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—Índigo. —La voz de Fran había cambiado de tono. El ramalazo de furia había pasado, pero la urgencia que lo había reemplazado no era menos intensa—. Índigo, no estás ciega. Debes saber lo que siento por ti. ¡Que la Diosa me ayude, te amo!

La muchacha lo miró fija, intentando que la lástima que sentía por él no se reflejara en sus ojos.

—Por favor, no digas eso —le respondió.

—¿Por qué no he de decirlo? ¡Es cierto!

—No me conoces. Puede que creas que sí, pero estás equivocado. —Entonces al darse cuenta de que él no iba a aceptar aquello, no iba siquiera a escuchar, añadió—: ¿Y has considerado mis sentimientos sobre esta cuestión?

—¡Claro que sí! Apenas si he pensado en otra cosa... quiero ayudarte; quiero hacerte feliz...

¿Feliz? —Ahora era ella la que empezaba a enojarse; a enojarse ante la presunción del joven. Intentó desasirse de sus manos pero él las cerró con más fuerza, y la furia de ella aumentó. La ingenuidad y el amor juvenil, por muy profundas que ambas cosas fueran, no excusaban aquel comportamiento.

—Fran, suéltame.

—Índigo...

—¡He dicho que me sueltes! ¿Qué derecho crees poseer para comportarte así? —El rostro de Índigo estaba lívido de furia, y de repente ya no le importó si le hacía daño; la verdad es que quería hacerle daño, hacerle pagar por haberse entrometido de forma tan egoísta en sus cosas, y por despertar una antigua y arraigada pena—. No te amo, Fran, y jamás podría. Amo a Fenran. Y Fenran es un hombre: ¡no un chiquillo estúpido a medio crecer!

Las mejillas de Fran enrojecieron y de repente sus tensas emociones se desbordaron.

—¡Fenran está muerto! —La zarandeó con tanta violencia que la aturdió—. ¡Está muerto! ¡Pero yo estoy vivo, y estoy aquí, y soy real!

Y antes de que Índigo pudiera reaccionar, la atrajo por la fuerza contra él y su boca se cerró ansiosa sobre la de ella, mientras su lengua intentaba abrirse paso por entre los dientes de lajoven.

Índigo lanzó un inarticulado grito ahogado e intentó desasirse furiosa. Pero Fran la empujó hacia atrás y clavó su columna vertebral contra el antepecho de la ventana, inmovilizándola.

—¡Te amo! —Se separó el tiempo suficiente para jadear las palabras, mientras le besaba la barbilla, las mejillas y cualquier parte del rostro de ella que podía encontrar en su excitación—. Y tú puedes amarme..., que puedes hacerlo, ¡lo sé! Por favor, Índigo. Oh, por favor...

Sus labios buscaron de nuevo los de ella; estaba sin aliento, jadeante, su joven cuerpo anguloso apretándose contra ella. Y de pronto el enojo de Índigo se transformó en violenta cólera. Torció la cabeza a un lado y aspiró con fuerza; luego, con una energía surgida de su

cólera se revolvió liberándose y le dio una bofetada. A pesar de que tenía poco espacio para maniobrar, pudo imprimir bastante fuerza al golpe, y Fran se tambaleó hacia atrás, a punto casi de perder el equilibrio mientras iba a dar contra el rincón. Levantó una mano hasta la ardiente mejilla y la miró asombrado, incapaz de hablar pero con un revoltijo de emociones brillando en sus ojos. Vergüenza, pesadumbre... y furia... Por encima de todo, furia.

Índigo no se movió. Durante un instante que pareció interminable pero que con toda probabilidad no duró más que algunos segundos se miraron el uno al otro, conscientes de que habían llegado a un punto muerto inamovible. Luego Fran se apartó de la pared con un movimiento brusco y atravesó la habitación tambaleante en busca de la puerta, que abrió con violencia. Ésta se estrelló contra sus goznes a su espalda, e Índigo oyó el repicar de sus pies sobre las tablas de madera mientras se alejaba corriendo por el descansillo.

