ?

Debían de estar emboscados... El temor que Fran sentía por Índigo, y la vergüenza ante su propia debilidad por dejarse convencer de dejarla ir sola, se convirtió de pronto en algo muy cercano al pánico, y se dio la vuelta, sin detenerse a pensar siguiendo tan sólo un ciego impulso de ir tras ella. Pero antes de que pudiera penetrar de nuevo en la habitación, un agudo silbido resonó en la plaza procedente del lugar donde se encontraba la sitiada taberna. Fue una simple confirmación de haber recibido su mensaje, pero lo sobresaltó, e hizo que se detuviera en seco para darse la vuelta...

Y entonces vio el enorme lobo de pelaje gris rojizo que había surgido de la Casa de los Cerveceros y avanzaba con lenta y controlada deliberación hacia el centro de la plaza.

Estaba asustada, pero el miedo se veía templado por una ardiente llama de excitación que provenía de la adrenalina animal que corría por sus venas. Conocía su propio poder y fuerza. El silencio que la recibió mientras avanzaba, con tan sólo un débil chasquear de sus garras sobre las losas, hasta quedar a la vista de la manada fantasma le dijo que, por el momento al menos, su transformación había producido el efecto esperado. Los lobos no habían esperado esto, y se sentían inseguros, Índigo tenía la ventaja durante algunos instantes, pero sabía que no duraría. Debía calcularlo todo a la perfección, o de lo contrarío su plan terminaría en desastre.

Habían transcurrido más años de los que podía recordar desde que utilizara de forma consciente su poder para transformarse, y temió ser incapaz de conjurarlo a voluntad, o, peor aún, que al tomar la forma de un lobo pudiera perder el control de su personalidad humana. Pero con la primera vertiginosa acometida del cambio, se había dado cuenta de que todo estaba bien. Volvía a ser la loba Índigo; y la agilidad, la velocidad, la astucia, todo había regresado a ella. Ahora, debía enfrentarse a la prueba más difícil.

En las oscuras aberturas que conducían a las callejuelas, las sombras se volvían más intensas. Había recorrido quizás un tercio de la plaza; sin embargo la manada no había efectuado el menor movimiento, aunque sus intensificados sentidos detectaban un brusco cambio en la atmósfera, de incertidumbre, a una nueva y tensa expectación.

Otro paso. Otro, y otro más. Índigo podía ya distinguir las siluetas más definidas de algunos lobos, aunque aún no había visto la característica figura de Grimya entre ellos. La manada seguía sin hacer nada. Seguramente, pensó, en aquellos momentos ya debían de...

Su pensamiento se hundió en el caos cuando por el rabillo del ojo vio cómo dos negras formas surgían en silencio de un callejón y se lanzaban como saetas contra ella. El instinto la hizo girar de un salto para ir a su encuentro; afianzó las patas sobre el suelo entre gruñidos cuando le saltaron al cuello, y el gruñido se tornó en gemido cuando los dientes del primer lobo desgarraron la blanda carne de su lomo. Aturdida por el dolor y el descubrimiento de que aquellos horrores podían morder con tanta fiereza como cualquier animal vivo, Índigo rodó sobre sí misma, retorciéndose para escapar a su ataque mientras intentaba morder a su asaltante. Entre la borrosa forma de su convulso cuerpo negro la muchacha pudo distinguir los enloquecidos ojos que relucían como diabólicas estrellas rojas... y entonces el segundo de los lobos cayó sobre ella. La muchacha se revolvió con desesperación, se lanzó sobre su rostro mostrando los colmillos y los tres animales rodaron juntos sobre los adoquines.

De pronto, un agudo ladrido se dejó oír en la oscuridad. Los atacantes de Índigo saltaron hacia atrás como obedeciendo una orden, y por un instante se quedó sola, trémula, mientras notaba cómo la sangre resbalaba por su lomo y cubría su pelaje. Entonces un aullido surgió de algún lugar a su espalda, Índigo giró en redondo, y mientras el grito se convertía en un coro de aullidos y gruñidos, Grimya surgió de la oscuridad, los ojos brillantes, el pelaje erizado en el cuello, para colocarse frente a ella, retadora, a menos de veinte pasos de distancia.

Índigo sintió el torrente de insensata voracidad que bullía en la mente de la loba y la débil esperanza que había alimentado de poder romper el encantamiento de su amiga se hizo añicos. Esta criatura podría tener el cuerpo y la sustancia de Grimya; pero la mente que la examinaba desde aquellos ojos dementes y brutales era la de un monstruo desconocido. Un gemido empezó a brotar de su garganta, se quebró y murió. Grimya seguía mirándola, y mezclado con aquella voracidad insaciable percibió odio; el odio ciego de algo vivo, de algo que no pertenecía a aquella pesadilla de ilusiones. Los labios de Grimya se separaron, y los gañidos de los lobos negros aumentaron de volumen y se hicieron más apremiantes, elevándose hacia un crescendo... Entonces la loba alzó la cabeza para aullar un desafío y una orden, y como un torrente toda la manada surgió de su escondite y se lanzó hacia Índigo.

El terror y el instinto se fusionaron en la mente de loba de Índigo, y dejaron de lado todo razonamiento. Sus patas traseras la impulsaron hacia adelante y echó a correr, atravesó la plaza a toda velocidad, esquivando y zigzagueando mientras las negras figuras se abalanzaban aullando sobre ella. «La taberna..., tengo que llegar a la taberna... », pero la parte de su mente que gritó la orden estaba bloqueada y aturdida; sólo podía huir, sin saber en qué dirección, empujada por la ciega desesperación de escapar.

Una negra pared se alzó ante ella surgida de la oscuridad e Índigo lanzó un gañido, al tiempo que retorcía su cuerpo y se detenía en seco una décima de segundo antes de estrellarse contra la sólida fachada del edificio. No había ninguna puerta que le ofreciera refugio, ninguna callejuela por la que pudiera introducirse; giró en redondo mientras sus garras se aferraban al suelo para no perder el equilibrio, y vio la negra oleada que se precipitaba contra ella con Grimya en medio de la manada como un fantasma de tonos más pálidos. La joven estaba atrapada contra la pared: la rodeaban dispuestos a destrozarla y hacerla pedazos, y la inmortalidad no la insensibilizaría a la agonía que podían infligirle, Índigo abrió el hocico para aullar, no sabía si de miedo o tristeza o en una última y frenética súplica de ayuda.

Su aullido quedó ahogado por el titánico rugido que se abrió paso por entre la triunfante algarabía de los lobos y tronó ensordecedor por toda la plaza.

Como si la oleada salvaje de su embestida hubiera sido golpeada de pleno por una terrible contracorriente, el ataque de los lobos se desintegró en un torbellino de cuerpos que gemían en aterrorizada confusión. Por un instante Índigo se sintió demasiado perpleja para comprender; luego percibió cómo una gigantesca sombra se alzaba sobre ella y el olor a azufre de una poderosa respiración, y se volvió con un gruñido para mirar hacia arriba.

El monstruo que se alzaba sobre ella era una palpitante aparición de al menos seis metros de altura. Sus cuatro patas gruesas como troncos de árbol y terminadas en garras de águila estaban bien apuntaladas a ambos lados de ella, y la enorme masa de su cuerpo de reptil parecía haber surgido de la pared que tenía a su espalda. Una atronadora bocanada de aire la golpeó cuando la criatura agitó su bífida cola tan gruesa como el torno de tres hombres juntos, y la leonina cabeza del gigante, con su melena como una ondulante corona de fuego, elevó el hocico hacia el firmamento y rugió por segunda vez.