—Pero ¿por qué, papá? ¿Qué ha sucedido?
—Son las cosechas. —Constan tomó otro trago de cerveza; parecía haber perdido todo interés por la comida—. ¿Conocéis los rumores que hemos estado oyendo sobre la plaga? Bien, pues son ciertos. El Burgomaestre Mischyn nos ha contado toda la historia.
Se intercambiaron miradas, y Val dijo en voz baja:
—Esas vides marchitas que vimos...
—No son sólo las vides —repuso Constan—. Es el lúpulo, las manzanas..., incluso los pastos se están viendo afectados. Y nadie sabe qué lo provoca. Las plantas sencillamente pierden color, luego se vuelven blancas, y por fin se marchitan y mueren. Los granjeros de por aquí han perdido ya la mitad de su cosecha de lúpulo, y ahora parece como si le tocara el turno a las vides y a los manzanos. Y también le está sucediendo a parte del ganado, si han pastado en las zonas afectadas. Cada día llegan noticias nuevas sobre ello, dice el Burgomaestre Mischyn. De modo que nadie siente demasiados deseos de celebrar nada.
Modestia se inclinó hacia adelante retorciéndose las manos.
—Pero seguramente no puede durar, papá. Quizá será un mal año, pero cuando llegue el invierno seguro que esta enfermedad morirá junto con todo lo demás. ¿Por qué han de reducir la fiesta? ¡La gente necesita que la animen!
—Si fuera sólo la cosecha, Esti querida, estaría de acuerdo contigo —dijo Constan—. Pero parece que ha habido otros acontecimientos extraños en la región.
—¿Qué clase de acontecimientos?
Constan apretó los labios.
—Para empezar hay una enfermedad que afecta la ciudad. Una especie de enfermedad del sueño, dice Mischyn. Los que la contraen se duermen y no despiertan.
Caridad lo miró alarmada.
—¡Papá, podemos contraerla!
—No es del tipo contagioso. Mischyn lo sabría: su propio hijo la tiene, y su buena esposa ha estado cuidando al muchacho día y noche sin que la haya afectado. Pero es como la plaga de las cosechas: no saben qué es ni de dónde viene.
—Debe de haber un médico en la ciudad —intervino Índigo—. ¿Qué dice él?
—No está en condiciones de decir nada. Ha contraído la enfermedad: hace ya nueve días que duerme. Ah, ¿cuál fue la palabra que Mischyn utilizó? —Constan chasqueó los dedos, en busca de inspiración—. C... algo...
—¿Coma?
—Eso es. Coma. Pero no tienen ni idea de por qué. Y luego, como si eso no fuera suficiente, ha estado desapareciendo gente.
Se hizo un profundo silencio y unos rostros asombrados lo contemplaron desde el círculo de luz proyectado por el fuego. Por fin, Lanz dijo:
—¿Desapareciendo?
Constan asintió.
—Aquí un día, desaparecidos al siguiente. Un pastor subió a los páramos, y no regresó al atardecer. Enviaron hombres a buscarlo pero no lo encontraron. Un hombre salió a encontrarse con sus amigos en la taberna: no llegó a la taberna, no lo han visto desde entonces. Otro hombre se fue a la cama con su esposa y cuando despertó a la mañana siguiente descubrió que ella se había marchado, de sus ropas sólo faltaba un chal. —Se encogió de hombros de forma elocuente—. Desaparecidos, todos ellos. Sencillamente se fueron.
Índigo sintió cómo la tensión se apoderaba de ella. Miró de soslayo en dirección a Fran y vio que, también él, aparecía inquieto. Adivinó lo que el joven pensaba, y una silenciosa comunicación de Grimya se lo confirmó.
«También él recuerda al jinete que vimos en el camino, creo», dijo la loba. «¿Puede haber alguna relación entre ellos?»
«Es posible. »
Recordó aquel rostro lívido como el de un muerto, los ojos sin expresión que parecían mirar sin comprender a otro mundo. Y la determinación. Por encima de todo, la terrible aura de determinación.
Constan volvía a hablar.
