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Constan no se sentía muy dispuesto a dejarla marchar otra vez, pero acabó por reconocer que no tenía otra elección. No había presenciado lo ocurrido durante la primera travesía de la plaza, ya que en cuanto Fran había mandado la señal de prepárate, había corrido escaleras abajo hasta la puerta principal de la taberna y aguardado su llegada. Personalmente, Índigo daba gracias por ello. No había intentado explicar a Constan la naturaleza de las ilusiones de aquel mundo y cómo podían controlarse, y no pensaba hacerlo, ya que sentía la profunda convicción de que cuanto menos comprendiera Constan, más valiosas resultarían sus aún inexplotadas habilidades.

Lo persuadió de silbar va hacia ti: prepárate en dirección a Fran y, con el corazón palpitando con fuerza, descendió las escaleras de la posada. Esta vez había decidido no intentar enfrentarse a la manada, sino simplemente cambiar de forma y correr con toda la rapidez de que fuera capaz en dirección a la Casa de los Cerveceros.

Los espectrales lobos parecían haberse reunido en este lado de la plaza, lo cual le daba una ligera ventaja, ya que no habría ninguno que le cortara el paso o le viniera de cara. Con suerte, y el elemento sorpresa, consideraba que podía ser más rápida que ellos sin necesidad de recurrir a la quimera, o a cualquier otro poder.

Una vez más, sintió el tronar de su pulso, y aquella sofocante tensión mientras abría la puerta con cuidado. La imagen de la loba de pelaje gris rojizo se formó en su mente —esta vez apareció con más rapidez, como si hubiera estado esperando su llamada—, su hocico se alzó para olfatear el aire, sus patas traseras se prepararon para el salto...

Índigo salió disparada por la puerta a toda velocidad, la cabeza gacha, las patas proyectándola hacia adelante. Oyó cómo se elevaba el clamor de aullidos, y su intensificado instinto reconoció furia en los gritos de alerta. La confusión de los lobos le produjo una torva satisfacción de la que extrajo renovadas energías, e incluso cuando la manada se lanzó tras ella entre aullidos supo que esta vez había sido más veloz que ellos. Delante de ella, la puerta de la Casa de los Cerveceros se abría; vislumbró el borroso óvalo blanco del rostro de alguien. Los lobos se acercaban, pero no eran lo bastante rápidos, y con un último y tremendo esfuerzo se lanzó contra el portal y penetró sin detenerse hasta ir a chocar contra una figura humana que lanzó un grito mientras ambos caían al suelo en un revoltijo de piernas, pelos y...

Se encontró tumbada sin aliento y jadeante sobre el último peldaño de la escalera que era el que había detenido su caída, y agarrada a la barandilla mientras la loba-Índigo se desvanecía y la forma humana regresaba. Escuchó cómo alguien cerraba precipitadamente la puerta, y el ruido sordo de la barra al regresar a su lugar, luego unas manos la ayudaron a darse la vuelta y sentarse, y vio a Fran y a Esti que la miraban con asombro.

Esti hizo un gesto religioso, pero no pudo articular palabra. Fran la contemplaba con franca admiración.

—¡Lo has controlado! —Estaba impresionado—, ¡Índigo, lo has controlado! Y esa... esa

criatura... —Hizo un gesto de impotencia, incapaz de describir la quimera con palabras.

—¿Lo has visto? —Índigo se esforzó por recuperar el aliento.

—Esti no quería mirar, pero yo... —su voz se apagó y el movimiento afirmativo de su cabeza terminó en una sacudida enérgica—. Por la Diosa...

Índigo se puso en pie con dificultad. Había recuperado el aliento lo suficiente como para subir las escaleras ahora, al menos eso creía; y tenía tanto que decir...

—Regresemos a la habitación de arriba. Hemos de indicar a tu padre que he llegado bien.

Y luego tenemos que hacer planes.

