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—El miedo me abrió la puerta —dijo muy despacio pero con gran énfasis—. Y creo que puede hacer lo mismo por vosotros. —Otra pausa—. Puede que me equivoque, y no puedo tomar la decisión final...

Fran la miró fijo.

—Pero ¿crees que podemos hacerlo?

—Sí —asintió Índigo.

Se produjo un largo silencio. Luego Fran volvió a hablar:

—Bien, pues. Eso es suficiente para mí. —Levantó la cabeza, miró algo indeciso al árbol y luego se volvió hacia su hermana—. Hemos de llegar hasta papá y Cari de alguna forma, Esti. Y me da la impresión de que podríamos quedarnos aquí sentados para siempre sin encontrar una forma más segura. De modo que yo digo que lo probemos.

Esti pareció vacilar pero al fin repuso:

—Sí. —Parpadeó, y echó hacia atrás la melena en un gesto de forzada seguridad—. Es el único camino.

Índigo dio las gracias en silencio, al tiempo que reprimía el gusanillo de la conciencia. Tenía que confiar en su propio juicio y estar segura de que no conducía a sus amigos al desastre. De lo contrario, ¿qué esperanza les quedaba?

—Y cuando lo hayamos hecho —dijo Fran—. Si nuestras habilidades aparecen, ¿qué sucederá entonces? Porque me parece a mí que si esto de verdad derriba las barreras, va a cambiar la naturaleza de la representación. ¿Qué crees que pensará nuestro diabólico amigo de ello?

—Tengo una idea —respondió Índigo—, pero no he tenido la oportunidad de meditarla.

—Cuéntanos.

La muchacha vaciló.

—Preferiría no decir demasiado hasta que vuestro padre esté con nosotros, porque para que esto funcione, puede que lo necesitemos a él más que a nadie. Pero... bueno, tú acabas de utilizar la analogía, Fran. La representación. Así es como nos ve el demonio: como marionetas que bailan sobre su escenario al son de su música. —Sonrió, y había algo lupino en su sonrisa que recordaba profundamente a la loba-Índigo—. He pensado que quizá deberíamos darle al demonio precisamente lo que quiere... pero no necesariamente en la forma en que él lo espera.

—¿Una representación? —Esti estaba perpleja.

—Sí, y no. —Índigo dirigió una rápida mirada al árbol que seguía meciéndose con suavidad en la esquina de la habitación, luego al rectángulo del ventanal que daba al balcón—. Prefiero no decir nada sobre ello aún. Esperad hasta que estemos con Constan; entonces podremos discutirlo con más detalle. Por ahora, creo que sería mejor que nos concentrásemos en el problema más inmediato. Después de todo, si esto no lo solucionamos con éxito, de nada servirá discutir otros planes.

Fran y Esti asintieron, aunque con cierta desgana, y empezaron a prepararse. Las posesiones que habían traído con ellos al mundo del demonio habían quedado reducidas a unos míseros restos, y los repartieron entre ellos de manera equitativa, asegurándose de que cada uno llevaba el menor peso posible. Sus provisiones de agua eran muy escasas y la comida casi inexistente; y Esti comentó mordaz que resultaba una lástima que no pudieran conjurar algo para comer y beber que fuera más sustancioso que una ilusión. Al oír sus palabras, Fran se quedó como paralizado.

—Agua... —dijo—. Madre Todopoderosa, ¿cómo ha sobrevivido papá sin agua?

Índigo lo miró asombrada. Ni se le había ocurrido que Constan había penetrado en aquel mundo infernal sin llevar siquiera un poco de agua; no obstante, no había demostrado el menor signo de estar sediento, y ni siquiera le había preguntado si llevaba agua con ella. Recordó el fuego que Constan había encendido con materiales de la ilusoria taberna. El yesquero que había funcionado; la silla rota que había alimentado las llamas... ¿Podría la inocencia de Constan haberle llevado incluso a encontrar agua sencillamente porque creía que debía de estar allí? Si así era, entonces Índigo había subestimado gravemente el valor potencial de las habilidades de Constan, y sintió el ardiente nudo de la excitación interior al pensar en qué forma tal ventaja podría ayudarlos en la fase final de su plan.