—Sea lo que sea lo que está pasando aquí, es algo a lo que nadie sabe cómo enfrentarse. Conozco al Burgomaestre Mischyn desde antes de que nacierais vosotros tres, los más pequeños, cuando acababa de heredar la cervecería de su padre, y durante todos estos años nunca lo había visto tan agitado coma ahora. Está asustado. —Miró a Índigo y enarcó una ceja irónicamente—. Muchacha, antes me preguntaste qué iba mal cuando atravesamos la ciudad. Ahora ya lo sabes... y si hubieras estado en Bruhome antes de hoy, habrías notado la diferencia en la actitud de la gente. Todos están asustados; y no puedo culparlos.
—¿Entonces qué vamos a hacer? —preguntó Val.
—Lo que siempre hacemos, hasta donde podamos. La celebración tendrá lugar de todas formas aunque resulte un poco atenuada, así que, como dijo Esti, haremos todo lo que podamos para animar a esta buena gente y ayudarle a olvidar por un tiempo sus problemas.
—Y esperemos que podamos ganar dinero suficiente para ir tirando —añadió Candad.
—Exactamente. —Constan bajó los ojos para mirar su cuenco de estofado. Se había enfriado y empezaba a congelarse la grasa, de modo que lo dejó a un lado y volvió a llenar su jarra de cerveza—. Vosotros, los más pequeños, deberíais estar en la cama ya. Y el resto de nosotros haría bien en tomarse un buen descanso esta noche. Por la mañana, lo mejor será que le demos un buen repaso al espectáculo que planeamos y veamos qué cambios hay que hacer. No estaría bien representar algo que pudiera ofender la sensibilidad de los habitantes después de todos estos acontecimientos, ¿no es así?
Se trataba de una despedida tácita, y aunque los más mayores parecían dispuestos a discutir, algo en el comportamiento de Constan hizo que se lo repensaran. Despacio, de mala gana, todos se levantaron y fueron a realizar sus últimas tareas del día: Armonía, la tercera de las hijas, empujó a las más pequeñas en dirección al segundo carromato donde dormían todas las mujeres, e Índigo ayudó a Caridad y a Esti a lavar los cuencos y las cucharas en el río y a apagar luego el fuego.
Mientras se extinguían los últimos rescoldos y el corro del campamento se hundía en la oscuridad iluminada tan sólo por las estrellas, Cari levantó los ojos hacia el cielo.
—Creo que lo mejor será que durmamos dentro esta noche —dijo pensativa—. Cuando no hay nubes, puede hacer frío en plena noche en esta época del año.
Esa no era su única razón para buscar la seguridad de la carreta, e Índigo lo sabía; pero no hizo el menor comentario y se limitó a asentir con la cabeza. Empezaron a dirigirse hacia la carreta, con Grimya andando junto a Índigo; ya casi habían llegado a los peldaños cuando una mano surgió de la penumbra y tocó el brazo de Índigo.
—Índigo, antes de que te vayas a dormir. —Era Eran. La condujo a un lado, pasando por alto la mirada de exasperación de Cari al pasar junto a ellos, y bajó la voz hasta convertirla en un murmullo—. Pensabas lo mismo que yo, ¿verdad? Cuando papá nos contó lo de la gente que se desvanece. —Se detuvo para escudriñar su rostro—. ¿Y bien? ¿Crees que esas pobres almas que vimos en el camino pueden ser los que han desaparecido?
Índigo vaciló, luego asintió.
—Sí, Eran; lo creo. —Miró en dirección a la carreta; Cari ya había penetrado en su interior—. Pero no creo que debamos decir nada de ello a los otros.
—Val y Lanz ya lo han descubierto por sí mismos. También Esti, si es que la conozco. Y papá. Lo tenía escrito en todo el rostro.
—Sin embargo...
—Lo sé; lo sé. Mira, no le diré nada a nadie a menos que sean ellos los que lo mencionen primero. Pero creo que deberíamos mantener ojos y oídos bien alerta mañana en la ciudad.
Y en particular, debiéramos buscar a cualquiera que muestre un aspecto demasiado pálido para ser saludable.