¡Quimera! La comprensión se abrió paso en la mente de Índigo mientras el rugido rebotaba desde todos los costados de la plaza. Conducida al borde de la desesperación, en el borde mismo de su enloquecido abismo, sin darse cuenta su mente aterrorizada había convocado la imagen más aterradora que era capaz de crear, y, alimentada por el poder del terror, la ilusión había hecho su aparición. La manada de lobos retrocedía en desorden; una criatura, más lenta en reaccionar que sus congéneres, se arrastraba ya para unirse a los demás en su retirada. La quimera alzó una afilada garra; la garra silbó en el aire como una espada gigantesca, y el desventurado animal lanzó un aullido de maníaca agonía al tiempo que, partido en dos de la cabeza a la cola, se disolvía en un remolino de humo negro.
Una ilusión puede matar otra ilusión... La adrenalina volvió a correr por las venas de Índigo y un escalofrío le recorrió el cuerpo. ¡Podía hacerlo! Poseía el poder, ¡poseía el arma! Mostró los dientes, y por encima de ella la quimera agitó la llameante cabeza como si retara a los acobardados lobos a atacar otra vez. Índigo pudo ver ahora el Tonel de
Manzanas; pudo ver la luz del desván que seguía ardiendo débilmente. Con mucho cuidado, pendiente de cualquier reacción extraña, dio un paso hacia adelante y su excitación se renovó cuando la enorme masa de la quimera se movió también, imitándola paso a paso. Todavía bajo su sombra, Índigo observó con atención su objetivo. Treinta metros. Podía recorrerlos en segundos; antes de que la manada pudiera reaccionar. Y la quimera se ocuparía de cualquiera que intentara alcanzarla...
Sus patas traseras se prepararon para impulsarla, al tiempo que era consciente de que sus pensamientos eran también los de la criatura ilusoria que había creado. Sus músculos se pusieron en tensión, sintió cómo se acumulaba la energía, estaba ya lista para la carrera...
La loba de pelaje gris rojizo salió disparada de debajo de la quimera y tomó por sorpresa a la manada de lobos en su trayectoria hacia la puerta de la taberna. A su espalda escuchó gritos furiosos, un tercer e impresionante rugido y alaridos de dolor. Algo surgió de entre las sombras e intentó interceptarla; su mente lanzó un silencioso grito, y una potente ráfaga de aire desplazado casi la derribó cuando unas garras cayeron desde lo alto para clavarse y partir una aullante figura negra. La puerta estaba ya a pocos metros; lo conseguiría, la alcanzaría: con esa certeza la perspectiva se estremeció y bamboleó, y la plaza pareció doblarse hacia ella como si estuviera bebida, una imagen superpuesta a la otra. La puerta se alzó ante sus ojos; se abría, giraba hacia atrás... lanzó un alarido de triunfo y alegría, y lo que surgió de su garganta fue un grito humano.
Unas manos enormes y ásperas abrieron la puerta de par en par, y con una exclamación que se quebró en un ahogado gemido, Índigo se precipitó por ella y cayó al suelo mientras sus manos intentaban aferrarse a las piernas de Constancia Brabazon.
CAPÍTULO 18
—¡Muchacha, me siento tan feliz! ¡Tan feliz!
Constan no quería soltar la mano de Índigo que había sujetado con fuerza mientras ella le contaba que Fran y Esti estaban bien. El hombre sacudió la cabeza, al tiempo que repetía sus palabras una y otra vez.
Índigo todavía temblaba como consecuencia de su experiencia, pero su calma regresaba poco a poco. En el exterior, la plaza estaba tranquila y silenciosa. La quimera, terminado su trabajo, se había disuelto y desaparecido de aquel mundo, y la manada de lobos se había escabullido de modo furtivo en la oscuridad privada de su presa. Estaba segura de que seguían allí, de que aguardaban su siguiente movimiento, pero, por el momento al menos, no resultaban una amenaza. Y con severa determinación, se esforzaba por no pensar en Grimya.