—Cuando lleguemos al Tonel de Manzanas obtendremos la respuesta que buscamos a ese misterio —dijo en voz alta—. Y cuanto antes podamos hacerlo, mejor. —Los miró por turno—. ¿Habéis decidido en qué imágenes os concentraréis?

—Osos —respondió Esti con firmeza—. Eso es lo que creo que asusta a los lobos. Osos, y esos enormes felinos que viven en las tierras del norte. —Miró a Índigo—. Nunca he visto un felino así, pero sí los he visto en dibujos; ¡y si yo fuera un lobo me aterrorizarían!

—Cualquier cosa que me venga a la cabeza servirá —dijo Fran con una mueca—. ¡Dudo de que tenga la posibilidad de andarme con tantos cumplidos!

Índigo le devolvió la sonrisa con sequedad.

—Probablemente estés en lo cierto. Y aquello que se nos ocurra con más fuerza tendrá mayor poder.

—¿Y tú? —inquirió Fran—. ¿Volverá a ser la quimera?

La joven meditó sobre una ilusión en concreto que podía conjurar, y la idea le produjo un helado aguijonazo en el estómago. Pero no quería revelarla; aún no. —No. No será la quimera. Será muy diferente.

Y así, por tercera vez se produjeron la jadeante espera, el cerrar los ojos con fuerza y las silenciosas oraciones pidiendo buena suerte. Esta vez, no obstante, la cuadrada y áspera palma de Fran se cerraba sobre la mano derecha de Índigo, mientras que los dedos más pequeños y suaves de Esti aferraban su mano izquierda. Y por un instante de la más pura fantasía, Índigo volvió a sentirse mentalmente parte de la Compañía Cómica Brabazon, de pie y lista junto con sus amigos y colegas durante el breve y excitante momento que precede a la salida al escenario.

«Eso era. Había que mantenerlo; mantén esa imagen, no la pierdas. » De repente recordó unos versos que se habían convertido desde hacía mucho tiempo en el chiste privado de la familia cuando se encontraban con una audiencia hostil o apática, y llevada por un impulso recitó las dos primeras líneas en voz alta.

Al escenario subiremos y una reverencia haremos, y si no les gustamos, esto juramos...

Fran ahogó una risita —tensa y aguda, pero risa no obstante— y él y Esti se le unieron para completar el verso.

Cogeremos su dinero, y una vez hayamos acabado,

¡los pies en polvorosa pondremos!

Impulsada por una oleada de temeraria confianza, Esti lanzó un agudo grito tirolés al tiempo que Fran abría la puerta de golpe, y juntos, con las manos unidas todavía, salieron corriendo a la plaza. Por un trepidante momento Índigo casi creyó que realmente salían al escenario, bajo la luz de las antorchas, con un mar de rostros expectantes y manos que aplaudían esperando para darles la bienvenida. Por un instante sintió el balanceo de las tablas de madera bajo sus pies, vio a Esti en su vestido de baile, la pandereta levantada; escuchó el fantasmal rasgueo del violín y el volteo del organillo...

Entonces un aullido surgió de un centenar de fantasmales gargantas y las imágenes se desvanecieron en un remolino, demasiado débiles para mantenerse, y oyó cómo su propia voz gritaba:

—¡Ya vienen! ¡Hacedlos retroceder! ¡Hacedlos retroceder!

Negras formas surgieron de entre las sombras que rodeaban la lúgubre plaza, los ojos rojos refulgentes, las babeantes bocas llenas de dientes totalmente abiertas para capturar a su presa. El momentáneo desafío de Esti se hizo añicos convirtiéndose en un alarido de temor y sus dedos se extendieron rígidos de modo que a Índigo casi se le escaparon de la mano. Corrían, pero los lobos eran más rápidos, y se abalanzaban sobre ellos, cortándoles la retirada, extendiéndose como una diabólica marea, una oleada que los hundiría y acabaría con ellos. Fran lanzó un chillido cuando el primero de aquellos horrores se desvió bruscamente para cortarle el paso y saltó para agarrar su indefenso brazo derecho. El muchacho dio un traspié, esquivó los dientes, que ya se cerraban, por un milímetro, entonces perdió el equilibrio y la mano de Índigo y se alejó tambaleante empujado por su propio impulso que lo hacía girar como una peonza.