Desde el balcón Fran envió un nuevo mensaje silbado al otro lado de la plaza, del que Constan acusó recibo, Índigo sospechó que el buen hombre no había presenciado su transformación, y se sintió aliviada; aunque cómo reaccionaría a lo que —si su idea surtía efecto— regresaría a la posada desde el otro extremo de la plaza, era algo que no se atrevía ni a imaginar.

Le satisfacía que Fran, al menos, hubiera visto tanto su conversión en lobo como la quimera, ya que reforzaría su propia voluntad y decisión. Dio por seguro que Fran, en su juvenil orgullo, se sentiría firmemente decidido a igualarla en todo. Lo que Índigo había aprendido de su propia experiencia le había proporcionado la clave que desbloquearía los poderes de Fran y Esti, como había sucedido con los suyos.

Y así pues, les relató su plan. Fran y Esti la escucharon con creciente excitación, pero esta excitación se veía suavizada por una cierta inquietud, y Esti expresó en voz alta la duda que se pintaba en los ojos de ambos.

—Índigo, es una idea espléndida. ¿Pero cómo vamos a conseguirlo? Tú posees la habilidad: lo hemos visto con nuestros propios ojos. Pero ¿qué hay de Fran y de mí? De momento sólo hemos conseguido transformaciones muy insignificantes. ¿Cómo podremos conseguir lo que esto nos exigirá?

—Eso tiene una respuesta muy simple —repuso Índigo—. Es lo que tú dijiste antes, Fran: el acicate del miedo puso en marcha mi habilidad para conjurar la quimera. Estaba acorralada, atrapada; tenía que salvarme, y no había tiempo para pensar con claridad. De modo que me he limitado a reaccionar.

—Y la quimera apareció. —Los ojos de Fran estaban muy pensativos—. Sí. Comprendo. Así pues, si Esti y yo nos vemos en el mismo apuro. „

—Es peligroso —admitió Índigo—. Pero no se me ocurre otra forma de que los tres lleguemos hasta donde están Constan y Cari. Y si funciona...

Si —interpuso Esti.

—Esti, no estoy subestimando el riesgo. Pero es nuestra única posibilidad, y si funciona, entonces destruirá la última barrera.

Índigo vaciló. Se había sentido indecisa sobre si debía intentarlo, pero decidió que debía hacerse si quería convencer a sus compañeros. Sólo pedía no estar equivocada sobre sus propias habilidades; pero como Constan habría dicho sin duda, las medias tintas no convencen a un público hostil. Hay que entregarse, hay que dar todo lo que se tiene, o se deja de actuar.

—Mirad ahí —dijo, e indicó al otro extremo de la habitación.

Volvieron la cabeza, e Índigo reunió toda su fuerza de voluntad. En un principio nada sucedió; se concentró con más fuerza, entonces sintió el chispazo de la adrenalina...

Esti lanzó un grito agudo, y Fran se quedó boquiabierto. Un árbol había aparecido en la esquina; un joven abedul con su moteada corteza gris plata y las tiernas hojas de un brillante verde primaveral. Parecía crecer del suelo, y sus hojas se estremecían como movidas por la brisa.

Llena de alegría, Índigo se concentró otra vez. Esto no era la muerta sombra de Bruhome sino un claro de un bosque de su propio país. Podía verlo, sentirlo, olerlo...

De la base del árbol empezó a extenderse la hierba como una ola envolvente. Flores diminutas cubrían la verde alfombra: parecían tan reales que creyó que podría haber

extendido la mano y arrancado una, y su nariz se ensanchó al llegarle aquel nuevo olor a heno fresco que de repente aparentaba llenar la habitación.

—Es increíble... —la voz de Esti estaba llena de asombro.

Fran cerró los ojos, se pellizcó el puente de la nariz y luego volvió a mirar, como si esperara que la visión se desvaneciera. Pero Índigo sabía que no se desvanecería; no a menos que ella lo deseara así. Ilusión sobre ilusión: había impuesto su voluntad sobre este mundo irreal. Era la prueba definitiva, y había tenido éxito.