CAPÍTULO 20

Estaban listos. Y en la lúgubre y oscura plaza del mercado de la espectral Bruhome, el escenario estaba literalmente dispuesto para la más estrafalaria y a la vez más importante de las representaciones que la Compañía Cómica Brabazon había ofrecido en toda su vida.

Índigo había hecho aparecer de nuevo la plataforma, pero esta vez en una forma que resultase sólida y sustancial. Mientras los cuatro la contemplaban en medio de la oscuridad había sentido, irónicamente, una repentina y desorientadora sensación de completa irrealidad: el escenario parecía grotescamente fuera de lugar en el vacío de la plaza, como algo surgido de una febril pesadilla, y el profundo silencio que los rodeaba hacía que resultase aún más sobrecogedor.

Nada los había amenazado cuando, con gran cautela, habían abandonado la taberna para penetrar en la plaza. No había lobos que aguardasen emboscados para atacarlos: Índigo se preguntó si las ilusiones que ella, Fran y Esti habían creado habrían destruido a toda la manada y, si así era, qué habría sido de aquellas ilusiones; los osos y las quimeras y los Ahuyentadores. Y Grimya. ¿Dónde estaba Grimya ahora que sus espantosos seguidores habían desaparecido? ¿Y la atraerían de regreso los sucesos que iban a ocurrir en la plaza?

Se negó a prestar demasiada atención a tales ideas, y obligó a su mente a concentrarse en la tarea que les aguardaba. La función que iban a representar tendría dos partes. La primera estaba pensada para atraer la atención del demonio, sería como arrojarle el guante y desafiarlo a que se enfrentase a ellos; mientras que la segunda parte —y con mucho la más peligrosa— ocasionaría, si lo conseguían, la definitiva destrucción del demonio.

Si lo conseguían. Ésta era la pregunta crucial, y una para la cual Índigo carecía de respuesta. Mientras subía al escenario detrás de Fran y Esti la sensación de irrealidad la inundó por segunda vez, y con ella recibió una oleada de duda y temor. ¿Pedía acaso demasiado de los Brabazon y de sí misma? ¿O era quizá toda aquella estratagema una completa e inútil locura?

Miró subrepticiamente a Fran que se encontraba a poca distancia de ella. El joven no le había dirigido la palabra desde la lamentable riña de la taberna, y su rostro aparecía tenso y sombrío. Sabía que Esti se había percatado de la ruptura entre ambos y había adivinado el motivo, aunque no los detalles. Pero Índigo había evitado darle cualquier posibilidad de que pudiera hacerle preguntas personales, y Fran se dedicó a realizar sus preparativos en mecánico y sepulcral silencio. Una parte de Índigo quería acercarse a él e intentar hacer las paces; pero otra parte, más poderosa, aconsejaba lo contrario. Resultaría muy fácil empeorar las cosas; y todavía sentía un resto de su anterior cólera que le impedía relajarse en cualquier forma. Lo único que esperaba era que Fran tuviera el suficiente sentido común como para no poner en peligro su plan con algún retorcido deseo de devolverle la ofensa. No creía que fuera tan estúpido; pero el temor estaba allí de todos modos.

Tantos escollos..., tantos riesgos... «Madre Tierra», oró Índigo en silencio llena de fervor, «ayúdame. ¡Si puedes, por favor, ayúdame y guíame ahora!»

Pero ya era tarde para volverse atrás. Constan había ocupado su lugar en la parte delantera del escenario, y a pesar de su estado de ánimo, a pesar del desconcertante vacío de la plaza, la tensa expectación que siempre precedía el inicio de una representación empezaba a hormiguear por su cuerpo como si miles de agujas de hielo corrieran por sus venas. Oía la rápida y excitada respiración de Esti, y los pies de Fran que se arrastraban nerviosos por el suelo. Constan se volvió para mirarlos: una silueta grande como la de un oso en la penumbra; comprendieron, de forma casi palpable, que tomaba las riendas, que ejercía el control. La atmósfera se volvió más tensa; Índigo concentró toda su fuerza de voluntad, se preparó...