El fuego que Constan había encendido con una silla rota se había consumido ya hasta convertirse en rescoldos y la habitación del desván estaba sumida en una espesa penumbra. Al parecer Constan no había tenido ningún problema para encontrar materiales con que crear y encender una fogata en la taberna, y tampoco la menor dificultad en persuadir a las llamas de que prendieran, Índigo sospechó que la ignorancia del buen hombre era lo que lo había ayudado: no sabía nada sobre la naturaleza del mundo del demonio, y aquella inocencia lo había protegido de gran parte de la perversidad de éste.
Ella y Constan habían intercambiado rápidamente un somero relato de sus aventuras; por el momento Índigo tenía cuestiones más urgentes de las que ocuparse. Pero desde luego Constan había pasado por varias ilusiones de pesadilla antes de llegar allí. Se negó a detallar los horrores que lo habían acosado, pero por lo que ella misma había experimentado, la muchacha podía hacerse una muy buena idea de lo que había sucedido. Sólo una cosa había mantenido su decisión de seguir adelante, le dijo Constan. Su mirada se deslizó hacia un rincón de la habitación donde, tendida sobre un montón de esteras y almohadones requisados en los pisos inferiores del Tonel de Manzanas, yacía Can al parecer sumida en un tranquilo pero profundo sueño.
El alivio experimentado por Índigo al verla fue mayor de lo que podía expresar. Con el recuerdo de la otra durmiente dolorosamente vivo en su mente había temido lo peor; pero parecía como si o bien el demonio no se había decidido aún a fijar su ávida atención en Cari, o de alguna forma misteriosa la presencia de su padre había actuado como factor amortiguador de su nociva influencia. Por lo que Constan le había dicho, no había resultado fácil. Cari había luchado como un animal salvaje cuando intentó desviarla de su camino. Constan casi lloraba mientras le describía la fuerza bruta que se había visto obligado a utilizar para dominarla, y los morados de los brazos y la mandíbula de Cari daban testimonio de sus desesperadas medidas. Pero por fin, y de forma repentina, el poder que dominaba a Cari había cedido, y ella se había desplomado a sus pies, sumida aún en aquel profundo sopor pero al menos sin luchar contra su padre. Desde aquel momento la había transportado en brazos hasta que, al encontrarse con un sendero que le resultaba familiar, lo había seguido hasta llegar aquí.
No obstante, Constan no había podido contarle nada de la forma en que Grimya había llegado a su situación actual. Después de penetrar a través de los espinos se habían separado casi de inmediato, y en su preocupación por Cari, Constan se había olvidado de la loba hasta que, mucho más tarde, había oído un aullido que surgía de la lejana oscuridad. Había gritado en un intento por localizar el origen del aullido; pero en cuanto gritó el nombre de Grimya se vio contestado por un coro de espectrales gañidos, y temeroso de atraer la atención sobre él decidió no volver a llamar a la loba. No había descubierto la verdad hasta que, con Cari en brazos, había penetrado por fin agotado y con los pies doloridos en esta ciudad fantasma, y se había encontrado a la manada de lobos esperándole con Grimya a la cabeza. En ese momento, admitió sombrío Constan, había pensado que su vida había tocado a su fin; pero los lobos no habían atacado. En lugar de ello lo habían dejado pasar con su carga, se habían limitado a observarlo hasta que la puerta del Tonel de Manzanas se había cerrado a su espalda antes de desaparecer de modo furtivo. Pero él había reconocido perfectamente a Grimya.
Constan envió un mensaje silbado a Fran, en el que le decía que todo iba bien y que Índigo había llegado sana y salva. Fran confirmó la recepción del mensaje y añadió dos cadencias que significaban debemos reunimos todos y deprisa. Pero ¿cómo —se preguntó Índigo— podría ella conseguir que Fran y Esti cruzaran la plaza sin sufrir daño? El que fuera Constan quien cruzara hasta la Casa de los Cerveceros quedaba del todo descartado; el peso de Cari le estorbaría demasiado si los lobos decidían atacar, Índigo debía regresar sola, y encontrar la manera de traer a los otros con ella. No resultaba una perspectiva agradable, pero la muchacha creía que podría hacerlo, ya que la quimera le había enseñado una valiosa lección. Si pudiera transmitirla a Fran y a Esti, entonces al menos existiría una esperanza.